Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe

Vol. 20, No. 2, junio-diciembre, 2023

A la sombra de los mangos. Frontera(s), raza y nación en República Dominicana

Número temático (artículos científicos) (sección arbitrada)

A la sombra de los mangos. Frontera(s), raza y nación en República Dominicana

In the Shade of the Mango Trees. Border(s), Race and Nation in the Dominican Republic

À sombra das mangueiras. Fronteira(s), raça e nação na República Dominicana

Catherine Bourgeois *
Investigadora independiente, Ciudad de México, México

A la sombra de los mangos. Frontera(s), raza y nación en República Dominicana

Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 20, núm. 2, e56252, 2023

Universidad de Costa Rica

Recepción: 13 Febrero 2023

Aprobación: 03 Julio 2023

Resumen: Este trabajo ofrece un análisis crítico de las aplicaciones de las nociones de fronteras, raza y nación en la República Dominicana. Se centra en un estudio socio-antropológico, con un enfoque tanto histórico como contemporáneo, realizado en la zona fronteriza dominico-haitiana norte entre 2007 y 2021. A través de la revisión de la literatura especializada, de los archivos parroquiales en la región fronteriza, testimonios y entrevistas con habitantes de la frontera, este trabajo describe y analiza el proceso de construcción de la nación dominicana en la frontera y su relación con Haití. Analiza también el discurso nacionalista antihaitiano y sus efectos tanto históricos como actuales en las políticas migratorias dominicanas, así como sus efectos en la vida de miles de personas migrantes y también dominicanas de ascendencia haitiana.

Palabras clave: Frontera dominico-haitiana, Haití, nacionalismo, migración, discriminación.

Abstract: This work offers a critical analysis of the applications of the notions of borders, race and nation in the Dominican Republic. It is based on a socio-anthropological study, with a historical and contemporary approach, carried out in the northern zone of the Haitian-Dominican border between 2007 and 2021. This article describes and analyzes the process of construction of the Dominican nation on the border and its relationship with Haiti. It also analyzes the anti-Haitian nationalist discourse and its historical and current effects on Dominican immigration policies, as well as its effects on the lives of thousands of migrants, and Dominicans of Haitian descent.

Keywords: Dominican-Haitian border, Haiti, nationalism, migration, discrimination.

Resumo: Este trabalho oferece uma análise crítica das aplicações das noções de fronteiras, raça e nação na República Dominicana. Baseia-se em um estudo socioantropológico, com enfoque histórico e contemporâneo, realizado na zona norte da fronteira Haiti-Dominicana entre 2007 e 2021. Este artigo descreve e analisa o processo de construção da nação dominicana na fronteira e sua relação com o Haiti. Também analisa o discurso nacionalista antihaitiano e seus efeitos históricos e atuais nas políticas de imigração dominicanas, bem como na vida de milhares de migrantes, e de dominicanos de ascendência haitiana.

Palavras-chave: Fronteira Dominicana-Haitiana, Haiti, nacionalismo, migração, discriminação.

Tan cerca y tan lejos - preámbulo

República Dominicana, 1º de febrero de 2023. La Cervecería Nacional Dominicana saca un comercial para su cerveza Presidente con el hashtag #PlátanoPower apoyando al equipo dominicano que participa en la Serie del Caribe, competición regional de béisbol. Las redes sociales se encienden: si unos cuantos saludan y felicitan el comercial, otros gritan que dicho comercial no representa a la República Dominicana sino a Haití, argumentando que tanto la vestimenta (entre ella, un pañuelo rojo) y la música (de la cantante dominicana Rita Indiana) hacen referencia al país con el que la República Dominicana comparte una isla en el Caribe.

Días antes, varios medios de comunicación hicieron eco de las supuestas inquietudes de políticos y empresarios dominicanos ante la situación de Haití. Llamaron a una intervención internacional para controlar el auge de la violencia en Haití y frenar la migración hacia el territorio dominicano, alegando que este “éxodo podría superar en números el total de todas las poblaciones dominicanas en la línea fronteriza” (Pérez, 30 de enero de 2023, párr. 6). Otros artículos se refieren a Haití como el “principal factor externo de desestabilización” para la República Dominicana argumentando que la población haitiana es “flotante, sin cultura de apego a las leyes, costumbres y valores nacionales, [y por ello] ejercerá de forma natural una presión para lograr mejores modos de subsistencia, una demanda extraordinaria para la cual este país no está preparado” (Listín Diario, 29 de enero de 2023, párr. 6). Políticos de la extrema derecha dominicana tienen columnas de opinión y entrevistas en medios de comunicación con difusión nacional, espacios en los cuales subrayan la urgencia de seguir construyendo el muro fronterizo (Castillo Semán, 29 de enero de 2023), mientras algunos intelectuales dominicanos que trabajaron toda su vida académica denunciando la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo1, en la actualidad anhelan el “orden” impuesto en aquella época que mantenía el control de la migración haitiana (Vega, 31 de enero de 2023).

El 11 de noviembre de 2022, el actual presidente dominicano Luis Abinader2 emitió el Decreto 668-22 a través del cual “se dispone que la Policía Nacional establezca una unidad especializada para la prevención y persecución de las invasiones y ocupaciones irregulares de la propiedad privada y del Estado” (art. 1) para someter “a la justicia … aquellos extranjeros que participen en ocupaciones ilegales de terrenos de propiedad privada o propiedad del Estado” (art. 2), que se proceda a “su expulsión del país” (art. 3) y que “se instruya a los consulados de la República Dominicana establecidos en los países de origen de los ciudadanos extranjeros [que violen este decreto] a establecer un registro particular [para que] no puedan optar jamás por ningún tipo de visado o permiso de entrada al territorio de la República Dominicana, así sea en calidad de turista o de residente” (art. 4). Este decreto dio paso a una oleada de controles en espacios públicos y privados ejecutados por la Policía Nacional y la expulsión de miles de personas haitianas3 por la Dirección General de Migración (DGM), sin que se verificara su documentación, separando a familias y en violación total de los derechos humanos (Hu y Dupain, 21 de noviembre de 2022).

Pocos días antes de la Semana Santa de 2022, las autoridades de San Pedro de Macorís (en el este de la República Dominicana y zona de alta producción azucarera) prohibieron las celebraciones del gagá4 dentro del casco urbano, oficialmente para evitar agresiones y muertes (Hoy, 11 de abril de 2022), mientras en medios de comunicación radial se decía que el objetivo era prohibir celebraciones “satánicas”. En otoño de 2021, el Ministerio de Interior y Policía implementó medidas restrictivas contra mujeres migrantes para limitar su acceso al sistema de salud pública, por un lado, y por el otro, prohibir la entrada al territorio nacional a mujeres en situación irregular a partir del sexto mes de su embarazo. Aquellas medidas dieron paso a numerosos controles en hospitales públicos y centros de salud dominicanos, el arresto y la deportación de decenas de mujeres embarazadas o recién aliviadas (OBMICA, 2021).

En abril de 2021, sectores empresariales dominicanos, con el apoyo de políticos conservadores y de la extrema derecha, denunciaron un intento de “desvío” de las aguas del Río Masacre5 (CDN, 27 de abril de 2021) por parte del Ministerio de Agricultura de Haití, cuando en realidad se trataba de la construcción de un canal de riego como “parte del uso equitativo de los recursos hídricos compartidos por los dos estados” (Pérez Hogla, 27 de mayo de 2021, párr. 5). En marzo de 2021, el gobierno dominicano anunció la construcción de un muro fronterizo con el fin de disminuir la migración “irregular” hacia el país y controlar el tráfico de drogas y demás mercancías ilegales. Hasta la hora, han levantado un muro con verja ciclónica sobre un poco más de 50 kilómetros y la construcción del muro acaba de entrar en su segunda fase. Los intentos para controlar la frontera son casi tan viejos como la frontera misma.

La lista de este tipo de noticias es larga. Haití está omnipresente en la vida dominicana y no hay un solo día del año en que no se publique una noticia u opinión sobre el país vecino y/o la población migrante haitiana en República Dominicana.

Todo lo anterior es representativo de la relación antagónica que tiene la República Dominicana con Haití desde hace más de 100 años. También es representativo de lo que está en juego en la República Dominicana desde su independencia: la construcción y sobre todo la consolidación del estado dominicano alrededor de la idea de la inseparabilidad entre la población, la cultura, el idioma y el territorio dominicanos pensados como totalmente diferentes del pueblo haitiano y su cultura. Las medidas implementadas por el gobierno de Luis Abinader (2020-actualidad) responden a la voluntad de mantener la distancia con Haití y de “controlar” la migración haitiana en el país –esfuerzos que no son solo de este gobierno, sino que remontan a décadas atrás–. Esta política migratoria se apoya en un discurso ampliamente difundido, compartido y reproducido en el seno de la población dominicana, y que presenta a Haití y su población como un problema para la economía, la salud, el territorio y la cultura dominicana (Bourgeois, 2016; Lozano, 2008). Este discurso está tan presente en la sociedad dominicana, y da lugar a tantos actos de discriminación y violencia hacia la población migrante haitiana y dominicana de ascendencia haitiana en todos los ámbitos sociales, que se puede hablar de “antihaitianismo”6 –una forma de racismo y xenofobia que se concentra en la figura del país vecino y su población–.

