Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe

Vol. 17, No. 1, Enero-Junio, 2020

De la violencia política a la violencia social. Una mirada desde la literatura centroamericana

Artículos científicos (sección arbitrada)

De la violencia política a la violencia social. Una mirada desde la literatura centroamericana

From Political Violence to Social Violence: A Perspective from Central American Literature

Da violência política à violência social. Um olhar da literatura da América Central

Allan Armando Barrera Galdámez *
Escritor e investigador independiente, Ciudad de México, México

De la violencia política a la violencia social. Una mirada desde la literatura centroamericana

Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 17, núm. 1, 2020

Universidad de Costa Rica

Recepción: 16 Octubre 2019

Aprobación: 09 Marzo 2020

Resumen: La violencia representada en la literatura centroamericana de posguerra se ha asociado al desencanto con los proyectos políticos utópicos del siglo XX. Sin embargo, poco se le ha relacionado con la puesta en marcha del neoliberalismo. Bajo esa línea de análisis, este ensayo realiza un contrapunto entre la violencia representada en la literatura del periodo de los conflictos armados y la del actual escenario de posguerra. Se toman como muestra dos obras de corte testimonial: Un día en la vida (1980), de Manlio Argueta y Crónica de los años de Fuego (1993), de Marco Antonio Flores; y dos publicadas después de la mitad de la década de 1990: El arma en el hombre (2001), de Horacio Castellanos Moya y El cojo bueno (1996), de Rodrigo Rey Rosa. Se concluye que la literatura de posguerra estudiada evidencia cómo la violencia afectó a los individuos desarticulados de la colectividad, pues muestra la atomización que sufren los sujetos dentro de la sociedad neoliberal, la cual les ha reducido a individuos despojados de lo colectivo.

Palabras clave: testimonio, regímenes militares, neoliberalismo, posguerra, acuerdos de paz.

Abstract: The violence represented in postwar Central American literature has been associated with disenchantment with utopian political projects of the 20th century. However, little has been related to the implementation of neoliberalism. Under this line of analysis, this essay makes a counterpoint between the violence represented in the literature of the period of armed conflict and that of the current postwar scenario. Two testimonial works are taken as a sample: Un día en la vida (1980), by Manlio Argueta, and Crónica de los años de Fuego (1993), by Marco Antonio Flores; and two published after the mid-1990s: El arma en el hombre (2001), by Horacio Castellanos Moya, and El cojo Bueno (1996), by Rodrigo Rey Rosa. It is concluded that the studied postwar literature shows how violence affected the disarticulated individuals of the community, since it shows the atomization suffered by the subjects within the neoliberal society, which has reduced them to individuals deprived of the collective.

Keywords: testimony, military regimes, neoliberalism, postwar, peace accords.

Resumo: A violência representada na literatura da América Central do pós-guerra tem sido associada ao desencanto produzido pelos projetos políticos utópicos do século XX. No entanto, pouco tem sido relacionado à implementação do neoliberalismo. Sob essa linha de análise, este ensaio faz um contraponto entre a violência representada na literatura do período de conflito armado e a do atual cenário do pós-guerra. Dois trabalhos de depoimento são tomados como amostra: Um dia na vida (1980), de Manlio Argueta e Crônica dos anos do Fogo (1993), de Marco Antonio Flores; e dois publicados nos anos 90: El arma en el hombre (2001), de Horacio Castellanos Moya e El cojo bueno (1996), de Rodrigo Rey Rosa. Conclui-se que a literatura do pós-guerra estudada mostra como a violência afetou os indivíduos desarticulados da comunidade, como mostra a atomização sofrida pelos sujeitos na sociedade neoliberal, o que os reduziu a indivíduos privados do coletivo.

Palavras-chave: testemunho, regimes militares, neoliberalismo, pós-guerra, acordos de paz.

Introducción

Este ensayo pretende interpretar las representaciones de la violencia en la literatura centroamericana. Para ello se toman como muestra dos obras que modelizan una sensibilidad revolucionaria: Un día en la vida (1980), del salvadoreño Manlio Argueta, y Crónica de los años de Fuego (1993), del guatemalteco Marco Antonio Flores; y dos publicados después de la mitad de la década de 1990: El arma en el hombre (2001), del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, y El cojo bueno (1996), del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Mi intención es esbozar un contrapunto entre la violencia representada en la literatura del periodo de los conflictos armados y la del actual escenario de posguerra centroamericano y así contribuir a una mejor comprensión de nuestra realidad social presente.

Aunque el concepto “posguerra”, como marco simbólico en el que se ha circunscrito a la producción de obras que emergieron en el momento posbélico, se encuentra en debate –ya sea porque podría limitar la vasta pluralidad de voces que han emergido en los últimos años a los rasgos que definen este concepto, o porque posee una carga más política que cultural (Ortiz Wallner, 2005, p. 144)–, en este trabajo se propone, para efectos prácticos, la derrota electoral de los sandinistas en 1990 como frontera de periodización que marca un antes y un después en la sensibilidad literaria de la región.

Este evento, como señala Arturo Arias, inaugura el escenario de posguerra en Centroamérica, puesto que en esa fecha ya era evidente que las guerras civiles de El Salvador y Guatemala acabarían en Acuerdos de Paz (Arias, 2018). Este suceso, seguido de la firma de los Acuerdos de Paz en 1992 en El Salvador, y en Guatemala en 1996, abrirían el camino al cambio de paradigma estético literario más caracterizado en el escenario de posguerra en Centroamérica: el tránsito de una estética testimonial realista (Beverley y Achúgar, 2002), al de una estética del cinismo y el desencanto (Cortez, 2010).

