Káñina, Rev. Artes y Letras, Univ. de Costa Rica XLVII (2) (Mayo-Agosto) 2023: 7-29/ISSN: 2215-2636
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DE LA ÉPICA COLONIAL AL NACIONALISMO CULTURAL
MODERNO.
TRAVESÍAS SUDAMERICANAS DEL OLLANTAY
From Colonial Epic to Modern Cultural Nationalism. Ollantay Travels Through
South America
Cristina Beatriz Fernández
1
RESUMEN
El objetivo de este artículo es efectuar un recorrido por algunas reescrituras de la línea argumental central del célebre drama
quechua Ollantay, que encuentra una de sus tempranas formulaciones en el poema épico Armas antárticas, escrito por Juan de
Miramontes y Zuázola en el Perú a principios del siglo XVII y llega hasta las operaciones discursivas del nacionalismo cultural
en la Argentina moderna, de la mano de un autor como Ricardo Rojas. En todos los casos, se evidencia una resignificación de
la materia narrativa, asociada tanto a las transformaciones formales como a las necesidades simbólicas de distintos contextos
sociohistóricos. Como suele ocurrir con los materiales textualizados en las denominadas «literaturas indígenas», el relato que
protagonizan Curricoyllor y Ollanta (o sus diversos avatares) irrumpe periódicamente en el continuo de las letras
sudamericanas, conformando variaciones de un lenguaje común, de proyecciones míticas.
Palabras clave: Ollantay, Sudamérica, reescritura, mito.
ABSTRACT
The objective of this article is to review some rewritings of the central plotline of the famous Quechua drama Ollantay. It finds
one of its earliest formulations in the epic poem Armas Antárticas, written by Juan de Miramontes y Zuázola in Peru at the
beginning of the seventeenth century and reaches the discursive operations of cultural nationalism in modern Argentina, in the
writings of Ricardo Rojas. In all cases, a resignification of the narrative material is evident, associated with both formal
transformations and the symbolic needs of different socio-historical contexts. As is often the case with textualized materials in
the so-called «indigenous literatures», the story starring Curricoyllor and Ollanta (or their various avatars) periodically bursts
into the continuum of South American letters, forming variations of a common language, with mythical projections.
Keywords: Ollantay, South America, rewriting, myth.
1
Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP), Mar del Plata, Argentina. Doctora en Ciencias del Lenguaje con mención
en Culturas y Literaturas Comparadas por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Profesora Asociada en la cátedra
de Literatura y Cultura Latinoamericanas I, Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP). Investigadora Independiente
en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Correo electrónico:
cristinabeatrizfernandez2021@gmail.com; cristina.fernandez@conicet.gov.ar. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-3540-
434X , IraLISID: ARFFI8381.
DOI: https://doi.org/10.15517/rk.v47i2.54884
Recepción: 16/11/2022 Aceptación: 17/01/2023
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1. Los amores de Curicuillur / Curicoyllor y Quilaco Yupangui /
Chalcuchima
Cuando se rastrean las fuentes letradas de la materia narrativa de tema amoroso presente en el
drama quechua Ollantay, suele señalarse como el antecedente más lejano la Miscelánea antártica del
sacerdote Miguel Cabello de Balboa (c. 1530-1608), cuya escritura se estima concluida cerca de 1586.
En los capítulos 26 al 33 de la tercera parte de la Miscelánea, se cuenta una «relación» que el autor dice
haber obtenido de «Matheo Yupangui Inga natural que residía en el Quito» (Cabello Valboa, 1951, p.
410) que podemos resumir así: Quilaco Yupangui, de Quito, fue enviado por Atauallpa con un mensaje
para su hermano Guascar, del Cuzco. Años antes, Guascar Inga se había enamorado de una doncella,
Chumbillaya, a quien apodaron Curicuillur, «que quiere decir estrella de oro», por su gran belleza. Con
esta mujer, Guascar había tenido una hija, pero los envidiosos del palacio asesinaron a la madre, por lo
cual la hermana de Guascar había ocultado a la niña en un lugar cercano al Cuzco. Junto con la belleza,
la criatura heredó el nombre de su madre, Curicuillur. Años después, en el viaje para concretar su
embajada ante Guascar, Quilaco Yupangui conoció a la joven Curicuillur y ambos se enamoraron
perdidamente. Maltratado junto con su delegación por el Inca Guascar, regresó a Quito no sin antes
visitar a su amada y prometerle hacerla su esposa. Se desataban, entre tanto, los combates entre los
hermanos Guascar y Atauallpa y, tras cuatro años de separación, cuando la tía que cuidaba a Curicuillur
estaba por morir, y ante el riesgo inminente de ser entregada por esposa a un pariente en cumplimiento
de un viejo acuerdo familiar, la joven se disfrazó y se fue al encuentro del ejército de Atauallpa,
esperando encontrar allí a Quilaco Yupangui, quien cayó herido en un combate contra los del Cuzco por
«un dardo desmandado» (Cabello Valboa, 1951, p. 449). Fue rescatado moribundo del campo de batalla
por un muchacho, que no era otra persona sino Curicuillur travestida por su propia seguridad, quien lo
curó y lo condujo ante uno de los conquistadores españoles, Hernando de Soto, el cual los protegió,
apadrinó y los hizo bautizar. Dos años después del matrimonio de los amantes, Curicuillur quedó viuda
y posteriormente tuvo hijas con el propio Hernando de Soto.
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Considerando que la Miscelánea antártica no se publicó hasta el siglo XIX,
2
es de suponer que
la difusión manuscrita de esta clase de información (o bien alguna de las narraciones orales sobre el
mundo andino circulantes en el Virreinato del Perú) fue la que nutrió otra versión de la misma historia
amorosa: la que se incluye en Armas antárticas y hechos de los famosos capitanes españoles que se
hallaron en la conquista del Perú de Juan de Miramontes y Zuázola. Gestado en la Lima colonial, este
poema épico ha quedado marginado del canon de las letras hispanoamericanas, al decir de su más
reciente editor y principal crítico, Paul Firbas (2006). Situación que se explica por su escasa difusión
desde que fue escrito, en Lima, alrededor de 1609, pues quedó inédito hasta 1879, cuando se publicó en
el tomo III de la Revista peruana, en una sección titulada «Tres poemas del coloniaje», junto a Lima
fundada de Pedro de Peralta Barnuevo y a la Vida de Santa Rosa de Lima de Luis Antonio de Oviedo y
Herrera. El editor, que firma como B. M. Gaspar, advierte: «creemos que permanece inédito» (1879, p.
293) y dice basarse en una copia del manuscrito obrante en la Biblioteca Nacional de Madrid).