Todos los elementos anteriores se inscriben en una historia larga que remonta a la segunda mitad del siglo XIX cuando los dos países que comparten la isla se lanzaron en su construcción y consolidación como estados nación. El primer punto, como se verá más adelante, fue el control de la frontera espacial entre ambos territorios. Pero las fronteras no son solamente territoriales; también son sociales, étnicas, raciales, lingüísticas y simbólicas. Tampoco son inmóviles y fijas sino más bien amovibles. Las fronteras son el resultado de un proceso de construcción espacial, política, social, cultural y memorial por parte de grupos o potencias que las movilizan en función de sus intereses, de las coyunturas y de las épocas.

Este artículo se propone describir y analizar el proceso de construcción nacional y el proceso de fronterización (Grimson, 2003) en la isla, abordando así los procesos de construcción de una frontera política, y también de las fronteras sociales, étnicas y raciales. Para ello, se articulan los enfoques antropológicos e históricos para dar cuenta de la historicidad de las interrelaciones de personas y territorios a partir de la combinación de las dimensiones espaciales y temporales con las subjetividades sobre ciertos momentos históricos. De manera que este trabajo ofrece un análisis crítico de las aplicaciones de las nociones de fronteras, raza y nación en el corazón del Caribe, la República Dominicana. El caso de una isla dividida en dos es tan poco común que merece toda nuestra atención, y también nos ayuda a entender la realidad de otros países del Caribe continental que actualmente son atravesados por nuevos flujos migratorios que, de alguna manera, “perturban” o cuestionan las configuraciones relacionales locales.

Este artículo se centra en una etnografía llevada a cabo entre 2007 y 2011 en la región fronteriza norte entre Haití y la República Dominicana, y que ha sido actualizada desde entonces a través de varias estancias de campo en la zona entre 2016 y 2021. Se trata de una investigación multisituada en ambos lados de la frontera, enfocada en la construcción de las fronteras sociales y simbólicas, y en las configuraciones relacionales dominico-haitianas locales en una perspectiva tanto contemporánea como histórica. El acercamiento al proceso histórico de la construcción de la frontera se hizo a través de la revisión de la literatura especializada, complementada por el estudio de los archivos de la parroquia de Dajabón (en el norte de la franja fronteriza dominicana) y largos diálogos con lugareños de ambos lados de la frontera. En particular se realizaron entrevistas con sobrevivientes de la masacre de 1937 (cf. infra) y con familiares de sobrevivientes, a través del estudio de sus genealogías. Se realizaron numerosas caminatas con ellos para visualizar espacios, casernas, parcelas, pirámides fronterizas, monumentos nacionales. Y en este recorrido hacia el pasado y a la sombra de los mangos que pueblan toda la región, conversamos.

Dos colonias en una isla

La división de la isla en dos partes (este y oeste) es el resultado de un largo proceso que empezó durante la colonización de esta isla del Caribe por España y Francia. La isla fue colonizada primero por los españoles (a partir de 1492) hasta la llegada de los franceses durante el siglo XVI. En la isla de Ayiti7, como en otros lugares del Caribe insular, la colonización es sinónimo del exterminio de la población indígena en apenas unos 50 años, y de la implementación del sistema esclavista desde África para las plantaciones. La sociedad colonial española, y luego francesa, se organizaron sobre la base de una estratificación socio-racial (Franco, 1970): se crearon diferentes categorías que reflejaban a la vez los distintos grados de pigmentación de la piel y también estatus sociales; y con base en esas categorías se organizaban las relaciones sociales (Bourgeois, 2013).

Durante el siglo XVII, la presencia francesa en la parte occidental de la isla fue creciendo hasta ocupar buena parte del territorio. Si bien se reconoció esta presencia en 1697 (Tratado de Ryswick), no fue hasta 1777 cuando Francia y España se repartieron el territorio insular y firmaron un acuerdo sobre los límites de cada territorio en ambos lados de la isla, marcando por primera vez la frontera (Tratado de Aranjuez). Esta división espacial dio paso a las primeras diferencias entre las dos partes de la isla en cuanto al sistema esclavista impuesto, las actividades económicas desarrolladas, la relación al territorio, y la relación entre las colonias y sus respectivas coronas (Théodat, 2003, pp. 44-46). Aquello favoreció, poco a poco, un proceso de distanciación entre las dos colonias y procesos de creolización8 diferentes en cada una de ellas.

En términos de composición y estructuras sociales, las dos colonias de la isla eran bien diferentes. La colonia española de Santo Domingo (parte oriental de la isla) ya no era la “tierra prometida” como 200 años atrás. El declive de la economía de plantación, la emigración de muchos colonos hacia el continente dejando grandes tierras en abandono, y el cimarronaje hacia las montañas favorecieron, ya para finales del siglo XVII, la emergencia progresiva de una sociedad compuesta de ganaderos, pequeños agricultores blancos, y personas libres de color que formaron un campesinado independiente (Turits, 2007, p. 53). A partir del siglo XVIII, gracias al cambio en el modelo esclavista practicado en la colonia española y a la disminución del número de esclavos, y gracias también a una cierta proximidad entre los libres, los cimarrones y los pequeños agricultores blancos, se redujo poco a poco, en la vida diaria, el significado de las categorías raciales en los sectores populares (Turits, 2007, p. 55). Esta práctica de “asimilación” menos aferrada al color de la piel llegó progresivamente a la capital de la colonia donde, a pesar de la existencia oficial de una jerarquización socio-racial y de la oposición de los funcionarios blancos, las fronteras raciales se habían vuelto, en la práctica, más porosas –permitiendo así a personas mulatas ser parte de las principales instituciones coloniales (ejército, iglesia, etcétera)9.

En la colonia francesa de Saint-Domingue (parte occidental de la isla), las producciones de azúcar, café y algodón eran las actividades económicas de predilección, y las mercancías se expedían hacia la metrópoli y toda Europa. Francia consideraba su colonia como “la perla de las Antillas” y hubo una importante emigración francesa hacia allá. La esclavitud jugó un papel fundamental en la economía local y en términos de estructura social, la colonia francesa era muy diferente a su vecina española. Existía una estricta separación entre los blancos y los esclavos negros, reforzada por el sistema jurídico del Code Noir10. La población se repartía en tres grupos: los blancos (militares, dueños de plantaciones, comerciantes, entre otros) dominando un importante número de esclavos, pequeños artesanos y trabajadores domésticos, y entre los dos grupos se encontraban los libertos, los negros libres y los pequeños blancos (Théodat, 2003, p. 59). A finales del siglo XVIII, la colonia francesa contaba 30 000 blancos (funcionarios, artesanos, terratenientes, soldados), 40 000 mulatos libres (comerciantes y soldados) y 500 000 esclavos (Franco, 2007, p. 77).

La región fronteriza durante la colonia

En términos de relaciones entre las dos colonias, la frontera sirvió primero de barrera entre los imperios coloniales, y los conflictos armados en Europa también se reflejaban en la isla. Luego, las relaciones fueron marcadas por la complementariedad económica con intercambios de bienes y mercancías entre ambas colonias –precisamente en la zona fronteriza norte (de Jesús Cedano, 2007, p. 184). Este comercio creció de manera considerable cuando se fijaron los límites territoriales en 1777 (Moya Pons, 2009, pp. 152-153). En términos sociodemográficos, la región fronteriza española estaba, en esa época, esencialmente poblada por pequeños agricultores y ganaderos, colonos y criollos, y cimarrones que se habían refugiado en las montañas y se dedicaban a la ganadería y agricultura. Esta región contrastaba con las demás regiones de la isla por su importante economía ganadera, la relativa pobreza de los agricultores y la baja densidad de población. La conjunción de estas características particulares favoreció, a nivel local, un cierto grado de colaboración y de mixidad entre cimarrones y pequeños agricultores españoles (Derby, 1994). Sin embargo, desde el punto de vista de las dos administraciones coloniales, la región fronteriza era una zona que escapaba de su control.

Dos países en una isla

La colonia francesa de finales del siglo XVIII está marcada por la revuelta de los esclavos en 1791 a la que se unieron libertos, terratenientes y oficiales de color, tomando las armas contra el poder colonial. La colonia promulgó su autonomía en 1801 y el 1º de enero de 1804 los antiguos esclavos declararon la independencia de la República de Haití. Pagaron durante mucho tiempo este levantamiento tanto económica como políticamente ya que el país fue apartado de la escena internacional por los países occidentales que querían evitar otras revueltas de esclavos. El no-reconocimiento de la independencia haitiana por las demás naciones, así como la imposibilidad de garantizar su soberanía en el territorio insular11 contribuyeron a reforzar “la cohesión nacional” haitiana (Théodat, 2003, p. 75). En este contexto, la frontera se volvió un obstáculo para la soberanía y se necesitaba suprimirla. Eso dio paso a varios intentos para anexar la colonia de Santo Domingo y hacerse de las tierras cultivables del este para reactivar la economía haitiana (Théodat, 2003, p. 61). Finalmente fueron los mismos hispano-dominicanos quienes expulsaron a los franceses de su territorio en 1809 y pidieron su re-anexión a España, lo cual permitió de nuevo el comercio entre ambos lados de la isla.