Me interesa la violencia como marco para interpretar la literatura centroamericana, porque, actualmente, es uno de los problemas que más afecta la vida de los habitantes de Centroamérica. La literatura, desde su especificidad, puede aportar a la comprensión de este fenómeno. Concuerdo, además, con la crítica Alexandra Ortiz Wallner, en que la violencia emerge, en los estudios literarios centroamericanos:

como una de las dimensiones más poderosas que permite a los más diversos textos hablar y escribir el pasado más reciente de nuestras sociedades. Con ella se transmuta lo visto y lo vivido en forma estética y multiplica las posibilidades de la mirada sobre nosotros mismos (Ortiz Wallner, 2007, p. 140).

Mi foco de atención, entonces, se centra en estudiar el modo en que la literatura da cuenta del tránsito de la violencia política, que caracterizó el periodo de los regímenes militares, a una violencia social propia del periodo de posguerra.

Antecedente: literatura y violencia en Centroamérica 1960-1990

Entre las décadas de 1960 y 1990 predomina, en la narrativa centroamericana, una estética que algunos teóricos han llamado testimonial-realista (Baldovinos, 2012) o literatura comprometida (Arias, 2018). Se trata de una producción textual alimentada por el imaginario de la revolución. Imaginario que se volvió hegemónico durante la segunda mitad del siglo XX, después del triunfo de la Revolución cubana, y que pierde centralidad a finales de la década de 1980 ante una realidad que emerge imposible de ser superada por la vía revolucionaria para concluir con los Acuerdos de Paz, al menos en el caso de Guatemala y El Salvador.

Ciertamente, no toda la literatura que se escribió entre 1960 y 1990 respondió, de manera monolítica, a este objetivo político. Por supuesto, hubo otras obras y escritores que trataron temáticas diferentes, pero no gozaron de igual visibilidad en un ambiente tan polarizado. Que el tema de la literatura de este periodo, para un buen segmento de obras, fuera preponderantemente político se debe, en parte, a que existía un horizonte de esperanza y posibilidad de construir alternativas al capitalismo; también a que fue un momento de crisis política del que difícilmente podían sustraerse los escritores. Como bien señala el escritor y crítico guatemalteco Arturo Arias

[…] la singularidad de la Centroamérica post 1954 –traumatizada por la invasión [norteamericana] a Guatemala en junio de ese año que removió al presidente constitucional Jacobo Árbenz,[…]–, dictó que los contenidos literarios a partir de ese momento fueran de naturaleza política (2018, p. 10).

Para contextualizar mejor esta producción, es importante señalar que, durante la mayor parte del siglo XX, como algunos historiadores han destacado (Cruz, 2003; Torres-Rivas, 1991; Turcios, 2003), las sociedades guatemalteca y salvadoreña, al igual que la nicaragüense, fueron regidas por gobiernos autoritarios que mantenían un orden económico caracterizado por una tremenda desigualdad social, lo cual resultó en una economía de exportación agrícola basada en la abundante mano de obra barata. Este factor imposibilitó que ellas experimentasen regímenes democráticos y generó mucho descontento político en la sociedad. Un descontento que devino en la principal demanda que movilizó a grandes sectores de la población hasta desembocar en procesos revolucionarios violentos.

De acuerdo con Edelberto Torres Rivas, la principal causa que condujo a la crisis política centroamericana y a sus manifestaciones de violencia guerrillera fue el rechazo e incapacidad del Estado oligárquico para ordenar la vida de manera democrática: utilizar la represión en lugar del consenso (Torres-Rivas, 2011). La población tuvo que enfrentarse a un Estado terrorista que a sus demandas de democracia respondió con violencia, y que para gobernar creó una situación de intimidación permanente contra sus ciudadanos.

Fueron muchos los escritores que, a partir de la década de 1960, se sumaron al proyecto revolucionario con la convicción de que la literatura tenía un papel central en la construcción de la nueva sociedad. Algunos de ellos, como Roque Dalton (1935-1975), Otto René Castillo (1936-1967), entre otros, creyeron en la vía armada y abrazaron el discurso de la revolución como la esperanza de construcción de un mundo mejor. Además de creer resueltamente en la potencia liberadora de la literatura, también se asumieron como ideólogos de la revolución. Muchos de ellos militaron en partidos comunistas y estuvieron vinculados a movimientos campesinos y organizaciones guerrilleras (Arias, 2018). La historia, para estos escritores, se dirigía hacia un futuro inexorable debido a la suma de fuerzas revolucionarias que devenían de experiencias de resistencias colectivas del mundo subalterno (Alvarenga Venutolo, 2017, p. 154). La mayoría de ellos estaban convencidos de la urgencia por transformar a las sociedades centroamericanas.

Para el crítico hondureño Héctor Leyva, los autores de este periodo “consiguieron situarse en vértices de estos procesos y articular propuestas estratégicas, políticas, éticas y estéticas que pudieron jugar un papel determinante en el repertorio de posibilidades y orientaciones del proceso social” (Leyva, 2018, p. 38). Para él, sus obras no solo pusieron en escena lo que había sido vivido, también prefiguraron escenarios deseados que contenían elementos de valor para los propios sujetos y para el proceso social.

En cuanto al tema de la violencia, sobresale la fe que algunos escritores endosaron a la violencia revolucionaria tras el éxito de la Revolución cubana en 1959. Este hecho constituyó una evidencia para que muchos escritores creyeran en la lucha armada como método necesario e inevitable para derrocar a los regímenes militares y redimir así a sus sociedades históricamente subyugadas. Escritores como el guatemalteco Otto René Castillo, o el salvadoreño Roque Dalton, además de estetizar esta violencia, se incorporaron a la lucha armada sin importar sus trágicas consecuencias.

Roque Dalton dejó constancia de su convicción sobre la violencia cuando, influenciado por la filosofía de la historia de Marx, en la década de 1970, escribe:

En El Salvador la violencia no será tan sólo la partera de la Historia./ Será también la mamá del niño-pueblo […]/ esta activa mamá deberá ser también/ la lavandera de la Historia/ la aplanchadora de la Historia/ la que busca el pan nuestro de cada día/ de la Historia (Dalton, 2014, p. 8).