3
Hay que
aclarar que el poema no se transcribe completo en la Revista Peruana, sino que es glosado y resumido
y se reproducen solamente algunos fragmentos.
4
Recién en 1978 hubo otra edición, gracias a la
Biblioteca Ayacucho; esta edición fue el segundo texto colonial peruano publicado en dicha colección,
pues el primero había sido los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega. La edición de 2006
cuenta con una versión filológica del texto, anotada por el mencionado Paul Firbas, así como con un
riguroso estudio preliminar, que ofrece nueva información tanto acerca del poema como de la vida de
su autor, Juan de Miramontes y Zuázola (1567-1610 o 1611).
2
La primera edición, que además era una traducción al francés, es de 1840, según la cronología que ofrece el editor de la
versión que utilizamos en el «Apéndice Nº 4. Obras de Miguel Cabello Valboa» (1951, p. 496). Acerca de la relación entre la
Miscelánea antártica y las fuentes indígenas, Luis Millones, Arma-Marie Dussault y Virgilio Caldo (1982) consideran que
«estamos frente a una novela de aventuras, de la más pura tradición española» aunque reconocen que «a pesar de que la obra
mantiene una estructura global estrictamente europea, al interior de ella, el autor inserta segmentos de cultura indígena de
probado valor etnográfico e histórico» (p. 56). Sobre los informantes de Cabello de Valboa, entre quienes se destacaron el
doctor Juan de Valboa, fundador de la cátedra de quechua en la Universidad Mayor de San Marcos y participante del III
Concilio Limense, así como el quiteño Mateo Yupanqui Inca, véase la sección «Amigos e informantes» en la edición citada
(1951, pp. XXIV-XXIX).
3
Los «Tres poemas del coloniaje» se publicaron en sucesivos números que posteriormente conformaron el tomo III de la
Revista peruana, por eso aparecen con paginación discontinua dentro del tomo (1879, pp. 293-305, 340-354, 414-427 y 506-
517).
4
Cedomil Goic (1988) adjudica la responsabilidad de la publicación a Félix Cipriano Coronel Cegarra. Margarita Peña es de
la misma opinión (2006). La Revista Peruana fue fundada por Mariano Felipe Paz Soldán y Ureta y salió entre 1879 y 1880.
Era una publicación periódica especializada en la historia.
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A juicio de Ángel Rama (2004), la producción de «la espléndida épica culta del barroco» (p.
59) fue posible gracias al auge del orden urbano y la disponibilidad de tiempo de que gozaba el grupo
criollo y letrado, sustentado en sus recursos económicos. En cuanto a Armas antárticas, Firbas conjetura
que su escritura se concluyó entre 1608 y 1609. Su autor invirtió dos décadas en su redacción, tiempo
en el cual pasaron por el Perú cinco virreyes. Se lo dedicó al último de esa serie, el Marqués de
Montesclaros, sin que ello significara que el virrey costeó de alguna forma su elaboración. Es bastante
evidente, en consonancia con esto, que el poema no defiende la figura del virrey ni de ningún otro
funcionario, a diferencia de otros casos.
5
Quizás sea esa la razón por la cual nadie se ocupó de publicarlo
y quedó manuscrito en España, adonde fue llevado, se supone, por el mencionado marqués.
6
El poema está compuesto por 1704 octavas reales en verso endecasílabo, agrupadas en 20
cantos, de acuerdo con el modelo de Torcuato Tasso. La octava real ya se había instalado en el ámbito
hispánico para la épica gracias al impacto modélico de las distintas traducciones que se sucedieron en
el siglo XVI, todas las cuales se hicieron en octavas reales (Kohut, 2014; Firbas, 2006; Pierce, 1961): la
de Juan de Mena de la Ilias latina (1519), la de Martín Lasso de Oropesa de la Farsalia de Lucano (c.
1541), las de Jerónimo de Urrea (1549) y Nicolás Espinosa (1555) del Orlando furioso de Ariosto, la de
Gregorio Hernández de Velasco de La Eneida de Virgilio (1555 y 1574), la de Juan Sedeño de la
Jerusalem libertada de Torquato Tasso (1587) y la de Os lusiadas de Luis de Camoes hecha por
Henrique Garcés en 1591.
El poema incluye un relato enmarcado entre los cantos XI y XVII, que tiene como epicentro el
conflicto entre las ciudades del Cuzco y Vilcabamba, escenarios de una historia de amor que involucra
a sujetos de diferentes jerarquías sociales. Recordemos brevemente lo que se narra en esos cantos: el
viejo general Pedro de Arana, uno de los personajes centrales de Armas antárticas pues quizás
convenga aclarar que el poema carece de un único héroe protagonista, descansa, junto a sus hombres,
5
Indudablemente el caso más afamado es el del chileno Pedro de Oña, becado por el virrey García Hurtado de Mendoza para
escribir El Arauco domado, obra que se imprimió en Perú en 1596. El móvil de su escritura había sido reformular la versión de
la historia contada en la tercera parte de La Araucana de Alonso de Ercilla (1589), que no dejaba bien parado a don García.
6
Jason McCloskey ofrece otra explicación para el olvido de este poema épico: encuentra que el texto es muy elogioso con
Magallanes, una figura heroica que representaba un problema político en el ámbito español. Suscribe la tesis de James
Nicolopulos, para quien Armas antárticas es tributario de Os Lusíadas (citado en McCloskey, 2013, p. 394).
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de un enfrentamiento con los piratas y aprovecha para narrar un «cuento» (octava 939). Relata cómo
dos hermanos Incas, Chuquiyupangui Inga y Chuquiaquilla, se habían enfrentado, tras lo cual el segundo
salió del Cuzco y se fortaleció en Vilcabamba. En el curso de las acciones, este último secuestró y tomó
por mujer a Curicoyllor, quien era la prometida de otro personaje, Chalcuchima. Luego de una serie de
peripecias, los amantes Chalcuchima y Curicoyllor lograron reunirse y el Inca Chuquiyupangui, del
Cuzco, nombró a Chalcuchima como su lugarteniente y perdonó a su hermano rebelde. No obstante,
este buscó vengarse por la pérdida de Curicoyllor e hizo que sus hombres matasen a Chalcuchima.
Curicoyllor, al ver a su amado muerto, se suicidó, y así pasó a engrosar las filas de las amantes
desdichadas que tienen en la Julieta de Shakespeare o en la Dido de Virgilio algunos ejemplos notorios.