En 1821 la elite de Santo Domingo proclamó su independencia y buscó la protección de otro país (Moya Pons, 2009). Los ganaderos y agricultores que comerciaban con Haití votaron a favor de la anexión a la República de Haití en 1822. La unificación de la isla permitió, al principio, un acercamiento entre las dos antiguas colonias, pero algunas reformas sociales, económicas, políticas y culturales impuestas por el gobierno haitiano aumentaron las distancias entre las dos poblaciones. Sintiéndose como ciudadanos de segundo rango y teniendo aspiraciones independistas, los hispano-dominicanos declararon su independencia en 1844. Sin embargo, una parte de la élite dominicana pidió la re-anexión a España (1861). Esa duró poco tiempo, ya que se llevó a cabo una guerra para restablecer la independencia entre 1863 y 1865.

Dos naciones en una isla

Con la restauración de la independencia dominicana en 1865, las tensiones entre ambos países de la isla disminuyeron. Cada país se centró en el desarrollo de su economía: contrajeron préstamos en el extranjero y favorecieron la inmigración e inversión extranjeras. República Dominicana recibió canarios, libaneses, sirios, italianos, puertorriqueños, cubanos, chinos que desarrollaron la agricultura de exportación y el comercio. También contrató a antillanos anglófonos y haitianos como mano de obra barata para sus plantaciones (Moya Pons, 2009, p. 173). El Estado dominicano facilitó la llegada e instalación de los primeros con ayudas fiscales y financieras, pero limitó la instalación e integración de los segundos que solo debían ser trabajadores estacionales. Por tanto, se favoreció a la inmigración blanca, aumentando así un poco más la distancia entre la población dominicana y la población haitiana en términos raciales y económicos12. Para Haití, las cosas fueron netamente más complicadas porque el país no lograba atraer inversionistas13 ni desarrollar su economía de la misma manera que su vecino.

Durante este periodo, los dos países se enfocaron también en su construcción como Estados nación haitiano y dominicano. Esta construcción se llevó tanto a nivel intelectual (construcción de la identidad nacional) como práctico (fortalecimiento y control de las zonas fronterizas para garantizar el territorio nacional). La manera en que ambos países se construyeron en términos de identidad nacional revela un deseo de distanciación, al menos en parte, de un “otro” (Barth, 2008).

En el caso de Haití, la identidad colectiva se formó principalmente en oposición al antiguo colonizador francés a través de varios actos simbólicos en el momento de la Revolución haitiana e independencia política –por ejemplo, el hecho de elegir el nombre taíno de la isla como nuevo nombre para la nación haitiana (Célius, 2006, p. 171)–. Así establecieron una suerte de vínculo entre la población indígena exterminada y el pueblo haitiano, continuidad a la vez en la lucha contra el poder colonial y en el uso de la tierra. De manera que: “Haití renace con toda la historia y toda la memoria de la isla, encarnadas legítimamente por un nuevo pueblo (los haitianos)” (Célius, 2006, p. 172). Marcaron también su oposición a Francia a través de la expulsión y luego la masacre de los blancos en 1804. No obstante, eliminar a los blancos del paisaje nacional no fue suficiente como para eliminar la discriminación racial y unificar a la población en un proyecto nacional (Hurbon, 2010). Además, el nuevo Estado también tuvo que bregar con una campaña de difamación y descrédito desarrollada por los países europeos y Estados Unidos que querían frenar los deseos independistas de las colonias vecinas y de los esclavos. Los países occidentales se emplearon a describir a Haití como un país “bárbaro … déspota, … un modelo de reflujo de la ‘civilización’” (Hurbon, 2010, p. 92) y movilizaron todo un discurso racista muy de moda en la época. En respuesta, el Estado haitiano se empeñó en “crear” una negritud positiva: las élites haitianas tenían como tarea producir obras literarias y científicas para rehabilitar a los negros. También se rechazaron las prácticas y los cultos tradicionales considerados como un freno “al reconocimiento de la dignidad del pueblo haitiano como pueblo ‘civilizado’” (Hurbon, 2010, p. 93) y se mantuvo a las masas populares al margen de la escena política. La “negritud como herencia”, según la fórmula de Laënnec Hurbon, se volvió un punto de referencia para la identificación colectiva, pero esta nueva forma de negritud era la de la élite y no logró unificar las distintas clases sociales haitianas.

En el caso de la República Dominicana, el periodo de consolidación política y económica del Estado a finales del siglo XIX también fue propicio para la emergencia de un discurso nacionalista14. El primer elemento que logró federar a los sectores más influyentes de la población dominicana fue la defensa del territorio y la representación de Haití como “el enemigo” exterior. A finales del siglo XIX, los deseos de fijar la identidad nacional dominicana se hicieron más presentes en la sociedad local. A la lengua española y al catolicismo definidos como puntos de referencia de la identidad dominicana (Hoetink, 1994, p. 123), se sumaron otros elementos resultando de las relaciones de poder entre los diferentes sectores de la sociedad, y también de un trabajo de selección por parte de historiógrafos e ideólogos de la época. Por un lado, en este “juego de poder”, la región central del Cibao (donde se concentraban la mayoría de las riquezas y las actividades agrícolas y comerciales, así como el porcentaje de blancos más alto del país (Cassá (t. 2), 1997) y la cultura cibaeña (con sus costumbres y su agricultura tradicional de café, tabaco y cacao) se volvieron otros referentes para la identidad nacional dominicana (Hoetink, 1994, p. 125). Por otro lado, la identidad nacional dominicana se construyó con base en el trabajo de historiógrafos fuertemente marcados por el indigenismo y el hispanismo de esa época. A través de la literatura romántica celebrando las revueltas indígenas del periodo colonial15 y a través de la toponimia, establecieron, al igual que sus vecinos, un vínculo entre los indígenas desaparecidos y el pueblo dominicano. También hubo un importante trabajo de minimización de la esclavitud en la colonia española y la construcción de un discurso falso sobre el “buen trato” de los esclavos por partes de los españoles para explicar un mayor grado de mestizaje que en la antigua colonia francesa (Zaglul, 1990, p. 53). En la actualidad, la población taina exterminada en el siglo XVI todavía constituye un referente fundamental para la identidad dominicana, a pesar de algunos esfuerzos por integrar la población africana esclavizada en la historia nacional16. La conjunción de estos elementos sirvió de base para la presentación de una sociedad que se ve a sí misma como mestiza e hispana más que mulata17. Finalmente, el último componente de la identidad nacional dominicana es el antihaitianismo declarado de las élites políticas e intelectuales dominicanas (Turits, 2007, p. 62) que viene también del profundo desprecio de las élites por las masas populares (Franco, 1997, p. 75). Esos prejuicios se vieron reforzados por las teorías raciales de la época y encontraron en la figura de Haití un terreno fértil donde desarrollarse. Así se desarrolló en República Dominicana una representación particularmente negativa de Haití apoyándose en prejuicios raciales y no tanto por razones geopolíticas. Los elementos seleccionados por los ideólogos como símbolos de la dominicanidad se vieron reforzados en el discurso antihaitiano (catolicismo vs. vudú, castellano vs. creol, población blanca vs. población negra, etcétera). El antihaitianismo también llegó a ser una prueba de la fidelidad de los nuevos inmigrantes para con su nueva patria (Théodat, 2003, p. 247).

Vemos así que, además de una división espacial y política, se instaló una distancia cultural entre los dos países. Esta se aceleró a finales del siglo XIX con el proceso de las construcciones nacionales que movilizó ciertas referencias políticas y culturales de ambos lados de la frontera, posicionándose no solo de cara a los antiguos imperios coloniales sino también de cara al vecino, en una relación antagónica. Y en ese proceso de construcción nacional, las fronteras sociales y simbólicas se reforzaron.