Aquí el poeta reivindicaba una violencia que pertenecía a los dominados y que emanaba orgánicamente de la misma sociedad en respuesta a la represión estatal.

La fe en la violencia revolucionaria también quedó registrada en varias obras de diferentes formas. Héctor Leyva, por ejemplo, ha destacado cómo la masacre del Chaparral del 24 de junio de 1959, en la que una columna sandinista fue liquidada por el ejército hondureño antes de ingresar a territorio nicaragüense, fue representada en tres novelas diferentes: en Trágame tierra (1969), de Lizandro Chávez Alfaro; El valle de las hamacas (1970), de Manlio Argueta; y en ¿Te dio miedo la sangre? (1977), de Sergio Ramírez. En ellas se representa el dilema del uso de la violencia y del sacrificio de morir y matar en nombre de la revolución. Otro ejemplo fue Cenizas de Izalco (1966), de Claribel Alegría y Darwin Flakoll, novela en la que se retrata, desde la perspectiva femenina y con una gran innovación estilística, la matanza de 1932.

Podríamos decir que los escritores de este periodo participaron desde la literatura en el desenlace de los acontecimientos sociales, no simplemente reflejándolos, pues como señala Ángel Rama: “el escritor no es un operador (de la realidad) sino un productor” (Rama, 1986, p. 331), que acomete construcciones diferentes y originales sobre la realidad. Estos escritores y escritoras, en ese sentido, no reflejaron la realidad social, sino que configuraron desde la literatura un modo más de hacer la revolución. Este consistió en producir efectos subjetivos y estéticos que proyectaron desde la literatura un horizonte de imaginación emancipadora.

A manera de resumen, la violencia política como tema está presente explícita o implícitamente en la mayor parte de la producción literaria de las décadas comprendidas entre 1960 a 1980. Los autores y autoras de este periodo expresaron las transformaciones culturales y la violencia política acaecida en la región en su forma literaria, identificando al Estado como el agresor y al pueblo como la víctima.

Con base en lo anterior, a continuación, planteo una interpretación de la violencia representada en dos obras de este periodo: Un día en la vida (1980) del salvadoreño Manlio Argueta, y Crónica de los años de fuego (1993) del guatemalteco Marco Antonio Flores.

La violencia política en Un día en la vida, de Manlio Argueta, y Crónica de los años de fuego, de Marco Antonio Flores

Un día en la vida (1980), de Manlio Argueta, es una novela escrita en clave testimonial, a partir de una entrevista que su autor realizó a una campesina salvadoreña de nombre Guadalupe, quien a su vez es la protagonista. A nivel formal, la novela se divide en 19 capítulos. Cada uno de ellos marca un segmento de tiempo del día, como el título anuncia, se trata de Un día en la vida de una campesina. Así, el primer capítulo marca las 5:30 a. m. y el último las 5:00 p. m.. En cuanto a la focalización, los hechos y peripecias son relatados desde la perspectiva de un narrador autodiegético que habla, principalmente, a partir de un “yo”, pero que se alterna también con un “nosotros” para hablar en nombre de la colectividad.

En el relato predomina el monólogo de la protagonista Guadalupe, pero también se intercala con el de otras tres mujeres: Adolfina, María Pía y María Romelia; de la misma manera sucede con el monólogo de la Guardia Nacional, titulado: La Autoridad. A partir de esta multiplicidad de voces, Argueta propone una polifonía discursiva que se traduce en una multiplicidad de subjetividades que dan cuenta de la experiencia del mundo rural y campesino de El Salvador durante la década de 1970. En cuanto a las voces femeninas, estas develan las dramáticas condiciones sociales en las que vivieron los campesinos salvadoreños bajo el asedio y la persecución política por parte de los cuerpos represivos del Estado, y cómo los campesinos terminan traduciendo toda esa violencia en conciencia política. Con respecto a las voces de la Guardia Nacional, estas testimonian las circunstancias y razones que hicieron que ellos devinieran en victimarios. Se anteponen dos visiones: la de las víctimas y los victimarios.

Por la temática, la novela se circunscribe dentro de una estética realista de corte testimonial, como antes he desarrollado en la parte de los antecedentes. Este tipo de literatura, a decir de Alexandra Ortiz, intentó llenar un vacío histórico y cultural proponiendo “la conformación de una identidad nacional como parte de la problemática del Estado-Nación desde la experiencia revolucionaria…, [cuya finalidad fue] producir consenso y conciencia de clase en y desde los sectores populares” (Ortiz Wallner, 2007, p. 86). En concordancia con esto, Un día en la vida de Argueta cumplió una función pedagógica, la cual residió en generar conciencia política al exponer la explotación y violencia de la que fueron víctimas el campesinado salvadoreño.

La violencia que Manlio Argueta construye literariamente en esta novela es ejercida por el Estado, de arriba hacia abajo, contra aquellos sujetos que representan una amenaza para el poder y el orden establecido en las relaciones de dominación. La represión es operada por la guardia contra aquellos que representan una amenaza al capital: “lo que no entiendo todavía es por qué los guardias se ponen al lado de los ricos” (Argueta, 2006, p. 42), dice la protagonista Guadalupe, sorprendida de reconocer que sus victimarios son de su misma clase y se han vuelto en contra de ellos.

La intención discursiva principal de la novela es dar a conocer la represión y la atmósfera de terror que experimentaron los campesinos salvadoreños por parte de la Guardia Nacional, tal como se visualiza en las siguientes citas:

la guardia es severa y no se anda con remilgos para bajarle el machete al más pintado a puros culatazos. […] Pues eso tiene la guardia, siempre cumplen su palabra y el que se les opone ya sabe a qué atenerse, la guardia es la que ha puesto el orden siempre, agarra a planazos o fusilazos al que no cumple la ley (Argueta, 2006, p. 35).