Resulta de interés señalar que, frente a lo que podría ser exclusivamente una mitologización del
mundo indígena para llenar la materia amorosa del poema épico (Navascués, 2018), encontramos, por
el contrario, la inscripción de una historicidad conflictiva en tiempos del Incario. En el canto XI, por
ejemplo, cuando se explica el origen del enfrentamiento entre los dos hermanos Incas, resultan ser la
envidia y el infundado temor del gobernante, Chuquiyupangui Inga, «más hórrido y airado que una
fiera» (Miramontes, 2006, octava 1051), los que desatan la persecución de su hermano menor
Chuquiaquilla, descrito como «más virtüoso», «benigno», «prudente», «de nobles y plebeyos
respectado, / quisto, temido, obedecido, amado» (octava 991). Es la desconfianza y consecuente traición
del gobernante del Cuzco lo que motiva la necesidad de huir por parte de Chuquiaquilla y de refugiarse
en Vilcabamba, convirtiendo a esa ciudad prehispánica en la antagonista del Cuzco.
La representación en el poema de estos conflictos geopolíticos no hace más que desarrollar una
de las vertientes posibles de la escritura épica, si se atiende a la caracterización del género provista por
Raúl Marrero-Fente (2017):
…En el género de la épica están presentes otras formaciones discursivas, literarias y no literarias,
como la historia, la religión, el derecho, el discurso científico, la geografía, la protoetnología y la
cartografía, entre otras. La épica es un género discursivo complejo que contiene otros géneros,
literarios y no literarios, entre ellos: la poesía bucólica, la elegía, el elogio, los catálogos, los
romances, los temas caballerescos, la novela griega, la peregrinación y las digresiones eruditas
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(geográficas, mitológicas, históricas o jurídicas). También aparecen en los poemas épicos formas
discursivas no literarias como las probanzas y las relaciones jurídicas. Es decir, la épica sirve de
representación literaria de las principales ideas de la época. En la épica podemos ver también la
práctica de los principales modelos de escritura, desde la imitación, los préstamos, la reescritura,
los recursos tropológicos, hasta la mitología y sus interpretaciones alegóricas. (p. 13)
Es decir que la épica, entre otros atributos, tiene la particularidad de condensar distintas
formaciones discursivas, así como ideas, muchas veces heterogéneas, circulantes en una época
determinada. En este caso, la narración de la historia de amor colabora en la escenificación del
enfrentamiento entre dos ciudades, el Cuzco y Vilcabamba, que fueron vértices de los conflictos
geopolíticos en los años inmediatos a la conquista del Perú.
2. De la épica al drama dieciochesco
Elena Calderón de Cuervo (2011) sostiene que, en gran medida, la épica había sido un «manual
del buen gobierno», y ese era un «dato esencial de la categoría épica (…) que había inspirado tanto a
Homero como a Virgilio pero que se había perdido con la saga novelesca de los Orlando del
Renacimiento, de Ariosto, Boiardo y Luigi Pulci» (pp. 10-11). En relación con la historia que acabamos
de reseñar, es notable que esta materia narrativa, que nuclea una historia de amor con una perspectiva
regional de las urbes prehispánicas y una apreciación sobre el modo adecuado de ejercer el poder,
reaparezca en el célebre drama quechua Ollantay, una obra respecto de cuyos orígenes se ha discutido
mucho, pero que se considera un producto de la cultura colonial peruana, escrito en quechua aunque con
el alfabeto latino. Se han formulado diversas teorías respecto de una autoría letrada o un origen anónimo
y oral, así como alrededor de la cuestión de si es heredera de alguna forma dramática prehispánica o si
se trata, por el contrario, de una variante de las comedias del Siglo de Oro español.
En efecto, sintetizar las discusiones sobre el origen del drama puede resultar una tarea hercúlea,
pero señalemos, al menos, algunas opiniones de estudiosos del tema, aunque no sea más que para
desbrozar las principales vertientes del debate. Martin Lienhard (1992) sostiene que, al igual que textos
como Suma y narración de los Incas, de Juan de Betanzos, e Ynstrución del Inca Titu Cusi Yupanqui,
el Ollantay es producto de la época colonial y, por tanto, se gestó en un horizonte bi o pluricultural y
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guarda relación con «un tipo de espectáculo incaico de índole épica» que denomina «homenaje ritual al
Inca» (p. 146). Advierte, no obstante, elementos que hablan de una adaptación al gusto occidentalizado:
el final feliz, el purismo quechua, las secciones líricas, etc. Las diferencias que señala en relación con la
imagen de los incas en los otros dos textos se explican por el contexto sociopolítico de escritura del
drama (el siglo XVIII), aunque se aprovechan o reelaboran fragmentos épicos de los antiguos homenajes
rituales al Inca, que fueron conservados por la tradición oral o las mismas crónicas españolas. Las
palabras con las que cierra el capítulo merecen considerarse con atención:
Si bien el Ollantay no es incaico en un sentido estricto, se lo puede considerar, en cambio, como
drama neoinca, es decir, adaptado a los gustos europeizantes y a las reivindicaciones políticas de
la aristocracia indígena ilustrada que actualizaba así de modo ideológico su relación auténtica o
ficticia con el pasado incaico. El Ollantay, en tanto que obra literaria escrita pero basada al
menos parcialmente en tradiciones orales, constituye además un eslabón entre la permanencia de
la sociedad andina en una oralidad exclusiva y su apropiación progresiva de la escritura.
(Lienhard, 1992, p. 166; la bastardilla es nuestra)
Por su parte, Silvia Nagy (1994) sostiene que la creación del drama data de una fecha anterior al
siglo XVIII, posiblemente de principios del XVII. Apoya sus argumentos en la riqueza de la tradición
verbal sobre la vida y las proezas de Ollantay, su posible existencia en forma de cuentos y leyendas, o
bien en escenas dramatizadas. Reconoce elementos descriptivos del Ollantay que evocan con elocuencia
y lujo de detalles las mismas instituciones que son mencionadas en los Comentarios Reales de Garcilaso
de la Vega, por el vasto conocimiento con que se delinea la vida en la antigua sociedad incaica. Julio
Calvo Pérez (2006) niega la presunta autoría del cura Valdez y desecha la tesis «incanista», según la
cual la obra sería precolombina, tesis que sostuvieron Sebastián Barranca y Jesús Lara. En la línea de la
tesis hispanista, encuentra argumentos contundentes que vinculan el texto con el barroco español,
muchos de los cuales fueron defendidos, con anterioridad, por Bartolomé Mitre,
7
Ricardo Palma,
8
7
Sobre la polémica que tuvo lugar en La Nación de Buenos Aires y la opinión formulada por Mitre en 1881, a favor del origen
hispánico del drama, ver el apartado siguiente.