Dos países, una región fronteriza

Durante muchos años, la región fronteriza se mantuvo alejada de las preocupaciones nacionalistas de los poderes centrales. Y es que desde el periodo colonial la población fronteriza había aprovechado la existencia de la frontera para desarrollar actividades comerciales y conseguir cierta autonomía económica y política. Cabe mencionar que a partir de la segunda mitad del siglo XIX, se produjo un cambio demográfico en la región: parte de la población del lado dominicano emigró hacia el Cibao y campesinos haitianos se instalaron poco a poco en las tierras abandonadas. La normalización de las relaciones binacionales en la época permitió también que se retomaran las actividades de ganadería, la siembra de café, la pequeña agricultura y el comercio. En cuanto al comercio, los fronterizos desarrollaron un sistema basado en las diferencias de precio de los bienes de ambos lados de la frontera y se aprovechaban de cualquier pequeño cambio político, de un lado o del otro, para vender mejor. El comercio también se desarrolló en ferias, principalmente en Haití (Cabo Haitiano y Puerto Príncipe), gracias a las importantes redes mercantiles heredadas de la época colonial y porque los caminos para llegar allá estaban en mejores condiciones que los caminos del lado dominicano (Derby, 1994, p. 492). La moneda más utilizada en los intercambios era la gourde haitiana y el idioma común era el creol haitiano (Inoa, 1999, p. 195). Al lado del grande comercio fronterizo, existía otro circuito dominado por las mujeres haitianas. Ellas eran comerciantes ambulantes, o marchandes18: pasaban de casa en casa para ofrecer jabón, víveres, ropa, remedios, y podían llegar hasta la península de Samaná (extremo este de la República Dominicana). Todos esos comerciantes formaban una pequeña élite mercantil capaz de sacar provecho de los cambios en la relaciones económicas y políticas entre ambos países (Baud, 1993b, p. 13). A lo largo de los años y al favor del desarrollo del comercio, algunas familias haitianas radicadas del lado dominicano adquirieron una muy buena situación económica (eran terratenientes y grandes cultivadores de café) y llegaron a formar parte de la élite regional (Derby, 1994, p. 512). La población haitiana estaba bien integrada en las comunidades dominicanas, las parejas de dominicanos con haitianas y de haitianos con dominicanas eran numerosas. Los registros de bautizos y de matrimonios de la parroquia de Dajabón (norte de la zona fronteriza, del lado dominicano) de la época muestran las alianzas y uniones entre dominicanos y haitianos en toda la región, y los lugares de establecimiento de las familias (Bourgeois, 2018a). También existía un alto grado de colaboración entre las poblaciones de las dos franjas fronterizas.

Esas relaciones diarias favorecieron la emergencia de una sociedad fronteriza en la que se entremezclaban la cultura dominicana y la cultura haitiana. Historiadores y sociólogos dominicanos llaman esta cultura la “cultura rayana” (González, 2010) –haciendo referencia a la raya (la línea), palabra usada por los dominicanos para designar la frontera–. En su estudio sobre las configuraciones sociales campesinas, el historiador Raymundo González (2010) precisa que los rayanos (habitantes de la frontera) eran bilingües y poseían una doble cultura cuyos elementos movilizaban según las necesidades, los interlocutores y los contextos. Así circulaban de un lado al otro de la frontera y hasta podían hacerse pasar por nacionales del otro país cuando lo necesitaban, como para evitar el pago de los impuestos aduaneros, por ejemplo.

Sin embargo, a pesar de una cultura común, los trabajos de Lauren Derby (1994) muestran que existía una noción clara de distinción entre haitianos y dominicanos. Las distinciones entre las dos poblaciones a nivel local no tenían tanto que ver con el territorio, la nacionalidad o lo racial, sino con lo cultural. La distinción se construía y se reproducía a favor de los contactos cotidianos. Es en el campo religioso y terapéutico que la distinción entre haitianos y dominicanos era la más visible: se consideraba que los haitianos tenían un mayor conocimiento del vudú, mayor acceso a los espíritus (lwa, en creol) y mejores remedios que los dominicanos. Ese conocimiento particular les confería cierto poder o reconocimiento social. Esta es una de las razones por las que se tejían relaciones de parentesco ritual entre haitianos y dominicanos en la región: los bautizos eran –y siguen siendo– espacios privilegiados para reforzar vínculos sociales entre las personas. Los relatos actuales sobre lo que implica el bautizo de un/a niño/a en la región fronteriza revelan que el elegir un padrino dominicano o haitiano no era algo aleatorio, sino que debía responder al imperativo de intercambio de bienes y servicios creados por el compadrazgo (Losonczy, 1997, p. 106). En este sentido, se elegía principalmente a personas haitianas para el bautizo de las primeras aguas (que aún en la actualidad se realiza para proteger al recién nacido de los malos espíritus) mientras se elegía a personas dominicanas de la élite local para el bautizo católico (que tenía una función principalmente política y económica) (Bourgeois, 2016).

Así, por su cultura mixta y su autonomía conseguida gracias a sus actividades comerciales y agrícolas, la región fronteriza adquirió progresivamente una cierta independencia respecto a los poderes centrales. Michiel Baud, en su trabajo sobre la sociedad fronteriza de aquella época, escribe lo siguiente:

De este modo se originó una sociedad fronteriza fuera de control de los dos Estados, la cual seguía su propia lógica y obedecía a su dinámica interna. Ricos y pobres actuaban como si la frontera no existiese. … La interacción a través de la frontera fue facilitada por el hecho de que la mayoría de la gente de la región estaba unida entre ella por lazos familiares (Baud, 1993b, p. 13).

Todo aquello explica por qué la sociedad fronteriza de finales del siglo XIX y principios del siglo XX era relativamente hermética a la retórica política, a sus implicaciones legales y a la retórica nacionalista de los poderes centrales. También explica que la región haya sido durante los periodos de crisis y persecución política, una zona de refugio para los opositores (Baud, 1993a, pp. 40-43).

Hacia el control de la frontera

La autonomía regional fronteriza cuadraba muy poco con los proyectos nacionales de los gobiernos centrales, en particular el gobierno dominicano de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. En varias ocasiones, este intentó controlar la frontera para garantizar la soberanía del territorio y llenar las cajas del Estado con los impuestos aduaneros. Las autoridades dominicanas implementaron un control fronterizo y casetas de aduanas para el cobro de impuestos aduaneros (Baud, 1993a, p. 61). Durante años los intentos fueron en vano porque la población y la élite local se oponían al control fiscal y fronterizo ya que iba en contra de sus intereses económicos. No fue hasta la llegada de los marines estadounidenses en 1916 cuando el control fronterizo se hizo efectivo, así como el pago de los impuestos aduaneros.

En efecto, la situación cambió progresivamente a medida que los Estados Unidos se involucraron en la vida política y económica de la isla19. Una de las medidas del protectorado impuesto a cada uno de los dos países por los Estados Unidos fue la toma de control de las aduanas haitianas y dominicanas y la recolecta de los impuestos en la frontera (1905 y 1907) (Castor, 1974, p. 261). La injerencia de los Estados Unidos en la vida económica y los asuntos políticos crecieron, y eso dio paso a la ocupación militar de la isla entre 1915 y 1934 en Haití, y entre 1916 y 1924 en República Dominicana. La ocupación estadounidense modificó profundamente las relaciones entre los dos países. Empresas estadounidenses tomaron el control de muchas plantaciones azucareras dominicanas y contrataron principalmente mano de obra haitiana, quedándose Haití en un rol de país exportador de mano de obra barata. Así fue como la República Dominicana se convirtió en uno de los principales países exportadores de azúcar mientras Haití se hundió en una crisis económica.

La ocupación militar estadounidense también modificó profundamente la región fronteriza. Los marines reforzaron y reorganizaron los controles en la frontera a partir de 1916, y los agentes de aduana estadounidenses impusieron el uso de documentos de identidad para poder cruzar la frontera (primero la cédula y más tarde el pasaporte con visa) (Derby, 1994, p. 502). Así se empezó a considerar a los que cruzaban sin documentos como contrabandistas (Baud, 1993a, p. 49). También implementaron criterios raciales y culturales para distinguir entre la población fronteriza y clasificar a quienes eran dominicanos y quienes eran haitianos: toda persona que hablaba el español con un acento (marcado o leve), mostraba signos externos de pobreza y de tez negra era clasificada como haitiana. Es de esta manera como la región fronteriza se convirtió en un límite donde se decidía la nacionalidad dominicana y la nacionalidad haitiana.

Por otra parte, la administración estadounidense y, a partir de 1924, la administración dominicana, modificaron las clasificaciones sociales locales al implementar nuevos criterios de distinción que derivaban de un aparato legislativo destinado a reforzar el control estatal en la región. El pago de impuestos de aduana, la obligación de tener una cédula de identidad para cruzar la frontera, la obligación escolar, la obligación de cercar las parcelas, la prohibición de la vagabundería, la reglamentación sobre las actividades recreativas como las peleas de gallos, la prohibición de la medicina tradicional, el mantener las ferias fronterizas limpias (Derby, 1994, pp. 504-505), todas esas leyes definieron poco a poco un límite entre lo “organizado”, “civilizado”, “limpio”, “moderno” y lo que no lo era. Aquellas medidas legales desarrollaron una cierta idea de la modernidad que retomó, progresivamente, la élite local. Con ellas, el Estado dominicano quería reforzar su presencia en la zona y también hacer que la población fronteriza desarrollara un sentimiento nacional mayor (Baud, 1993a, p. 44).