“Desde que tengo edad las autoridades han sido así, primero disparan y después preguntan”. […] “No se trata solo de enojarse, de indignarse”. Yo también voy entendiendo. “Se debe llamar conciencia y no rebeldía” (Argueta, 2006, p. 104).

Se trata de una violencia que tiene significado político, tanto para el campesinado / los campesinos como para la Guardia Nacional. Cuando Argueta otorga voz a un elemento de la Guardia, que se enorgullece de haber recibido instrucción militar por parte de los propios norteamericanos, y que no duda en reconocer que prefiere al extranjero antes que al “guanaco”, so pretexto que el salvadoreño “tiene predilección por el comunismo”, desde el levantamiento campesino de 1932, dice lo siguiente:

cuando no haya tanto agitador porque los hemos exterminado a todos, no es que se va a terminar nuestro trabajo sino que va a ser de otra clase: por ejemplo hacer campañas demográficas para que puedan evitarse los hijos. Esa será nuestra misión futura. La patria va a ser grande cuando solo tenga los hijos necesarios que la amen y la respeten y mueran por ella (Argueta, 2006, p. 116).

La cita anterior expone a los elementos represivos como personas en demasía ideologizadas, como reproductores y defensores de las ideas de las clases dominantes. Mataban por el ideal de una “patria grande”, libre de comunistas, enemigos del Estado y del capital. “Nosotros estamos precisamente para evitar las envidias, exterminarlas a punta de bala, decisión y firmeza. Estamos preparándonos más y más, porque el comunismo ya viene” (Argueta, 2006, p. 114), expresa uno de ellos.

Del lado de las víctimas, sus maneras de padecer y resistir esta violencia devienen en articulaciones colectivas. Una violencia que lleva a los campesinos a adquirir conciencia política de su lugar en las relaciones sociales, y a organizarse en la unión de trabajadores campesinos.

Y hasta que fui descubriendo la palabra explotado. Los campesinos somos explotados en este país. De ahí vienen nuestras pobrezas. Si nos pagaran bien sería otra cosa. Pero siempre seríamos explotados. Los cipotes tienen que ir a la escuela para que no crezcan ignorantes,… y comprendan más fácilmente el problema de nosotros los campesinos (Argueta, 2006, p. 178).

La novela culmina con el relato de Guadalupe sobre la muerte de su esposo: José. Ella describe la manera en que atestiguó cuando los escuadrones del ejército torturaron y asesinaron a su marido a sangre fría. Experiencia traumática que, a pesar del dolor y del duelo, interpreta como un sacrificio a favor de la justicia. “Si a mí me toca derramar la sangre, mi sangre, no importa, si es por el bien de todos. […]. La conciencia, me dice, es sacrificarse por los explotados” (Argueta, 2006, p. 147), recuerda que le dijo su marido. Mientras que la Guardia lo pone como ejemplo: “queremos que se miren en este espejo, así van a terminar todos, los que no quieren a los ricos, porque los enemigos de la democracia les han metido un veneno en el corazón” (Argueta, 2006, p. 163).

Esta violencia ejercida por el Estado, y que Argueta supo representar poéticamente en su novela, como demostró la historia, terminó solamente por radicalizar más a los grupos oprimidos, haciendo que estos tomaran las armas. Como ha demostrado Ralph Sprenkels (2014) y Joaquín Chávez (2017), fueron mayoritariamente campesinos, más que proletarios, quienes engrosaron las filas de la guerrilla salvadoreña. Las cifras de la desmovilización del FMLN en 1992 indican que del total de 15 000 desmovilizados, entre estructuras militares, lisiados y cuadros políticos, aproximadamente 80 % era de origen campesino (Sprenkels, 2014). De ahí que este sector fue el que pagó con un costo más alto la violencia.

En el caso de Marco Antonio Flores, la violencia representada en su poemario Crónica de los años de fuego, publicado en 1993, antes de los Acuerdos de Paz (1996) en Guatemala, es similar a la que construye Argueta. Similar en el sentido de que es una violencia ejercida por el Estado en las zonas rurales, pero diferente, en tanto que él registra deícticos literarios que hacen referencia a los indígenas y a la cosmovisión del mundo maya. Funde en este poemario al indígena y al campesino en una experiencia colectiva y de resistencia contra la represión del ejército, pero privilegiando como sujeto principal a la colectividad indígena.

A nivel formal, el poemario se divide en cinco extensos poemas, escritos de acuerdo con las consideraciones del verso libre. Predomina en ellos un lenguaje referencial y prosaico que relaciona intertextos históricos de Guatemala. El primer poema se titula “La tierra”, y relata el vínculo que une a hombres y mujeres a la tierra. El segundo, se titula “El hombre” y amplía al primero explorando la creatividad humana, la técnica que le permite imponérsele al barro convirtiéndolo en un alfarero o sobre la tierra cultivando la agricultura. El tercero es “Éxodo”, y, como el título lo anuncia, relata los desplazamientos poblacionales causados, sobre todo, por la violencia. Y los dos últimos son: “La masacre” y “La guerra”, donde el autor presenta a los indígenas resistiendo a la represión del ejército guatemalteco.

Lo que realiza Marco Antonio Flores es un intento por historizar y estetizar la violencia sufrida por los indígenas. Una violencia física y simbólica que, en perspectiva de este poemario, inicia desde el momento en que esta colectividad fue subalternizada por los españoles hasta el presente que es evocado en los dos últimos poemas, cuando la violencia es ejercida por el ejército en la década de 1970. En el poema “La guerra” lo deja claro: “Arrasaron 22 aldeas en el Quiché, las Verapaces, Huehuetenango y Sololá./ Mi mamá decía que ya había pasado esto cuando llegaron los españoles con sus barbas y sus fusiles” (Flores, 1993, p. 30).