8
En ocasión de analizar la traducción del Ollantay efectuada por Constantino Carrasco, Ricardo Palma aprovecha para formular
sus apreciaciones sobre el origen de este drama quechua, que juzga producido en tiempos coloniales y no elaborado en la época
del Incario. Sus argumentos se apoyan en la organización de las escenas y la presencia de coros algo que lo vincula, a su
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Ricardo Rojas
9
y José María Arguedas.
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Su tesis se acerca a una posición híbrida, afín a las de Augusto
Tamayo Vargas y Ramón Menéndez Pelayo:
Sin menoscabo del barroquismo que encierra en su métrica y rima, en su estética general y en el
apoyo a la monarquía universal encarnada en la española, contiene elementos metafóricos
puramente autóctonos y la voluntad expresa de involucrar al mundo andino en la trama. (Calvo
Pérez, 2006, p. 199).
Otro estudioso del tema, Galen Brokaw (2006), toma distancia de la tesis incaísta, porque
Garcilaso no menciona ninguna obra de teatro autóctona y más bien parece tomar como modelo, como
buen humanista, los clásicos griegos y latinos. Brokaw no niega la existencia de representaciones de
orden dramático, pero afirma que consistirían, en todo caso, en rituales donde el canto y la danza eran
medulares, aunque no estaban fijados al modo de un texto teatral occidental. Ari Zighelboim (2008), por
su parte, considera llamativo el hecho de que los principales defensores de la antigüedad prehispánica
del Ollantay en el siglo XIX hayan sido viajeros extranjeros interesados en la nueva disciplina de la
arqueología, lo cual debilita, a su juicio, la tesis del origen incaico de la pieza. Por último, Rosella Martin
(2016), en la línea de César Itier (2006), considera a esta obra como una «transferencia cultural» (p. 98)
posterior a la conquista española y recupera la hipótesis que adjudica su autoría al cura Valdez (cerca
de 1782). En su perspectiva, es crucial el modo en que se construyen los personajes incas, a partir de
una imagen «fabricada y perfeccionada» (p. 98) por la literatura occidental a lo largo de los siglos XVII
y XVIII. Según esta crítica, en el pasaje de un continente a otro, se produjo un proceso de
resemantización de los antiguos señores del Perú, y así fue como la imagen de los incas cruzó dos veces
el océano: 1) para nutrir el imaginario europeo amante de lo exótico y 2) para alimentar las aspiraciones
juicio, con el teatro griego antiguo, la figura cómica de un gracioso al estilo del teatro español o el uso de la rima, impropio,
según dice, del verso quechua. Incluso aspectos como la falta de unidades de tiempo y lugar según los criterios clásicos
occidentales son interpretados por él como un intento deliberado de alejarse de los preceptistas clásicos europeos (Palma, 1906).
9
Nos ocupamos del Ollantay de Rojas en el próximo subtítulo.
10
Arguedas (2000) sostiene que el estilo del drama es occidental, a pesar de la presencia de elementos épicos y de la lengua
que pueden relacionarse con el universo quechua. Su análisis del uso de los pasajes líricos, así como de elementos de la
naturaleza para construir metáforas impropias de la tradición andina, refuerzan su hipótesis de que se trata de una obra tributaria
de la tradición occidental.
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de una parte de la población peruana en busca de su identidad. Queda claro, según este sintético
panorama, que el debate sigue abierto.
El personaje que en el poema épico de principios del siglo XVII se llama Chalcuchima y que,
recordemos, muere asesinado por el vengativo hermano del Inca, encuentra una variante en el célebre
Ollanta, de las tierras de los antis, la región conocida como Antisuyu. En opinión de Gordon Brotherston
(1997), el enfrentamiento entre Ollanta, proveniente de la región de los antis, donde estaba Vilcabamba,
y los incas del Cuzco representa un enfrentamiento sociopolítico que efectivamente tuvo lugar en
tiempos prehispánicos, en un proceso derivado de la expansión de la cultura inca, porque la economía
pastoril propiciada por el incario no era la más adecuada para la región de los antis: «resulta muy
significativo que de los cuatro suyus, el que más resistió a la conquista [de los incas], el Antisuyu de la
montaña y de los valles del alto Amazonas, era el menos adaptable al pastoreo de llamas» (p. 255).
También César Itier (2006) encuentra razones económicas y políticas para explicar la trama, que
en este caso tiene un final feliz, porque el segundo Inca es necesario recordar que en esta obra hay
dos gobernantes sucesivos en el Cuzco, padre e hijo perdona al enamorado Ollanta, quien se había
declarado en rebeldía, junto con la región de Vilcabamba, luego de que el primer Inca le negase la mano
de su hija, la bella Curicollor. Aunque César Itier se inclina por la hipótesis de la autoría de Antonio
Valdez y considere que el Ollantay, cuyo título original era Los rigores de un padre y generosidad de
un rey, es un producto emparentado con la dramaturgia del Siglo de Oro español, también acepta que la
obra toma «de la literatura oral autóctona lo esencial de su argumento y de los motivos que lo
constituyen» (p. 94). No obstante, afirma que la creencia en un Ollantay incaico o precolombino es un
«mito» y encuadra la producción de este verdadero clásico de las letras coloniales peruanas en la época
de las rebeliones del siglo XVIII. En su interpretación, y siempre en el marco de la economía del
virreinato, cobra peso la diferenciación entre las provincias maiceras y aquellas todavía insertas en un
sistema eminentemente pastoralista:
…propongo la hipótesis siguiente: el autor no habría hecho sino participar en una política general,
dentro de la Iglesia cuzqueña de la década de 1780, de elaboración de rituales de reconciliación
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entre las provincias maiceras que abrazaron la causa realista y las provincias donde
predominaba el pastoralismo que se sublevaron junto con Thupa Amaru (…) (Itier, 2006, p. 96)
De allí el significado del perdón concedido por el nuevo Inca al final de la obra, pues para lograr
esa reconciliación, resultaba fundamental el dominio por parte del clero criollo cuzqueño, al cual
pertenecía Antonio Valdés tanto del bilingüismo como de herramientas simbólicas tributarias de la
tradición autóctona. En su interpretación, el «episodio del perdón (…) pone (…) en escena la
reconciliación entre los rebeldes y el rey de España tal como fue celebrada el 27 de enero de 1782» (p.
86), es decir, luego del ajusticiamiento de José Gabriel Condorcanqui, alias Tupac Amaru II. En cuanto
a las alusiones a batallas y otros eventos históricos que aparecen en el Ollantay, Itier ubica esas
referencias en el siglo XVIII, no en la época incaica. Por ejemplo, la rebelión de Chayanta, que se había
iniciado en 1777 al norte de Potosí, en su fundamentada opinión, es el modelo para la representación de
una de las batallas de la obra dramática que nos ocupa.