Al final de la década de 1920, el gobierno dominicano lanzó un programa de fundación de colonias agrícolas en la zona. Seis colonias fueron fundadas a lo largo de la frontera: una en la provincia de Pedernales y cinco en las provincias fronterizas norte. La colonización se intensificó y para 1929 existían nueve colonias; algunas ocupadas por campesinos europeos a cambio de tierras, casas y material agrícola provisto por el Estado. También en esa época fueron construidas las primeras pirámides fronterizas para señalar el límite entre ambos países20. Con su llegada al poder en 1930, el dictador Rafael L. Trujillo continuó el programa de nacionalización de la frontera a través de medidas que se pueden organizar en cuatro módulos: colonización, represión, evangelización y discurso antihaitiano (Capdevila, 1998). En la década de 1930, el Estado ofreció tierras a campesinos dominicanos y remisión de pena a prisioneros a cambio de su instalación en la frontera. Reforzó la presencia militar con la construcción de varias fortalezas militares y reprimió las relaciones dominico-haitianas a través de leyes sobre el comercio transfronterizo y las actividades recreativas. La Educación Pública y la Iglesia de aquellos tiempos participaron de este programa con la tarea de “dominicanizar” las mentes, prohibiendo el uso del creol haitiano y de las prácticas vinculadas al vudú. Finalmente, esta época también está marcada por el retorno de la idea del “blanqueamiento de la raza” muy difundida en el sector intelectual dominicano. El gobierno tomó varias medidas para regular y disminuir la inmigración haitiana en el territorio nacional y estimular la inmigración de campesinos blancos (Vega, 1995, pp. 23-25). Todas estas medidas tenían como objetivo transformar las relaciones sociales locales y el espacio fronterizo (Augelli, 1980; Baud, 1993a; Derby, 1994). Al firmar los acuerdos sobre el límite fronterizo en 1936, los esfuerzos para expulsar a los haitianos del país se intensificaron.

La masacre de haitianos en 1937 – Hechos y memoria(s)

La masacre de los haitianos y haitianas en octubre de 1937 ocurrió en el contexto de nacionalización de la frontera dominicana. Fue ordenada por R. L. Trujillo, y llevada a cabo en toda la actual provincia de Dajabón, en comunidades de la Cordillera central, en Montecristi, Puerto Plata y otros lugares del Cibao. La masacre duró entre tres y cuatro semanas. Los relatos que nos han llegado cuentan que los militares utilizaron dos criterios principales para distinguir entre los fronterizos haitianos y dominicanos: el idioma (con o sin acento) y el color de la piel –retomando así los criterios impuestos por los marines estadounidenses–. En cuanto al idioma, y a sabiendas de que la mayoría de los haitianos radicados en la franja fronteriza dominicana hablaban castellano, se les pedía pronunciar algunas palabras que para los francófonos y creolófonos presentan algunas dificultades de pronunciación por la cercanía de las dos letras “r” y “j”: “perejil” y “tijeras”, por ejemplo. De hecho, en la memoria colectiva haitiana se conoce a esta masacre como la “masacre perejil”.

Se desconoce el número exacto de personas asesinadas, pues mucha gente que allí vivía no estaba registrada en los libros, y casi no había censos en aquella época. Historiadores estiman entre 12 000 y 20 000 personas desaparecidas (Báez Evertsz, 1984; Derby y Turits, 2006, entre otros). Pero estas cifras no dan una idea de lo que la matanza significó desde la perspectiva sociodemográfica en la población fronteriza. El análisis de los registros parroquiales, que llevaban mejor cuenta de la población local, revela el impacto de la matanza en la sociedad local. Muestran una caída drástica del porcentaje de niños y niñas de apellidos francófonos y creolófonos bautizados en la parroquia de Dajabón: su número llega a un 41 % de los infantes bautizados entre diciembre de 1936 y octubre de 1937, y solo a un 2 % para el año siguiente (Bourgeois, 2016, p. 115). Es decir, más de un tercio de la población local desapareció durante el mes de octubre 1937. Fueron miles de personas asesinadas y también cientos (o miles) las que huyeron hacia Haití y no pudieron volver nunca, o solo pudieron hacerlo varios años después. En algunas comunidades rurales el porcentaje es más alto, pues los testimonios de sacerdotes que recorrieron la zona, después de la masacre, o que recibieron víctimas y familiares de desaparecidos en Haití hablan de un 80 % o 90 % de gente desaparecida en la zona montañosa de la frontera (Gallego, 1937 como se cita en Sáez, 1988; Derby y Turits, 2006). Muchas familias fueron separadas porque parte de sus miembros fueron asesinados o huyeron y no pudieron regresar. Los cuerpos fueron arrojados en el Río Masacre y en fosas comunes. No hubo entierros y los militares prohibieron las celebraciones en memoria a todos los desaparecidos hombres, mujeres e infantes (Bourgeois, 2018a).

En los primeros días de la masacre, el pueblo fronterizo de Ouanaminthe (Haití) recibió cientos de personas que huían de las comunidades dominicanas. Rápidamente se enviaron informes a las autoridades haitianas (en Cabo Haitiano y Puerto Príncipe). Se llevó a cabo una primera acción diplomática, pero el gobierno dominicano descalificó los informes al considerarlos exagerados (Vega, 1995, p. 42 y siguientes). Las autoridades prometieron investigar el caso21. La primera versión oficial contaba que los actores de la masacre habían sido agricultores y ganaderos dominicanos excedidos por los frecuentes robos de tierras y ganado, con lo cual se niega toda participación militar (Sánchez Lustrino, 1938). Lauren Derby y Richard L. Turits (2006) recopilaron testimonios de sobrevivientes haitianos de la masacre y mostraron que la masacre fue ejecutada por militares y reservistas22 instalados en las colonias agrícolas fundadas por el gobierno de Trujillo (Capdevila, 1998). La mayoría de la población civil dominicana no participó en la masacre y a veces intentó esconder a vecinos y parientes (Derby y Turits, 2006). Sin embargo, en las semanas posteriores a la matanza se reclutaron a muchos hombres de la zona para realizar vigilancias nocturnas y así impedir que los haitianos regresasen a buscar sus pertenencias y se volvieran a instalar en la región (Bourgeois, 2016). Cruzar la frontera desde cualquier lado se volvió algo imposible y muy peligroso, pues el gobierno dominicano instaló casernas militares y puestos de control en toda la franja fronteriza (Turits, 2002).

El impacto de la masacre sobre la sociedad fronteriza fue enorme: significó el fin de esta sociedad profundamente mixta, bilingüe y acostumbrada a circular en ambos lados de la frontera (Derby y Turits, 1993; Paulino, 2016; Bourgeois, 2016). También significó la ruptura de todos los vínculos que unían a dominicanos y haitianos en la región, con lo cual se impidió que la población local siguiera pensándose, viviéndose e identificándose como una sociedad mixta. Familias enteras de vecinos y amigos desaparecieron y las actividades transfronterizas cesaron. Los sobrevivientes dejaron de hablar el creol y de usar varios sistemas religiosos y terapéuticos por miedo a la represión, igualmente dejaron de circular de un lado hacia el otro de la frontera (Bourgeois, 2018a).

Los relatos y testimonios de las personas sobrevivientes a la masacre y sus familiares, más allá de la descripción de lo ocurrido, revelan el peso del discurso oficial y de la memoria hegemónica sobre los hechos: no dejaron espacio para discursos críticos de la versión oficial y tampoco para las memorias familiares y locales. Para las personas sobrevivientes entrevistadas a finales de los 2000, hablar de la masacre es un tema muy doloroso que prefieren no mencionar. Los familiares de las víctimas tampoco hablan mucho del tema, excepto en espacios de mucha confianza. Los testimonios y relatos revelan una memoria fragmentada que resulta en gran parte de las dificultades o de la imposibilidad de contar lo que pasó, del miedo en cuanto a la posible confusión sobre los orígenes de las personas, del cierre de la frontera durante varias décadas, de la represión de la dictadura y de la propaganda nacionalista y antihaitiana difundida durante décadas por las instituciones y los medios de comunicación (Bourgeois, 2018a).

Desde hace unos años, se ven algunos intentos por construir un “nuevo régimen de memoria pública” para “[re-establecer] un conjunto de hechos obliterados y deformados” (Losonczy, 2010, pp. 132-133). Se trata de iniciativas que emanan por lo general de intelectuales y activistas de la diáspora dominicana, en colaboración con actores sociales dominicanos y haitianos de la frontera. Organizan conmemoraciones, procesiones, conferencias públicas y actividades lúdicas durante dos días en el mes de octubre en la ciudad fronteriza dominicana de Dajabón. Sin embargo, todavía no logran el objetivo planteado, pues la población fronteriza participa relativamente muy poco en las conmemoraciones donde casi no tiene posibilidad de tomar la palabra. Tampoco se organizan encuentros binacionales para escuchar a los últimos sobrevivientes y testigos, las memorias privadas y los recuerdos. Sobre todo, en estos espacios se está dando a conocer una nueva versión de la masacre de 1937 en la que, si bien se reconoce a las víctimas haitianas, se enfatiza también en las víctimas dominicanas y en los intentos de la población dominicana por salvar a sus vecinos y conocidos haitianos. Si bien no se puede negar esta participación y tampoco el hecho que hubo víctimas dominicanas, pareciera que esta versión es la que se privilegia en espacios calificados como progresistas en República Dominicana y parte de la diáspora dominicana en Estados Unidos. Tanto así que los intentos por abrir el diálogo sobre la masacre de 1937 y cuestionar la política antihaitiana aplicada desde entonces, se enfrentan, ya frecuentemente, con un discurso que invalida cualquier cuestionamiento crítico bajo el argumento de que “también dominicanos fueron asesinados”23.