Al igual que la novela de Manlio Argueta, en Crónica de los años de fuego, Flores construye literariamente al victimario de la violencia representado en la figura del Estado, en su caso el Estado guatemalteco, que al igual que el salvadoreño no dejó otra opción a su ciudadanía subyugada que la de plantearse la solución por la vía armada. Como ha dicho Edelberto Torres Rivas, una revolución se concibe “cuando no hay otra salida, cuando se enfrenta a condiciones que se agravan y el Estado responde a la protesta política con una violenta represión, permanente e indiscriminada” (Torres-Rivas, 2011, p. 29). El poemario deja constancia, desde la perspectiva de las víctimas, de esta toma de conciencia política respecto a la violencia:

El gobierno arrasa, bombardea aldeas y caseríos,/ selvas y ciudades,/ y de eso sentimos un dolor porque somos humildes,/ somos gentes humanos./ Quiere que siempre va a estar gobernando/ pero nosotros estamos cansados de que se siga asesinando/ a los pueblos./ De eso, nosotros nos duele./ Por eso seguimos en la lucha y no acaban con nosotros./ Entonces eso ponemos a pensar,/ que nosotros tenemos también que luchar y vamos a ser libres (Flores, 1993, p. 38).

Crónica de los años de fuego es una manera de estetizar la colectividad indígena, y una manera de representar, desde la poesía, el escenario bélico que predominó como experiencia durante la segunda mitad del siglo XX en Guatemala. El poemario indaga el origen de la violencia ofensiva ejercida por el Estado y de su contraparte: la violencia defensiva e insurgente, resultado de la primera.

Los pueblos, los caseríos, las parcelas, los comunes, las cooperativas, las familias, los clanes, los extraños y los conocidos, se alzaron,/ se fueron para el monte con su costal a tuto/ y retahíla de ishtos detrás, como colas de chucho./ Todo el mundo quería una anímala, una chispera, un palo de fuego, un trabuco, una escopeta, una ametralladora,/ una granada,/ para vengar el tiempo de la vergüenza (Flores, 1993, p. 36).

En ambos casos, en la novela Un día en la vida y en el poemario Crónica de los años de fuego, los autores pretenden cumplir el rol de intermediarios de los sujetos colectivos marginados. El despertar de la conciencia política de sus personajes ocurre como respuesta a la violencia represiva y a la explotación. El sujeto colectivo adquiere conciencia de sus circunstancias históricas por el atentado que el Estado y el ejército hacen contra su integridad, y de la magnitud criminal de la agresión.

La violencia de posguerra y sus representaciones en la literatura

La violencia como tema en la literatura centroamericana de posguerra ha sido muy estudiada. La mayoría de los críticos la han relacionado, principalmente, con el desencanto y frustración producidos por la pérdida de fe en los proyectos políticos utópicos que marcaron el siglo XX (Cortez, 2010). Sin embargo, de manera escasa (Kokotovic, 2012) se le ha relacionado con el ajuste estructural que tuvieron las sociedades centroamericanas durante la década de 1990, lo que se dio a conocer como el modelo neoliberal. Modelo que, además de la implementación del ajuste estructural económico, formó en las recientes sociedades de posguerra un imaginario de la violencia distinto al de la guerra (Moodie, 2017).

La aplicación del neoliberalismo requirió sociedades sin guerra gobernadas por regímenes democráticos y no militares (Baldovinos, 2012). Paradójicamente, el crimen y la inseguridad pública en Centroamérica surgieron cuando las sociedades abandonaron los gobiernos autoritarios y se convirtieron en democracias, o como les llamó Ellacuría en su tiempo, en “apariencias reales de democracia” (Ellacuría, citado por Samour, 2015, p. 94, 2015) que solo eran mantenidas siempre y cuando no pusieran en peligro las estructuras de los poderes dominantes en el área centroamericana.

En la actualidad, de acuerdo con el Programa Estado de la Nación (2011), Centroamerica figura en la lista de las sociedades más inseguras del hemisferio occidental, particularmente los países del triángulo norte (en 2016, en Guatemala la tasa de homicidios por cada 100 000 habitantes se situó en 27.3; en El Salvador en 81.7; y en Honduras en 58), de ahí que sus habitantes estén más preocupados por la violencia común que de lo que estuvieron en el pasado por la violencia política (Cruz, 2003). ¿Qué sucedió? ¿Por qué, después de los Acuerdos de Paz, la violencia fue experimentada por la población como una violencia peor que la de la guerra? La respuesta sugiere, en primer término, una comprensión de las limitaciones que tuvieron los Acuerdos de Paz. Estos, si bien lograron reformas sin precedentes en las instituciones militares, judiciales y electorales de los dos países, en el plano económico no lograron alterar la estructura que generaba desigualdad social y la violencia estructural. Dicho de otro modo, se cambió el régimen militar por una democracia representativa, pero el sistema no se transformó, porque ninguna de las dos guerrillas, ni la salvadoreña ni la guatemalteca, tuvieron la correlación para ello. Tampoco el proceso de solución política negociada podía ir más allá de sí mismo (Rivera Sala, 2012). En términos de la violencia, podríamos decir que los Acuerdos lograron la paz política pero no la paz social (Cruz, 2003).

Al respecto, José Miguel Cruz señala que, en la Centroamérica de posguerra, la violencia adopta una nueva característica: su naturaleza impredecible. A diferencia de la inseguridad creada por la violencia y la represión propias de los regímenes militares, en los cuales las personas sabían a lo que se enfrentaban y cuáles áreas sociales y políticas estaban prohibidas por el régimen, la violencia y el crimen de posguerra se caracterizan por gestar en la población temores sociales difusos (Cruz, 2003). Por su parte, la antropóloga Ellen Moodie (2017) ha argumentado que el surgimiento de la violencia de posguerra (en el caso salvadoreño, pero el análisis también podría aportar para entender el caso guatemalteco) está íntimamente ligado con las políticas de ajuste estructural1. Después de la transición democrática, el nuevo Estado, conducido por la derecha y dominado por una nueva facción transnacional de élites alineadas al neoliberalismo, o en palabras de Moodie, “al último y más feroz modo de acumulación capitalista” (2017, p. 99), promovió en la sociedad la gestión individual del riesgo sobre la violencia.