Esta clase de lecturas permiten ver en este «drama épico», categoría en la cual lo incluye
Milagros Font Bordoy,
11
un claro ejemplo de la función de la materia épica como un modo de «pensar
sin conceptos», en el sentido que le dio a esta expresión Florence Goyet (2021): una forma de reflexión
no conceptual, estructurada sobre la base de las alianzas y oposiciones entre los personajes, los espacios
y lo que todos ellos representan.
3. Un Ollantay moderno
En un artículo ya clásico, Antonio Cornejo Polar (1994) reflexiona sobre la apropiación de las
letras coloniales en función de los proyectos nacionales y aunque centrado en el caso peruano, resulta
esclarecedor para nuestra argumentación. Cornejo Polar alude a la «ajenidad» (p. 651) de las letras
coloniales en relación con la cultura nacional por la evidente razón de que la construcción de las naciones
y, por tanto, de aquello que podemos llamar literaturas nacionales, es posterior a la instancia de la
colonia. Advierte que se trata de una «apropiación nacional» (p. 651) porque las flamantes naciones
hispanoamericanas fueron las que buscaron en el acervo de las letras coloniales los elementos para armar
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También Ari Zighelboim (2008) hace referencia al «contenido épico» de la obra.
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una genealogía, un linaje, una tradición. Por tanto, el emplazamiento de la literatura colonial dentro de
las literaturas nacionales hispanoamericanas es, en realidad, producto de una operación historiográfica.
Por supuesto, las construcciones historiográficas son siempre funcionales con respecto al momento en
que se realizan; estas seleccionan del pasado solo aquellos segmentos que les son socialmente útiles, los
organizan de una cierta manera y les confieren un significado relativamente concreto.
Un ejemplo notable de lo antedicho, porque involucra dos contextos nacionales distintos, es la
versión del Ollantay del escritor argentino Ricardo Rojas, nacido en Tucumán en 1882 y muerto en 1957
en Buenos Aires; célebre, entre otros motivos, por haber sido el responsable de la primera cátedra de
literatura argentina en la universidad de Buenos Aires, así como por haber escrito la primera historia de
la literatura argentina. Este autor tenía una propensión filológico-folclórica y antropológica y dedicó
varios ensayos y estudios a cuestiones relacionadas con la cultura indígena y su legado. Publicó, por
ejemplo, el ensayo titulado Eurindia (1924), donde esbozaba su teoría acerca del impacto de ese legado
indígena frente a posiciones más europeístas, que en gran medida eran tributarias del vanguardismo
internacionalista de la primera posguerra.
12
Esto se conjuga con las reflexiones sobre el nacionalismo
que habían proliferado desde los años del Centenario, es decir, desde la década de 1910, así como con
su peculiar posición en relación con la idea de la modernidad deseable para la Argentina.
13
En su propia
12
El libro Eurindia lleva por subtítulo Ensayo de estética sobre las culturas americanas. En realidad, las primeras versiones
de la obra aparecieron en 1922 en el suplemento dominical del diario La Nación, de Buenos Aires. La primera edición, española,
de 1924, estuvo a cargo de la casa Juan Roldán. La propuesta central de Eurindia es la valorización y consiguiente estímulo
para los creadores de diversas disciplinas artísticas, de las tradiciones americanas de raíz indígena, sin que ello implique una
suerte de indigenismo antioccidental, sino que, por el contrario, propicia su fusión con el inexcusable legado de las sucesivas
oleadas de inmigración europea. Es decir, una síntesis entre «indianismo» y «exotismo» (Rojas, 1951, p. 21). Para la perspectiva
de Rojas, la construcción del ideario nacionalista no podía obliterar la perspectiva americana: «En esa fusión reside el secreto
de Eurindia. No rechaza lo europeo: lo asimila; no reverencia lo americano; lo supera. Persigue un alto propósito de autonomía
y civilización. Persiguiéndolo, ha descendido por el análisis a lo profundo de nuestro ser nacional; pero lo argentino sólo es
una parte de lo americano: de ahí que este nacionalismo no es localista dentro del continente (…)» (Rojas, 1951, p. 128). La
ciudad de Buenos Aires tiene un rol esencial en esta síntesis, pues se convierte en el «espacio privilegiado del mestizaje a nivel
nacional e incluso continental, superando así la identificación negativa de la capital como cosmópolis [porque] la capital
presenta condiciones ideales para articular la tensión entre la fuerza centrípeta del NOA (que religa con el polo de la tradición
indo- o hispano-americana) y la fuerza centrífuga internacionalista/ cosmopolita, modernizadora y eurocéntrica (que tracciona
a Buenos Aires hacia Europa)» (Mailhe, 2017, p. 26).
13
Ricardo Rojas fue una figura protagónica del denominado «primer nacionalismo» o «nacionalismo cultural» argentino. Su
nacionalismo, de tendencia romántico-historicista, no iba reñido con una valoración favorable de las posibilidades de los
tiempos modernos. Ver Altamirano y Sarlo (1997, pp. 163-164 y pp. 189-191), Payá y Cárdenas (1978) y Bentivegna (2019).
Su propósito consistía en «constituir una tradición nacional basada en la herencia hispánica e indígena lo suficientemente fuerte
como para poder incorporar los nuevos aportes de la masa inmigratoria» (Martínez Gramuglia, 2006, p. 317).
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18
«Exégesis de la tragedia», que precede a su versión del Ollantay, explicita su distancia respecto de
aquellos que ofrecían otra visión de la cultura argentina:
Personas recién venidas a nuestro puerto suelen decir que la Argentina es europea y que nada
tiene de común con el resto de la América indígena. Grave jactancia es que un individuo reduzca
a su caso personal la conciencia histórica de todo un pueblo (…). (Rojas, 1939, p. 37)
Rojas escribió su libro Ollantay. Tragedia en los Andes en medio de los debates sobre la
modernidad y la identidad cultural, en 1939. El subtítulo, «Tragedia», traza vínculos, por un lado, con
el drama del siglo XVIII y, por otro, con la épica, si nos retrotraemos a la Poética de Aristóteles: para
el Estagirita, la tragedia y la epopeya estaban emparentadas al tratarse de las formas más nobles de la
representación.
14
El núcleo narrativo es el mismo que aparecía en la Miscelánea, en Armas antárticas y
en el Ollantay colonial peruano pero, lejos del final feliz de la obra dieciochesca, propone una conclusión
alternativa para este nuevo avatar de la historia, que fue representado en el Teatro Nacional en Buenos
Aires.