Tomando en cuenta lo anterior, resulta legítimo cuestionar este discurso, que emana del sector intelectual dominicano con mayor visibilidad en el país y en espacios de encuentro académico, como una nueva forma de “memoria” hegemónica que sigue negando en parte lo que fue la masacre en masa de 1937. Del lado haitiano, también se celebran conmemoraciones organizadas por actores de la sociedad civil de la región fronteriza. A pesar de sus esfuerzos para convocar escuelas, instituciones locales y favorecer el intercambio, tampoco logran una gran audiencia. Y si en las primeras conmemoraciones participaban de algunas actividades del lado dominicano, los espacios de encuentro binacional tienden a desaparecer.

Hacia la nacionalización de la frontera

Al borrar de la franja fronteriza dominicana la presencia haitiana, el régimen de Trujillo logró no solo destruir un modo de vida particular, sino también toda la sociedad mixta que había sido, durante años, un obstáculo al proyecto nacional tal como lo habían pensado las élites y los diferentes gobiernos dominicanos desde finales del siglo XIX. Para estos sectores, el concepto de nación se basaba en la existencia de rasgos culturales y sociales comunes a toda la población e iba de la mano con representaciones territoriales. Dicho en otras palabras, esta idea de nación afirmaba la existencia de una relación indisoluble entre cultura y territorio (Cambrézy, 1999, pp. 9-11). Los diferentes intentos de implementación de la idea de nación en las provincias fronterizas a partir del siglo XX habían fracasado debido a la oposición de la población, y sobre todo de la élite local. El genocidio de 1937 cambió la perspectiva. A partir de ese momento, se hizo imposible no tomar completamente en cuenta al Estado: este acababa, al desaparecer gran parte de la población fronteriza, de redefinir las fronteras territoriales, así como las fronteras de la identidad dominicana (Clérismé, 2003, p. 65). La medida radical que constituye esta masacre muestra que, para la élite dominicana de la época, la concepción de nación:

[implicaba] de manera casi “natural” la idea de posesión exclusiva de un territorio (y por tanto de exclusión de “extranjeros”) … como si la idea de compartir el territorio contuviera el germen de la corrupción cuando no de la muerte de la identidad y la conciencia nacional (Cambrézy, 1999, p. 10).

Poco tiempo después de la masacre, el régimen de Trujillo se esforzó en inculcar la idea de una relación indisoluble entre el territorio nacional y raíces culturales comunes a toda la población dominicana. La región fronteriza recibió una atención particular a través del programa de dominicanización de la frontera a finales de la década de 1930. La nacionalización del espacio fronterizo se dio de la mano con la construcción ideológica de la nación dominicana (Altagracia Espada, 2010, p. 18). De hecho, los años 40 fueron prolíferos en cuanto a publicaciones sobre la geografía y la historia nacional, los discursos espaciales y temporales juegan un papel importante en la construcción de la idea de “nación” que permiten, entre otras cosas, justificar y legitimar las acciones del Estado. Desde un ángulo práctico, se trató de consolidar el territorio nacional a través de la urbanización de los pueblos, la (re)construcción de las infraestructuras locales como las iglesias y capillas, las escuelas y los hospitales, los caminos, la edificación de monumentos y símbolos patrióticos, la fundación de colonias agrícolas, el cambio de nombre de varios lugares, la educación y la evangelización de la gente. Junto con la modificación del espacio fronterizo, se implementó en la zona un discurso ideológico construido en la capital por la élite cercana al poder. Los manuales de historia y geografía enseñaban que la zona fronteriza debía ser domesticada y que todo lo que quedaba al exterior del “cuerpo nacional” era un elemento contagioso24. Con esta política, el Estado tomó el control de la zona y participó de la construcción de un imaginario organizando el espacio (territorio nacional vs. exterior) y las relaciones entre la gente (ciudadano vs. extranjero). La frontera se volvió hermética, excluyente y sinónimo de “confines de la patria”. El programa también tenía como objetivo implementar nuevas referencias identitarias para los habitantes de la frontera. Los ideólogos de la dictadura elaboraron imágenes y estereotipos sobre la población haitiana y la población dominicana. Al supuesto caos, al vudú y al “salvajismo” de los haitianos opusieron el orden, la devoción católica y las tradiciones dominicanas heredadas de la “Madre Patria” (Zaglul, 1992). El uso de los estereotipos permitió “objetivar un enemigo exterior” susceptible de unificar a la población dominicana, luego de naturalizar un conjunto de discursos y actos racistas contra los haitianos.

El proceso de definición de la identidad nacional dominicana también se llevó a cabo a través de la re-categorización de la población con el objetivo de dar una imagen homogénea fenotípicamente y culturalmente hablando. Esto aparece en los censos de la época que introdujeron una nueva categoría de color de la piel: indio (ONE, 2012). El uso del término “indio” como categoría de color permitió imaginar y establecer un vínculo social y cultural entre la población dominicana y la población taína desaparecida. La cultura taína fue movilizada por el discurso nacionalista para dar una profundidad temporal a la cultura dominicana aceptable por las élites y fácilmente imponible a las masas populares. Así fueron fijados nuevos criterios identitarios que permitían a la población definir quiénes eran los miembros de su grupo y los del otro grupo (Bourgeois, 2016). Una vez más, las instituciones como la escuela, la iglesia y los medios de comunicación participaron largamente en la difusión de estas ideas.

Antihaitianismo y migración haitiana

Este discurso nacional, centrado en el antihaitianismo, no solo sirvió para justificar la masacre de 1937 o unificar la población dominicana frente a un “enemigo común”. También se usó para legitimar las condiciones de vida y de trabajo de los braceros haitianos contratados en el marco de los acuerdos bilaterales firmados en los años posteriores a la matanza. Se calcula que alrededor de 30 000 braceros haitianos llegaron cada año a las plantaciones dominicanas entre finales de la década de 1950 y en los 60 (Mejía Gómez y Cuello Nieto, 2014, p. 138). Sus condiciones de trabajo y vida eran particularmente difíciles y no podían mejorarlas ya que, en virtud de los contratos firmados por ambos países, los braceros dependían exclusivamente de los dueños de las plantaciones. Las centrales azucareras empleaban hasta un 70 % de mano de obra extranjera, casi exclusivamente haitianos. No tenían ningún documento de identidad y durante toda su vida tenían que desarrollarse dentro de los bateyes: su paga era mínima y recibían cupones que debían utilizar exclusivamente en las bodegas del batey (Boisseron, 2010, pp. 166-167). Rápidamente, otros sectores agrícolas (café, tabaco, cacao, etcétera) se aprovecharon de la mano de obra haitiana disponible una vez terminada la zafra. El declive de la importancia del sector primario en la economía dominicana, el desarrollo de la construcción y la industria (Silié, 2010, p. 92) en la década de 1970, por un lado, y la creación de zonas francas de exportación y el desarrollo del turismo de masa a partir de los años 80, por otro lado, reorientaron la mano de obra haitiana hacia esos nuevos sectores económicos. Desde entonces, la demanda de mano de obra extranjera y fácilmente explotable no ha disminuido. En la actualidad, esta se inserta en los sectores de la construcción, la producción agrícola, el trabajo doméstico y el turismo. De manera que, la economía dominicana depende en una enorme medida de la mano de obra haitiana (Tejada y Wooding, 2021). A pesar de jugar un papel importante en la economía dominicana, las y los migrantes haitianos siguen siendo considerados como indeseables y sufren de muchos estereotipos y prejuicios en la sociedad dominicana.

Fronteras, raza y nación – Actualidad

Actualmente el discurso antihaitiano sigue vigente, y pareciera que va tomando más fuerza. Los estereotipos y prejuicios que lo nutren se difunden diariamente a través de los medios (radio y prensa), pero también por medio de las prácticas y pláticas de la vida diaria, en las recomendaciones sociales hacia los niños y adolescentes dominicanos de mantener una cierta distancia con los haitianos, en los cuentos, en los proverbios y en las representaciones teatrales que hacen los alumnos para las fiestas patrias, entre otros. Estereotipos y prejuicios también se interiorizan a través de la educación de la mirada hacia supuestos “rasgos distintivos” entre las dos poblaciones –una mezcla entre características fenotípicas generalmente atribuidas a la población haitiana (como la piel oscura) y elementos de la apariencia como la vestimenta, el peinado o las posturas corporales–. Así, los niños y niñas dominicanos aprenden a distinguir entre la población haitiana y la población dominicana basándose en estos rasgos, y aprenden a mantener la distancia, también para evitar una posible confusión (Bourgeois, 2013).

Esta manera de distinguir entre unos y otros se repite en todos los espacios, bien sea en la escuela, el barrio, la calle, las tiendas, los hospitales y, sobre todo, en los transportes colectivos, en particular los que viajan entre la frontera y el interior del país donde se realizan numerosos controles por parte de militares y/o agentes de migración. Ellos aplican los mismos criterios de distinción para decidir a quién controlar, qué documentos pedir además del pasaporte y/o de la cédula de identidad (como el acta de nacimiento, por ejemplo) y, sobre todo, exigir dinero a cambio de dejar a la gente pasar (Bourgeois, 2018b). Esos mismos criterios se aplican durante las redadas y los controles en el espacio público o privado con el fin de arrestar a las personas en situación irregular y deportarlas.