De acuerdo con esta visión, el peligro para la paz y la democracia, en este marco, no son los individuos sino la ideología cuando es ejercida colectivamente, como fue el caso durante las décadas comprendidas entre 1970 y 1980. De este modo, al Estado le fue favorable que la población asumiera la violencia de posguerra como riesgo individual, y que interpretara los delitos y crímenes como actos atomizados, desconectados de las relaciones sociales o de las condiciones políticas. Su lógica era que, si la población asocia la violencia a hechos individuales y no estructurales, entonces el Estado capitalista puede gobernar de manera más efectiva.

Sobre este punto, Syak Valencia (2016) también ha aportado un concepto que puede ser útil para leer estos procesos. Para ella los Estados-nación se han convertido en Mercados-nación y operan en una red que tiene como fin la protección del capital. Según esta autora, la violencia que opera en el contexto del neoliberalismo se debe a que “el trabajo como una actividad social significativa ha sido reemplazada por el consumo, incluso en lugares extremadamente desfavorecidos y marginados” (Valencia, citada por Estévez, 2010, p. 230). A causa de la presión generalizada por el consumo, quienes no pueden alcanzar tales niveles de consumo, encuentran en la economía criminal y el uso de la violencia una herramienta de mercado convertida en alternativa. Esto sumado al desprecio hacia la cultura del trabajo y la clase trabajadora.

En esta misma vía, Rita Segato ha propuesto pensar la violencia actual que acaece en muchos países de América Latina ya no como deformación de las antiguas formas de la guerra, esto es entre enemigos claramente distinguibles, sino como una violencia brutal y despiadada que responde al mandato de masculinidad, pero que también “innova por el lado de la crueldad, de las economías en juego (privatización e informalización de la guerra) y de las técnicas de control y despojo territorial” (Segato, 2013, p. 11). Esta violencia, que se presenta como caos y negación de cualquier posibilidad de solución colectiva, diseña “escenarios bélicos difusos y en franca expansión, vinculados estrechamente a la informalización de la economía y al aumento vertiginoso del capital no declarado” (Segato, 2013, p. 44). Esta lectura también aplicaría para las sociedades centroamericanas, especialmente las del triangulo norte.

En el caso de El Salvador, la proyección fue que, tras los Acuerdos de Paz, el país se convertiría en una nación moderna de inversión, pero en una nación moderna es necesario borrar las huellas de la guerra. Ningún crimen entonces debía tener connotación política: “La nación nunca está en peligro, solo las personas” (Moodie, 2017, p. 100). Se promovió así, desde el Estado, que cualquier delito u homicidio en la posguerra no eran críticos, puesto que no ponían en riesgo su estabilidad, ni tampoco lo desafiaban. Eran crímenes que afectaban a las personas, pero no ponían en cuestión al statu quo neoliberal. La transición democrática, entonces requirió, por parte del Estado, una recodificación de la violencia. Si durante la guerra el supuesto instituido era que casi toda la violencia emanaba de algún conflicto ideológico-político, en la posguerra, el crimen se asumió como común, como actos aleatorios de violación. A esta recategorización Moodie la llama el “cambio de código crítico en la posguerra”, concepto que resulta provechoso para interrogar la literatura de posguerra.

Frente a esta consolidación del modelo neoliberal, el escritor y crítico costarricense Daniel Quirós sugiere que las representaciones literarias de cinismo y sociedades llenas de corrupción, violencia y criminalidad, presentes en la literatura de posguerra, pueden ser leídas como una “respuesta crítica ante el intento del capitalismo neoliberal de constituirse como la única lógica social, política y económica” (Quirós, 2010, p. 2) particularmente, tras la caída del proyecto izquierdista a nivel regional y global.

La violencia social en El arma en el hombre, de Horacio Castellanos Moya, y El Cojo bueno, de Rodrigo Rey Rosa

El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya, novela segmentada en 37 capítulos, relata, desde un narrador intradiegético, la historia de Robocop, un exmilitar salvadoreño que, tras la firma de los Acuerdos de Paz, no encuentra otra manera de integrarse a la nueva sociedad posconflicto más que como sicario. Este, al no encontrar empleo, aprovecha las habilidades militares que heredó de la guerra y se incorpora a una banda que se dedica al robo de vehículos y al sicariato. Las traiciones al interior de esta banda de delincuentes lo hacen moverse a otra, integrada por ex guerrilleros y ex soldados que en la frontera de Guatemala custodian plantaciones de droga. Estos grupos operan como comandos altamente especializados en el escenario de una débil transición política.

En la novela El arma en el hombre, Castellanos Moya construye una violencia que ya no es política, en el sentido de que ya no es ejercida, ni en defensa, ni contra el Estado. A diferencia de la literatura comprometida, en la que se enmarcaría Un día en la vida, de Manlio Argueta, y Crónica de los años de fuego, de Marco Antonio Flores, esta novela no está regida por un ideal político que defina el destino de sus personajes. Aún cuando estos han sido marcados por el conflicto armado, nunca se nos dice, a lo largo del relato, en qué consistió la guerra de la cual les fueron heredadas sus habilidades militares. De ahí que las acciones violentas de los personajes carecen de una subjetividad política. Robocop, por ejemplo, en sus momentos de inactividad, expresa que extraña el combate y que necesita de la acción violenta como si se tratase de un deporte. En ningún momento lucha en nombre de un ideal. A decir de Juan Antonio Masoliver, lo que se nos revela, a través de sus actividades violentas, “es que Centroamérica, o por lo menos El Salvador y Guatemala, es una compleja red de organizaciones terroristas: las Fuerzas Armadas, la policía o los traficantes de drogas” (Masoliver Rodenas, 2001, párr. 9).