Conviene contextualizar la cuestión recordando que años antes, en la prensa argentina se había
recogido una polémica en torno del Ollantay, en la que intervino, por ejemplo, el expresidente Bartolomé
Mitre (1862-1868), autor de un estudio sobre la obra dramática quechua que se publicó en el diario La
Nación, en marzo de 1881. Mitre opinaba que era una obra tributaria del teatro del siglo de oro español:
es por su fondo, por su forma y por sus menores accidentes, un drama heroico de capa y espada,
cristiano y caballeresco, tal cual lo crearon Lope de Vega y Calderón. Tiene su rey, su barba, su
galán, su dama, su traidor, sus confidentes de ambos sexos, sus comparsas, sus amoríos, sus
14
Al decir de Aristóteles (trad. en 1999), «la epopeya corrió pareja con la tragedia solo en cuanto a ser imitación de hombres
esforzados en verso y con argumento; pero se diferencia de ella por tener un verso uniforme y ser un relato. Y también por la
extensión; pues la tragedia se esfuerza lo más posible por atenerse a una revolución del sol o excederla poco, mientras que la
epopeya es ilimitada en el tiempo, y en esto se diferencia, aunque, al principio, lo mismo hacían esto en las tragedias que en
los poemas épicos. En cuanto a las partes constitutivas, unas son comunes, y otras, propias de la tragedia. Por eso quien
distingue entre una tragedia buena y otra mala, también distingue entre poemas épicos; pues los elementos de la epopeya se
dan también en la tragedia, pero los de esta, no todos en la epopeya» (1449b). En otras secciones de la Poética, se reiteran las
similitudes entre la tragedia y la epopeya, que resultan comparables por la dignidad de los sujetos involucrados y las acciones
realizadas (aunque triunfa ligeramente la tragedia), comparación que no es posible con la comedia, porque el objeto de la
mímesis de este género (los sujetos sociales representados) es menos digno (1461 y 1462a).
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canciones, y para que nada le falte al respecto, hasta su gracioso, escudero y confidente burlesco
del galán. (Mitre, 1906, p. 263)
Según su razonamiento, no era posible que se lo hubiese representado delante de un Inca, porque
si ante él sus vasallos no podían ni levantar los ojos, era inadmisible que se representase un drama que
hablaba de traicionar la pureza del linaje real. Suscribía, en consecuencia, la tesis hispanista acerca del
origen del drama.
Unos años después, en 1923, llegó a Buenos Aires la Misión Peruana de Arte Incaico, dirigida
por el intelectual indigenista Luis E. Valcárcel y creada gracias al financiamiento de la Comisión
Nacional de Bellas Artes, financiamiento conseguido por el embajador argentino en Perú, Roberto
Levillier. Tres años más tarde, en 1926, se estrenaron dos óperas de temática incaica escritas por
compositores ítalo-argentinos: Corimayo, de Enrique Mario Casella, y Ollantai, de Constantino Gaito y
con libreto de Víctor Mercante. Como señala Vera Workowicz (2020), es posible ver, por un lado, el
interés que un espectáculo novedoso y a la vez geográficamente cercano generó en el ambiente artístico
argentino. Por otro, se observa el desarrollo de un arte nacional de corte americanista que intentaba
tomar esos elementos de la cultura nativa para «elevarlos» (p. 92) a la condición de arte universal a
través del género operístico.
15
Ricardo Rojas organiza un linaje para su obra cuando explica que el teatro nacional argentino
se había iniciado con el célebre Siripo de Lavardén, es decir, propone una genealogía de tema indígena
para el teatro nacional. Luego enuncia una serie de obras, entre ellas una titulada Túpac Amaru, de autor
anónimo. En su opinión, el Ollantay del siglo XVIII había traicionado la verosimilitud de la historia, al
presentar un Inca tolerante a la traición. Su versión apunta a restaurar la trama dándole un sentido
verdaderamente plausible: en el final, Ollanta es condenado a muerte, pues la traición a la pureza del
linaje inca no se podía perdonar. Resulta notable que Rojas considere que su interpretación está más
cerca de la verdad histórica o de lo verosímil, incluso al precio de apartarse del texto quechua que,
15
No hay que olvidar, además, el boom arqueológico en el sector andino, a comienzos del siglo XX.
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siempre según su opinión, falseaba la leyenda primitiva. Dice basarse en una versión oral, folclórica,
confirmada por datos arqueológicos, para restaurar el mito primigenio. Agrega:
Yo no podía prescindir de la verosimilitud, para lo cual necesitaba el concurso de la arqueología
y la filología, más no podía dejarme absorber por éstas. (…) Según mi propia doctrina estética
de Eurindia, yo debía fundir la más auténtica sustancia indígena en la más elevada especie
teatral creada por los griegos. (Rojas, 1939, pp. 12-13)
Si observamos ahora sus indicaciones para la representación,
16
establece allí que, antes de
empezar la obra y de alzarse el telón, debía escucharse una estrofa del Himno Nacional Argentino. Se
trata de la estrofa, que actualmente no se canta, que dice: «se conmueven del Inca las tumbas/ y en sus
huesos revive el ardor/ lo que ve renovando a sus hijos/ de la patria el antiguo esplendor» (Rojas, 1939,
p. 46). De este modo, procura demostrar que la leyenda de Ollanta sí guardaba relación con la tradición
nacional argentina, nada menos que por aparecer la mención a los Incas en la letra del Himno Nacional.
La reorganización de personajes, dos hermanos en Miramontes, padre e hijo en el drama del
siglo XVIII, desaparece en la versión de Rojas: hay un solo Inca. Y eso resulta lógico porque, si en su
concepción del incario no podía haber esa tolerancia a la transgresión, no eran necesarios los dos Incas,
al no haber un cambio de actitud que requiriese la aparición del segundo personaje para justificar la
modificación en la perspectiva de quien ejercía la autoridad. El Inca Yupanqui se mantiene firme y
cuando Ollanta, tras ganar una batalla, le pide como premio la mano de la princesa, le responde:
Premios te prometí; mas, la promesa
No fue jamás de quebrantar las leyes.
En las venas de Coyllur, la princesa,
Corre la sangre de los mismos reyes
Que fundaron el Cuzco: la sagrada
Sangre del Sol, la sangre de la Luna,
Que jamás de otra alguna
16
Aclaramos que el texto incluye la música compuesta por Gilardo Gilardi.
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Fue mezclada; y que no será mezclada
con la sangre del runa. (Rojas, 1939, p. 72)
La expresión «el runa» se refiere al hombre común, respecto de cuyo pedido el Inca no puede ser
flexible, porque eso desarticularía la legitimidad del linaje real. Es por esa razón que Rojas dice que
restauró el mito, la leyenda, y que le dio un sentido posible o verosímil. No obstante, al final hay una
solución en favor de la flexibilización de estos códigos socioculturales: Ollanta muere y la princesa es
desterrada, pero está embarazada, su sangre se mezcla con la de Ollanta, aunque ello no haya sido algo
autorizado por el Inca.