Estereotipos, prejuicios y discurso antihaitiano se entremezclan, se nutren mutuamente y se refuerzan, y favorecen juntos la exclusión social. Estas representaciones constituyen un obstáculo al establecimiento de relaciones más cercanas entre la población dominicana y la población haitiana migrante. Los contactos no están exentos de discriminación verbal (insultos, amenazas), social (exclusión de ciertos espacios comunitarios) y material (denegación a rentarles una casa o venderles un terreno, entre otros). De nuevo, la discriminación se apoya en numerosos estereotipos relativos a diferencias consideradas como fundamentales entre las dos poblaciones, así como al estatus social y migratorio de las personas haitianas en República Dominicana.

En efecto, el discurso antihaitiano también se refleja en las políticas migratorias que impiden, a través de varios instrumentos jurídicos, la regularización de la población migrante haitiana cuya presencia es descrita como una “invasión pacífica”. Se les dificulta el obtener una visa, y sobre todo una visa de trabajo; se les dificulta poder solicitar la residencia temporal, y aún más renovarla; se les dificulta el acceso a la residencia en caso de casarse con una persona de nacionalidad dominicana, etcétera. Las políticas y la reglamentación en cuanto al trabajo van en la misma línea: obstáculos para obtener un contrato (a pesar de estar ya trabajando en la empresa), casi imposibilidad de renovación del contrato, salarios generalmente inferiores a los salarios de los trabajadores dominicanos, horarios y condiciones de trabajo diferentes a los dominicanos, imposibilidad de formar sindicatos y pedir mejores condiciones laborales, etcétera. En realidad, las políticas migratorias y laborales van de la mano e influyen unas sobre las otras (a los trabajadores haitianos no se les permite formar un sindicato porque no tienen un estatus migratorio regular; y tampoco pueden regularizarse porque no tienen un contrato, por ejemplo). Estos regímenes migratorios y laborales producen la irregularización, la precarización y la exclusión social de las personas migrantes haitianas en República Dominicana (Bourgeois, 2016). Las redadas efectuadas por la Dirección General de Migración participan de este sistema de producción de una población irregular y explotable (De Genova y Roy, 2020). Y para que funcione este sistema de explotación, es necesario “justificar” el lugar que ocupan los migrantes haitianos en las clases bajas de la sociedad dominicana, por un lado, y que su discriminación formal e informal aparezca como “natural”, por otro lado –tarea a la que se dedica el discurso antihaitiano que percola en toda la sociedad dominicana y transparece en los textos jurídicos–. Así se reproducen mutuamente prejuicios, prácticas y políticas discriminatorias y excluyentes que se enfocan en una población extranjera específica (Bourgeois, 2016).

Asimismo, existen también políticas que se enfocan hacia sectores de la población dominicana a los que se considera como “no dominicanos”. Se trata de la población dominicana de ascendencia haitiana, personas que nacieron en República Dominicana, de padres, abuelos o hasta bisabuelos haitianos, quienes obtuvieron la nacionalidad conforme a la ley en vigor cuando nacieron. Desde hace más dos décadas, el Estado dominicano ha tratado de bloquear el acceso a la nacionalidad a las personas de ascendencia haitiana (MUDHA, 2000) y se llevaron varios casos ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), obligándolo a aplicar la ley de acceso a la nacionalidad como inscrita en la Constitución Dominicana que regía en aquel tiempo (CIDH, 2005). Estos esfuerzos se apoyan también en el discurso de la “invasión pacífica haitiana”.

En 2013, después de una larga batalla jurídica llevada por dominicanos y dominicanas de ascendencia haitiana a quienes el Estado dominicano, a través de la Junta Central Electoral (JCE), había retirado la nacionalidad dominicana, y muy a pesar de las condenas a nivel internacional (OEA, CIDH y organizaciones no gubernamentales internacionales), el Tribunal Constitucional Dominicano (máximo órgano jurídico del país) estableció que no se reconocería la nacionalidad dominicana a personas de ascendencia extranjera en situación migratoria irregular, con efecto retroactivo hasta 1929 (Sentencia TC/0168/13). Esto dio paso a la desnacionalización de más de 120 000 personas dominicanas de ascendencia haitiana, impidiéndoles el acceso a sus derechos fundamentales (Belique Delba, 2018, p. 185). En 2014, ante la presión internacional, el Estado dominicano lanzó un “plan nacional de regularización y naturalización” (Ley 169-14) al cual se inscribieron miles de personas dominicanas despojadas de su nacionalidad. La Ley 169-14 y el plan de regularización dividieron a los hijos e hijas de migrantes haitianos en dos categorías: 1) el Grupo A, conformado por las personas que habían sido registradas y que tenían un acta de nacimiento o cédula dominicana; y 2) el Grupo B, compuesto por las personas que no contaban con ningún tipo de registro, a pesar de haber nacido en el territorio nacional y bajo la ley del derecho del suelo, “víctimas de la inoperancia del Estado en derechos esenciales como el acceso a la identidad” (Belique Delba, 2018, p. 184). A las personas del Grupo A, se les devolvería la nacionalidad y sus documentos de identidad (acta de nacimiento, cédula, etcétera); sin embargo, ese proceso no ha sido exento de violaciones, obstaculizando aún más el proceso de restitución de la documentación y poniendo a las personas en una situación de gran precariedad legal. Para las personas del Grupo B, la situación fue todavía más grave. Ellas tenían que pasar por un proceso de “regularización”, especificando así que se les consideraba como extranjeras, y solo después de varios años, podrían solicitar la naturalización dominicana (Belique Delba, 2018, pp. 184-185). El plan de regularización concluyó en 2017, pero una gran parte de las personas del Grupo B aún no han podido finalizar su proceso, quedándose en un estatus ciudadano en extremo precario. Finalmente, el Estado dominicano modificó la ley sobre el acceso a la nacionalidad dominicana en el proceso de revisión constitucional, quitando el criterio del derecho del suelo (Bourgeois, 2018c). Miles de personas se encuentran en la actualidad en una situación de gran riesgo de apatridia provocada por el mismo Estado dominicano.

Conclusiones

El panorama pintado aquí muestra cómo se definieron y se articularon históricamente las nociones de fronteras, raza y nación en República Dominicana, uno de los países más poblados del Caribe insular. Desde finales del siglo XIX hasta la década de 195025, el discurso anti-haitiano se apoyó en una mera retórica racista y nacionalista dedicada a marcar claramente las diferencias y las distancias con el país vecino y su población. Así fueron creadas las fronteras sociales y simbólicas entre “el pueblo dominicano” y “el pueblo haitiano” –al menos en la parte oriental de la isla–. Este discurso racista sirvió también para justificar el trato desigual y la precariedad extrema en la que se mantuvo a los trabajadores migrantes haitianos en las plantaciones de azúcar durante décadas.

Con el cambio en la economía dominicana a partir de las décadas de 1960 y sobre todo de 1970 y 1980, la migración haitiana se insertó en los nuevos sectores económicos como las plantaciones agroindustriales, la construcción y el turismo (Bourgeois, 2016). A partir de ahí se puede ver un cambio en la retórica en la que se apoya el anti-haitianismo. El discurso del “peligro haitiano” descansa entonces sobre un argumento pseudo-científico de tipo económico-productivo según el cual el trabajador haitiano perjudica a la economía dominicana (Lozano, 2008, p. 21).

A partir del siglo XXI, la retórica cambió de nuevo un poco, “adaptándose” –si se puede decir– a la situación socio-político-económica en Haití. En la actualidad, el discurso anti-haitiano descansa principalmente sobre la idea de que el país vecino no puede salir de sus diversas “crisis” sin la ayuda de “otros”. Entre 2004 y 2017, las Naciones Unidas a través de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (MINUSTAH)26 tuvieron el papel de este “otro”, con el historial desastroso que se conoce (FIDH, 2012; Edmonds et al., 2012; Wills et al., 2017). El sismo del 12 de enero de 2010, la epidemia de cólera pocos meses después, las numerosas crisis políticas y sus graves consecuencias económicas y sociales, los huracanes e inundaciones, y el asesinato del presidente Jovenel Moïse, en julio de 2021, agudizaron la situación ya muy precaria de Haití. En la actualidad, el discurso anti-haitiano se centra en la retórica de que, tarde o temprano, la situación en Haití va a afectar la República Dominicana y que el número de migrantes haitianos en el país va crescendo, poniendo en peligro no solo las fronteras nacionales, la economía nacional y varios sectores públicos como la salud, por ejemplo, sino también todo el equilibrio geopolítico regional. Por eso los sectores políticos y económicos dominicanos apoyan con fuerza la idea de la necesidad de una nueva intervención extranjera en Haití.

También es importante precisar que el discurso del “peligro haitiano” o de la “invasión pacífica” está dirigido tanto hacia “el exterior” del país –con el objetivo de impedir y frenar la migración haitiana descrita como un peligro para la nación– como hacia “el interior” –con el objetivo de excluir del cuerpo nacional a todo un sector de la población dominicana también considerado como indeseable–. Todo aquello demuestra la voluntad del Estado dominicano y de los sectores más poderosos del país (en términos económicos y políticos) de seguir produciendo una población irregular y explotable, indeseada, pero fundamental para la economía capitalista dominicana; y de impedirle el acceso a derechos esenciales y la reivindicación de ellos.