La novela también representa una de las debilidades que tuvo la transición democrática en El Salvador. Más de 450 000 personas fueron desmovilizadas, de las cuales 90 % provenía de las fuerzas de gobierno (Cruz, 2003). Como ha señalado José Miguel Cruz, las transiciones políticas centroamericanas “no sólo le retiraron al ejército el control directo del poder, sino que también crearon una amplia legión de desempleados con habilidades militares en un contexto de paz” (Cruz, 2003, p. 25). En esta legión se encontraría el protagonista Robocop, quien durante la guerra fue sargento pero que después de la paz negociada, y su desmovilización, se encontró desempleado y sin más pertenencias que tres fusiles, ocho granadas de fragmentación, su pistola nueve milímetros y un cheque por tres meses de salario.

Convertirme en civil fue difícil […]. No lo creí. Las negociaciones me parecían una estratagema, por lo que supuse que toda esa palabrería de los Acuerdos de Paz constituía una tregua, y que en pocas semanas entraríamos nuevamente en combate, para acabar de una vez por todas con la subversión. […] Pero poco a poco fui comprendiendo que estaba equivocado: la guerra había terminado (Castellanos Moya, 2001, p. 12).

Le dije que no tenía empleo fijo, que ahí me la iba llevando, haciendo algo por aquí, otra cosa por allá, la reinserción había sido difícil (Castellanos Moya, 2001, p. 39).

Robocop con sus hablidades militares no encuentra modo de insertarse a la nueva sociedad neoliberal pero encuentra en la economía criminal y el uso de la violencia una herramienta de mercado convertida en alternativa en el sentido que lo platea Sayak Valencia (2016).

El arma en el hombre recrea una violencia que pone en tela de juicio la firma de los Acuerdos de Paz, en el sentido de que dicho acuerdo, si bien cambió el régimen, no significó el fin de la violencia. Al contrario, fue recodificada de una violencia política a una violencia social despolitizada. En la novela hay un momento en el que Robocop, el protagonista, trabaja conjuntamente con ex miembros de la guerrilla en las montañas de Guatemala cuidando una plantación de droga, lo cual podría tomarse alegóricamente como la despolitización absoluta de los dos bandos, otrora contrarios y en conflicto por diferencias políticas.

Confirmé que varios elementos del pelotón, incluido el teniente Pedro, habían combatido en las filas de los terroristas. […] Habían formado parte del mismo campamento, en una zona montañosa donde los del Acahuapa incursionábamos con frecuencia. También la gorda Rita, junto con la mujer del teniente Pedro -una alemana de nombre Catarina, ahora responsable del mantenimiento de las plantaciones de flores-, habían pasado la guerra en ese campamento terrorista (Castellanos Moya, 2001, p. 88).

Además de reincorporar a esta nueva violencia de posguerra a exguerrilleros y militares, se integra a la ciudadanía común. Este fue el caso de “El viejo”, jefe del pelotón que se encarga de proteger el cultivo de droga al que Robocop se integra, después del robo de automóviles y los asesinatos de San Salvador. “Este había llegado al campamento de manera fortuita, procedente de la cárcel –donde purgaba una pena por un crimen cualquiera–, después de una fuga masiva, propiciada por un ataque con el que los terroristas buscaban liberar a sus camaradas” (Castellanos Moya, 2001, p. 89).

De esta manera, la novela da cuenta de la violencia que caracteriza el periodo de posguerra de las sociedades centroamericanas: una violencia despojada de intención y significado político.

Por su parte, El cojo bueno (2001) cuenta la historia del secuestro de Juan Luis Luna, hijo de una familia adinerada de Guatemala, a quien sus captores le amputan un dedo como medida de presión para exigir a su padre medio millón de dólares por el rescate. El padre se niega a pagar dicha recompensa y los secuestradores terminan amputándole el pie. El padre finalmente paga y Juan Luis Luna es rescatado. Tras este hecho, el protagonista intenta reconstruir su vida fuera de Guatemala, llevando una existencia errante por ciudades como New York, Madrid y Tánger, hasta que decide regresar de nuevo a su país natal. Los recuerdos y secuelas del secuestro nunca dejan de asediarlo.

Para enmarcar mejor esta novela, destacamos algo que el escritor y crítico guatemalteco Dante Liano refirió en su Visión crítica de la literatura guatemalteca. Para este autor, la violencia es el tema por excelencia en la literatura guatemalteca. Aun cuando los escritores deliberadamente eviten la denuncia social, por motivos estéticos o políticos, la violencia siempre aparece disfrazada. De acuerdo con él, esto tiene su razón en el hecho de que en Guatemala la violencia:

no proviene sólo de instancias históricas contingentes, sino que pertenece a una tradición secular y […] más que una tipología caracterológica del habitante del país, se trata de la persistencia de formas de articulación de la sociedad basadas en la relación violenta entre los hombres (Liano, 1997, p. 260).

En la novela no se hace ninguna referencia a la guerra. Al igual que en El arma en el hombre no existe para sus personajes un ideal político como punto de referencia. El secuestro, elemento que desencadena todo en la historia, se realiza por dinero, no en favor o en contra de un proyecto ideológico. El protagonista, Juan Luis Luna, asume las consecuencias de este flagelo de manera individual y tiene que debatirse internamente entre el deseo de venganza, el perdón y la imposibilidad del olvido de su secuestro. Cuando finalmente puede cobrar venganza, en su encuentro con uno de sus captores, opta mejor por el perdón.