4. Reflexiones finales
Este breve recorrido por algunas de las reescrituras del núcleo argumental que tuvo su
concreción más célebre en el drama quechua Ollantay el que, por un lado, puede remontarse a las
crónicas de Indias o la épica colonial y, por otro, proyectarse hasta las operaciones identitarias del
nacionalismo cultural moderno pone en escena, una vez más, esa «recurrencia» que, al decir de Ana
Pizarro (1985), caracteriza a los materiales que se consideran propios de las denominadas «literaturas
indígenas»: su textualización a lo largo del proceso de la literatura latinoamericana, su presencia en
forma de un «continuo» que «va interfiriendo en su desarrollo con otros sistemas, que adoptan frente a
él distintas modalidades de apropiación» (pp. 25-26).
Asimismo, según se vio en las páginas que anteceden, muchos estudiosos consideran que la
materia narrativa básica, el núcleo argumental de todas esas reescrituras, puede remontarse a un origen
prehispánico, aunque atravesado, al conformarse los distintos textos que llegaron hasta nosotros, por los
códigos retóricos, genéricos y culturales vigentes durante la dominación hispánica o en épocas más
recientes. En ese sentido, es válido para los textos que analizamos lo que afirma Rubén Bareiro Saguier
(2010) en relación con el corpus de las literaturas amerindias: «Las condiciones de la represión colonial
y de la ejercida posteriormente por las sociedades nacionales son determinantes para entender su
gestación y el proceso de su evolución» (p. 29; el destacado es del autor).
Ahora bien, las «condiciones de la represión» (colonial y luego nacional) que Bareiro Saguier
(2010) identifica pueden tener puntos de contacto. En primer término, cabe revisar la función de la épica
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en la construcción de los imaginarios propios de cada región y momento. Por ejemplo, como bien lo ha
estudiado José Antonio Mazzotti (2016), no se puede separar la escritura de un poema épico como Armas
antárticas de la defensa de los sectores criollos, su agenda sociocultural y sus demandas políticas en la
Lima colonial. Incluso el recurso a material narrativo que podría provenir de fuentes orales indígenas,
como la triste historia de los amantes que reseñamos líneas arriba, no hace más que convalidar la
relevancia simbólica de la antigüedad americana como contrapeso a la tradición clásica europea, en un
gesto de apropiación que fue clave para legitimar lo que Mazzotti denomina la «limpieza de tinta» (p.
175), es decir, una operación de articulación entre la nación étnica criolla y la comunidad guerrera
representada en la épica.
17
Y aunque el corpus al que hace referencia no es el de la épica americana, es
válida, en este caso, la observación de Mijaíl Bajtín (1989) acerca de la representación de un pasado,
absoluto y cerrado, en el mundo del discurso épico, necesario para construir esa «distancia épica» (p.
464) que, muchas veces, otorga fundamento al relato de los orígenes.
18
Por otra parte, la dimensión comunitaria del discurso épico alcanza una nueva reformulación al
amparo del nacionalismo cultural que cobró volumen en los años del centenario de la independencia
argentina. No es casual, en efecto, que la polémica en torno al Martín Fierro de José Hernández y su
valor fundacional para la nacionalidad, protagonizada por figuras como Leopoldo Lugones y el mismo
Ricardo Rojas, tuviera como eje de discusión la dimensión épica del poema gauchesco. Como bien han
señalado Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (1997), incluso quienes se oponían a la clasificación del
poema como una obra épica partían del presupuesto de la relación entre la épica (nutrida por la poesía
17
Mazzotti (2016, especialmente capítulo 3). Cabe aclarar que Mazzotti emplea el concepto de identidad étnica «nacional» en
el sentido «arcaico y preilustrado» del término «nación», «sin afanes necesariamente independentistas, pero sí localizadamente
patriofílicos» (p. 9). Considera, asimismo, que es precisamente en el discurso épico «donde se cifran muchos de los ideales de
asimilación que las élites criollas y españolas ejercían sobre el resto de la población», en gran medida, gracias a la configuración
ideal de una «comunidad guerrera» y el marcado etnocentrismo «de un sector del discurso criollo que implícitamente insiste
en su superioridad espiritual sobre el resto de las "naciones" del espacio virreinal» (p. 177). Acerca de la relación de la épica
con la caracterización de una comunidad y sus valores, resulta ineludible remitirse a György Lukács (2010), para quien «En
sentido estricto, el héroe de la epopeya no es nunca un individuo. Tradicionalmente se ha entendido como característica esencial
de la épica que el objeto no se relacione con el destino de una persona en particular sino con el de una comunidad. Y con razón,
pues lo completo, lo cerrado del sistema de valores que determina el cosmos épico crean un todo demasiado orgánico para que
alguna de sus partes se vuelva tan cerrada y dependiente de sí como para descubrirse como una interioridad, es decir, devenir
personalidad» (p. 63). De allí la funcionalidad de la épica como discurso constitutivo de entidades supraindividuales: «La
importancia de un acontecimiento en un mundo así cerrado siempre es cuantitativa; la serie de aventuras en la que se manifiesta
este acontecimiento será significativa según el grado en que también lo sea para un complejo de vida orgánico: una nación o
un linaje» (Lukács, 2010, p. 64).
18
«El carácter absoluto, perfecto y cerrado, es el rasgo esencial del pasado épico valorativo y temporal» (Bajtín, 1989, p. 461).
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primitiva o popular), la raza y la nacionalidad (Altamirano y Sarlo, 1997; Dalmaroni, 2006, p. 91).
19
En
ese sentido, la épica también resultaba crucial para la operación legitimadora de mitos de origen.
En relación con lo antedicho, la constante resignificación de los materiales narrativos cuya
recurrencia y diversas modulaciones sintetizamos en las páginas previas, los acercan a la dimensión del
mito, ese lenguaje que, como acertadamente observa Roland Barthes (2012), es siempre un producto
histórico y no algo inherente a la naturaleza: «el mito es un habla elegida por la historia: no surge de la
naturaleza de las cosas» (p. 200). Al ser considerado un lenguaje, «es muy posible trazar lo que los
lingüistas llamarían las isoglosas de un mito, las líneas que definen el espacio social en que es hablado»
(Barthes, 2012, p. 246). Siguiendo este razonamiento, los amores entre Curicollor y Ollanta (en sus
diversos avatares), han encontrado en la Sudamérica de habla hispana diversos contextos sociohistóricos
donde adquirieron nuevos sentidos al expresarse en formas siempre renovadas, como si se tratase de
rasgos dialectales de un lenguaje mítico común.