Finalmente, este recorrido por el pasado y el presente de la República Dominicana en relación con su manera de ver, concebir y aplicar las nociones de fronteras, raza y nación muestra toda la pertinencia de un enfoque histórico-antropológico para analizar y comprender en detalle y profundidad cómo se construyen y se articulan procesos espaciales, territoriales, sociales, políticos y sus implicaciones en términos de políticas migratorias y movilidad en la región caribeña y mesoamericana.

Referencias

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Notas

1 Rafael Leónidas Trujillo instauró una dictadura de 1930 a 1961. Durante su régimen fueron asesinadas y desaparecidas miles de personas (Capdevila, 1998). También ordenó la masacre masiva de haitianos y haitianas en la zona fronteriza en 1937 (cf. infra).
2 Partido Revolucionario Moderno (PRM), partido político socialdemócrata y progresista de centroizquierda. Durante su campaña para las elecciones presidenciales del 2020 y su discurso presidencial, el entonces candidato Luis Abinader no solo prometió un cambio en la manera de hacer política, sino también dio señales de apertura hacia los grupos más marginados de la república (Binazzi y Daniel, 2020), congregando a cientos de miles de votantes y también intelectuales, académicos y activistas a participar de su gobierno. El panorama pintado auguraba cambios sociales importantes, entre ellos para la población migrante y la población dominicana de ascendencia haitiana (Belique, 2022).
3 El Groupe d’Appui aux Rapatriés et Réfugiés (GARR) en Haití en su informe del año 2022 reporta la expulsión de más de 85 000 personas por las autoridades dominicanas mientras cerca de 57 000 personas fueron retornadas por las mismas autoridades (Charles, 20 de diciembre de 2022).
4 El gagá es una manifestación mágico-religiosa dominicana (con bailes, cantos y música) que celebra la llegada de la primavera, la muerte y resurrección de Cristo. Llegó a la República Dominicana con los braceros haitianos y se celebra principalmente en los sectores populares urbanos y rurales en las zonas azucareras de la República Dominicana y durante la Cuaresma y la Semana Santa. Los grupos de gagá empiezan a prepararse durante la Cuaresma (con el “levantamiento de silla”); cuatro domingos antes de la Semana Santa, los tambores y silbatos hacen sus primeras salidas en las comunidades y campos para ensayar. El Miércoles Santo se recogen las plantas medicinales que servirán para el baño ritual y se guardan en el centro de la enramada de la celebración donde confluyen los espíritus. El Jueves Santo, el grupo de gagá se reúne en la madrugada para juntar leña y preparar la fogata, luego se bendice a los instrumentos y los trajes que se usarán en la celebración hasta el lunes siguiente. Luego se desplaza en procesión hacia el cementerio para pedir la protección de un difunto. Se trata de una celebración muy cercana y muy parecida al rara haitiano que también se celebra en Semana Santa con los mismos personajes e instrumentos de música. Para un estudio detallado del gagá dominicano, véase June Rosenberg, 1979.
5 Río fronterizo del norte de la isla. Nace en la Cordillera Central (República Dominicana) y desemboca en la bahía de Manzanillo (República Dominicana) después de recorrer varios kilómetros en Haití.
6 Término usado tanto por activistas sociales, defensores de derechos humanos, académicos, periodistas, entre otros.
7 Nombre de origen taino que significa “Tierras de montañas” usado por la población local para designar la isla; al llegar, los españoles la re-bautizaron como La Española o La Hispaniola en la cartografía internacional.
8 La creolización o criollización se entiende aquí como un proceso de nueva reconfiguración a partir de características sociales y culturales heredadas, adoptadas, adaptadas y (re)creadas por poblaciones diferentes que fueron puestas en contacto en el contexto particular de las sociedades de plantación esclavista. Sobre este concepto en el campo antropológico, véase entre otros: L’Étang (2011) y Bonniol (2013).
9 La relativa asimilación no impidió que se mantuvieran ciertas referencias de la élite blanca, por ejemplo, en materia de fenotipo, cultura y estética (Turits, 2007, p. 60; Bourgeois, 2013).
10 El Code Noir (Código Negro en español) es una colección de textos jurídicos relativos a las colonias, que codifica y reglamenta todos los aspectos de la vida de las personas sometidas a la esclavitud, desde la religión hasta las uniones, pasando por los días festivos, la alimentación, etcétera. Tanto Francia como España tuvieron su propio código negro.
11 En 1795, España cedió su colonia a Francia después de haber perdido la Guerra de la Convención (1793-1795). Con la Revolución haitiana, muchos franceses huyeron hacia la parte oriental de la isla esperando poder recuperar luego sus plantaciones. Allá también se encontraban tropas francesas con la orden de recuperar la antigua colonia y restablecer la esclavitud (Nabajoth, 2007).
12 Los inmigrantes europeos, libaneses, entre otros, tenían mayores recursos económicos que los demás migrantes.
13 La dificultad para atraer inversionistas extranjeros está ligada a la reglamentación sobre la propiedad de la tierra en Haití. En efecto, para proteger su frágil independencia, se inscribió en la Constitución haitiana de 1805 la imposibilidad para los blancos de ser considerados como ciudadanos haitianos y poseer tierras. Esta interdicción aparece en varias Constituciones de Haití durante el siglo XIX –con las excepciones de las Constituciones de 1811, 1843, 1849, 1867 y 1874 (Bernardin, 2001, pp. 246-262)–. La interdicción para los extranjeros de poseer tierras vuelve a aparecer en la Constitución de 1889. Este artículo desaparece en la Constitución de 1918, preparada por los Estados Unidos con el objetivo de garantizar sus propios intereses (cf. infra época de la ocupación estadounidense), y se permite la propriedad de la tierra por extranjeros (Bourgeois, 2016, p. 86).
14 En realidad, en 1844 cuando los hispano-dominicanos declararon su independencia, el sentimiento nacional dominicano aún era débil: los diferentes sectores solo compartían unos pocos intereses (incluso en materia de independencia, algunos deseaban la re-anexión a España).
15 Véase la novela sobre el cacique Enriquillo de Manuel de Jesús Galván publicada a inicio de los años 1880.
16 Los manuales escolares y algunos museos de historia dominicana mencionan la esclavitud y el aporte de las poblaciones africanas a la cultura dominicana.
17 Los términos mulato y pardo usados a finales del siglo XIX para designar el color de la piel de los dominicanos afrodescendientes fueron remplazados poco a poco por el término indio; el uso de este para designar el conjunto de la población dominicana afrodescendiente se generalizó a partir de la década de 1920 y sobre todo durante la dictadura (cf. infra) (Moya Pons, 2009, pp. 139-140, 150).
18 Según el término usado tanto en Haití como en el norte de la República Dominicana para designarlas (Baud, 1993a, p. 44).
19 Las deudas contratadas por Haití y la República Dominicana en el extranjero constituyeron, a principio del siglo XX, un “factor de alienación para la soberanía política y territorial” (Théodat, 2003, p. 350). Para pagar sus deudas, ambos Estados comprometieron algunas de sus instituciones que más tarde serían controladas por los Estados Unidos: los bancos nacionales y las aduanas. Poco a poco los Estados Unidos fueron tomando control sobre la vida financiera insular e intervinieron en los asuntos políticos según sus intereses. En 1915 la instabilidad política en la isla sirvió de excusa para que los Estados Unidos ocupasen la isla con militares.
20 Están numeradas del norte al sur de la isla y dieron nombre a algunas comunidades como, por ejemplo, la comunidad “La Cuarenta” en la provincia de Dajabón, República Dominicana.
21 Luego, gracias a la presión internacional (los Estados Unidos se enteraron del caso a través de sus representantes en la isla), se llegó a una mediación entre los dos países y en enero de 1938 los presidentes haitiano y dominicano firmaron un acuerdo sobre el pago de indemnizaciones para las víctimas. Esta suma nunca fue pagada integralmente (Vega, 1995).
22 Habían recibido armas blancas y tenían como orden matar a todos los haitianos de la zona. También tenían que reclutar campesinos dominicanos para guiarlos por las comunidades.
23 Entrevista con participante dominicana en las conmemoraciones, Dajabón, octubre de 2017.
24 Aquello bien aparece en el libro de Marrero Aristy, La República Dominica: origen y destino del pueblo cristiano más antiguo de América (1957 y 1958).
25 En las décadas de 1940 y 1950 se publican varios libros y manuales escolares destinados a explicar y justificar la masacre de 1937 (Bourgeois, 2016).
26 Creada en abril de 2004, por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Notas de autor

* Belga. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Université Libre de Bruxelles, Bruselas, Bélgica. Investigadora independiente, Ciudad de México, México. Correo electrónico: bourgeoiscatherine@yahoo.com ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7569-9771

Información adicional

Investigadora asociada de la Unité de Recherche Migrations et Société (URMIS), París/Niza.

Miembro del Laboratorio Mixto Internacional MESO (LMI-MESO)-Mobilidades, Gobernanza y Recursos en la Cuenca Mesoamericana.

Colaboradora científica en GRAP, Striges et AmericaS, Universidad Libre de Bruselas, Bélgica.

Doctora en Ciencias Políticas y Sociales, México.

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