En todo este desgarramiento interno, el Estado y sus instituciones de justicia se encuentran ausentes. En ningún momento a este personaje se le ocurre acudir a la policía o a la fiscalía para exigir justicia, por el contrario, expresa desconfianza cuando su esposa le sugiere que llame a la policía para que se haga cargo de La Coneja, uno de sus captores, al encontrarlo en Quetzaltenango.

—¿Y la policía?

—No, gracias. No necesito crearme más problemas.

—Tienes razón (Rey Rosa, 2001, p. 105).

La violencia representada en esta novela tiene que ver con el riesgo individual. Se trata de vendettas personales y no colectivas. Juan Luis Luna, en sus reflexiones sobre lo sucedido y sobre su deseo de venganza después de ser liberado, no dirige ninguna cuota de responsabilidad al Estado en el incremento de los secuestros y de la violencia de posguerra, concluye decididamente que no quiere tener hijos.

vio una fotografía en un marco dorado, barroco, que le llamó la atención: un bebé desnudo, sentado en la arena negra de una playa del Pacífico; […] sin duda hijo de la Coneja. Curiosamente, Juan Luis estuvo seguro en ese momento de no querer descendencia, y le pareció que eso tenía algo que ver con el hecho de que ahora, cuando pudo tomarla, no había sentido más que un deseo demasiado débil de venganza (Rey Rosa, 2001, p. 93).

No es que la violencia de posguerra ya no sea política, toda violencia lo es. Sin embargo, en la representación de la violencia que estas dos novelas realizan, las violaciones a la ley se convierten en hechos atomizados y descontextualizados. Robocop, por ejemplo, dedicado al sicariato, al robo y al secuestro, es un peligro que no importa al Estado salvadoreño de posguerra que ha consolidado ya su modelo neoliberal. Sus acciones solo afectan a ciudadanos comunes, no son una amenaza para el Gobierno, ni para las empresas ni las corporaciones que dependen del funcionamiento del Estado. Lo mismo podría decirse del secuestro de Juan Luis Luna en el El cojo bueno, en el que la víctima tiene que asumir el riesgo frente a la violencia de posguerra de manera individual, pues en una democracia de mercado, la libertad y el riesgo se experimentan de manera individual, no colectiva. En ese sentido, Guadalupe, la protagonista de Un día en la vida, sí representa un peligro ya que, al adquirir conciencia, procura una salida colectiva a esa violencia estructural, es decir, desafía al Estado.

Conclusiones

En este ensayo he analizado las representaciones de la violencia en dos obras correpondientes a la sensibilidad estética de la década de 1980 y en otras dos correspondientes al periodo de posguerra. Esto para analizar el modo en que la literatura da cuenta del tránsito de una violencia política a una violencia social. Tránsito que también se vincula al cambio de paradigma de una estética testimonial realista al de una estética del desencanto. A partir de esto, podríamos concluir que la literatura, para los dos periodos analizados, participó en la construcción de los acontecimientos sociales. En el periodo de la década de 1980, como se muestra en Un día en la vida y en Crónica de los años de fuego, ensayó, desde la estética y la ficción, nuevos modos de encarnar la colectividad frente a la violencia y la represión de los estados centroamericanos. De igual modo, para el periodo del posconflicto, como se muestra en El arma en el hombre y en El cojo bueno, está evidenciada como la violencia de posguerra, que surgió paralelamente a la implementación de los ajustes estructurales y la economía de mercado, afectó, principalmente, no al Estado ni a las empresas sino a los individuos desarticulados de la colectividad, a la vez que los responsabilizó de la gestión de su propio riesgo. Así, la subjetividad que se sedimenta, tanto en la novela de Castellanos Moya como en la de Rey Rosa, está en sintonía con una ética de posguerra, a la que Ellen Moodie ha señalado como “desarticulada e individualista” propia de “una democracia en la que la libertad se define mediante las economías de libre mercado y la lógica del capitalismo global” (Moodie, 2017, p. 107).

Además, es sugerente decir que no se trata de que la literatura comprometida tuvo una función política y la literatura de posguerra no; o que hay que idealizar la violencia revolucionaria representada en la literatura comprometida, porque encausaba poderosos agenciamientos y sentimientos de autonomía de las colectividades subalternas, mientras que la violencia de posguerra representa una violencia sin ideales políticos. A pesar del desencanto y la falta de afiliación a un proyecto político específico, la literatura de posguerra tiene un actuar político importante. Este consiste en evidenciar, consciente o inconscientemente, la atomización que sufren los sujetos dentro de la sociedad neoliberal, la cual les ha reducido a individuos despojados de lo colectivo. Son obras que nos invitan a reflexionar en nuevas posibilidades de actuación colectiva e individual y en nuevas maneras de relacionarnos con el poder.

Al tener en cuenta que la literatura juega un papel importante en el proceso dentro del cual las sociedades centroamericanas negocian la definición y el sentido de la violencia, valdría la pena investigar en el futuro si estas representaciones que construye la literatura contemporánea, al tiempo que evidencian de manera crítica la violencia de posguerra, también podrían contribuir a una espectacularización de este fenómeno. Es decir, si al modelizar de manera reiterada a las sociedades centroamericanas como violentas, corruptas y criminales podría terminar reproduciendo el retrato oficial y globalizado que se tiene de Centroamérica.

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Notas

1 Este aumento de la criminalidad, según Moodie (2017), también coincidió con la democratización y el reajuste estructural, no solo en El Salvador, Brasil y Haití, sino en todo el mundo: en Sudáfrica, Rusia y otros lugares.

Notas de autor

* Salvadoreño. Licenciado en Letras y Maestro en Estudios de Cultura Centroamericana, ambos grados por la Universidad de El Salvador (UES). Escritor e investigador independiente, Ciudad de México, México. Correo electrónico: allanbarregaldamez@gmail.com ORCID: http://orcid.org/0000-0002-8368-9530
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