Las «isoglosas» de este mito, para usar la terminología barthesiana, tienen la peculiaridad de
atravesar al menos dos contextos nacionales diversos, el peruano y el argentino, traslación que, desde
luego, implica una resignificación. En el caso peruano, el mito y su distancia épica legitiman un pasado
prestigioso, en el marco de una escritura colonial funcional a la agenda criolla y sus operaciones de
diferenciación respecto de la metrópoli, y pasarán luego a nutrir el ideario neoinca del siglo XVIII, con
todas sus connotaciones políticas. En el caso argentino, se procura satisfacer la necesidad de generar
«nuevos mitos» para enfrentar «la era de la política de masas» en la modernidad (Altamirano y Sarlo,
1997, p. 163).
Si las resignificaciones de este mito hablado en distintos momentos históricos y en diversos
contextos territoriales son, quizás, más fácilmente comprensibles cuando se comparan los textos
peruanos de los siglos XVII y XVIII, las variaciones del tema en la Argentina del siglo XX adquieren
un sentido realmente singular. Es evidente que el proceso de apropiación de la trama del Ollantay en
función de la historiografía literaria y cultural argentina se dio a la sombra tanto del historicismo
19
Para una revisión clásica del debate sobre el carácter épico del Martín Fierro a partir del análisis de la encuesta que formuló
en 1913 la revista Nosotros, inspirada por las apreciaciones de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, véase el capítulo «La
fundación de la literatura argentina» (Altamirano y Sarlo, 1997, en pp. 201-210).
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romántico decimonónico como del repertorio doctrinario e ideológico de la filología, que había
impulsado la conversión del gaucho Martín Fierro en un héroe épico edificante, así como la fundación
de la literatura nacional. El peso simbólico de la épica se advierte mejor cuando se observa que Rojas,
quien le otorgaba dimensiones épicas al Martín Fierro, aunque por razones diversas a las de Lugones,
colocaba a «los gauchescos» en el punto inicial de su Historia de la literatura argentina, asignándole a
esos textos tanto el valor de la autenticidad local como el prestigio de los orígenes, en desmedro de la
Colonia.
La incorporación de los textos coloniales en la narrativa historiográfica de las literaturas
nacionales es, por cierto, otro problema que se vincula con los asuntos expuestos hasta aquí. En el caso
peruano, son conocidas las discusiones en torno al origen de la literatura nacional, con posiciones como
la de José Carlos Mariátegui, fundada en el ineludible aspecto lingüístico, para quien la literatura
nacional peruana se nutría tanto del idioma español como de la herencia cultural de la Colonia.
20
Incluso
el legado indígena era, a ojos de Mariátegui, tributario de los procesos de recopilación y traducción
coloniales, lo cual implicaba diversas formas de intervención por parte de los traductores, copistas,
lexicógrafos, etc. Por su parte, Luis Alberto Sánchez (1989) reivindicaba la inclusión de las literaturas
indígenas como parte de una historia de la literatura nacional, justamente como reacción frente al exceso
de culto a la Colonia por parte de los historiadores de la literatura peruana de perfil más conservador.
Aducía que había existido una «rica floración literaria» en la etapa prehispánica, «aunque sin litterae»
(pp. 46-48). Entremedio de estas discusiones estaba la polémica acerca del criollismo como eje de la
literatura nacional: identificado como una rémora de la Colonia y superviviente en la literatura nacional
20
Afirma Mariátegui (2007): «Es el idioma el fundamento de la literatura nacional, necesariamente es el español. La literatura
nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de irrenunciable filiación española. Es una literatura escrita, pensada y
sentida en español, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia del idioma, la influencia indígena sea en algunos casos
más o menos palmaria e intensa. La civilización autóctona no llegó a la escritura y, por ende, no llegó propia y estrictamente a
la literatura, o más bien, ésta se detuvo en la etapa de los aedas, de las leyendas y de las representaciones coreográfico teatrales.
(…) La lengua castellana, más o menos americanizada, es el lenguaje literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad
cuyo trabajo de definición aún no ha concluido. (…) El ciclo colonial se presenta en la literatura peruana muy preciso y muy
claro. Nuestra literatura no sólo es colonial en ese ciclo por su dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su
subordinación a los residuos espirituales y materiales de la Colonia» (pp. 196- 200).
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de la época independiente, era, para Mariátegui, un factor que se sumaba a aquellos otros,
socioeconómicos y culturales, que convalidaban la necesidad del indigenismo.
21
En el caso argentino, la situación tampoco se desligaba de una relectura de la Colonia, que era
vista como el equivalente a un medioevo americano, cuya construcción simbólica, como bien estudió
Amanda Salvioni (2003), fue estratégica para el nacionalismo histórico-cultural. En efecto, la
descripción e interpretación del sentido histórico de la época colonial americana replicó, en gran medida,
el uso de categorías e imágenes que en Europa habían sido empleadas para la representación de la Edad
Media en la construcción, sostenida en la historia y la filología, de las tradiciones nacionales: desde su
concepción como una era de oscurantismo hasta la idealización heroica de una edad considerada
fundacional, con todos sus matices intermedios (Salvioni, 2003). La peculiaridad estaba dada porque la
operación fue doblemente compleja, puesto que, como ocurre en este caso, se buscó en otros territorios
nacionales la concreción de un pasado prestigioso que otorgara legitimidad y distancia épica a la fábula
de los orígenes culturales de la nación. La operación de Rojas con su Ollantay, no exenta de antecedentes
locales,
22
consistió, precisamente, en difuminar las fronteras de dos naciones modernas en busca de un
pasado que respondiera, a la vez, a la seducción del mito y a los rigores del cientificismo al que aspiraban
la filología, la arqueología y el folklore. Parafraseando a Cornejo Polar, con quien iniciamos el apartado
anterior, podría decirse que, en esta ocasión, la «apropiación» de las letras coloniales por parte de la
literatura nacional argentina y, con ellas, de las denominadas «literaturas indígenas», se produjo
sorteando dos formas de «ajenidad»: la sociohistórica y la territorial.
21
Sobre antecedentes en la apropiación del elemento cultural indígena por parte de la construcción identitaria de la nación
peruana independiente, véase Quijada (1994).
22
Quizás uno de los casos más notables haya sido el de Vicente Fidel López, quien remontaba los orígenes de la nacionalidad
argentina al pasado incaico en su libro sobre las razas arias del Perú, publicado en París, en francés, en 1871. Ver Quijada
Mouriño (1996) sobre este tema.
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