Ensayos

El territorio posmoderno: un acercamiento normativo a los procesos de producción, organización y orientación del espacio

The Postmodern Territory: A Normative Approach to the Processes of Production, Organization and Orientation of Space

O território pós-moderno: uma abordagem normativa dos processos de produção, organização e orientação do espaço

Juan Camilo Puentes Sánchez 1
Universidad de Salamanca, España

El territorio posmoderno: un acercamiento normativo a los procesos de producción, organización y orientación del espacio

Revista Humanidades, vol. 14, núm. 1, e56278, 2024

Universidad de Costa Rica

Recepción: 06 Septiembre 2023

Aprobación: 15 Diciembre 2023

Resumen: La posmodernidad no se circunscribe únicamente a las profundas transformaciones de las estructuras sociales o culturales originadas en el último siglo, sino también a las de ciertas estructuras políticas tradicionales como el Estado y sus elementos constitutivos. A través de un enfoque normativo, el presente ensayo analiza los cambios del territorio ocasionados por la hegemonía de las fuerzas posmodernas representadas en el capitalismo posindustrializado, la globalización, y la revolución informática y comunicativa. Los resultados preliminares explican dichas dinámicas transformativas a partir de tres procesos interrelacionados: la producción, la organización y la orientación del espacio. En cada uno de esos niveles, el territorio deja de ser un objeto político por naturaleza, capaz de cumplir sus funciones congregacionales en torno a un ideal político comunitario para convertirse, en cambio, en una unidad política que privilegia otro tipo de intereses, ante todo, de índole económica.

Palabras clave: Estado, sociedad, globalización, espacio abierto, cambio social.

Abstract: Postmodernity is not limited only to the profound transformations of social or cultural structures originated in the last century, but also to certain traditional political structures such as the State and its constituent elements. Through a normative approach, this essay analyzes the changes in the territory caused by the hegemony of postmodern forces represented especially in post-industrialized capitalism, globalization, and the information and communication revolution. The preliminary results explain these transformative dynamics from three interrelated processes: the production, organization, and orientation of space. At each of these levels, the territory ceases to be a political object by nature, capable of fulfilling its congregational functions around a community political ideal, to become, instead, into a political unit that privileges other types of interests, especially, economic ones.

Keywords: State, society, globalization, open spaces, social change.

Resumo: A pós-modernidade não se limita apenas às profundas transformações das estruturas sociais ou culturais que tiveram lugar no último século, mas também às de certas estruturas políticas tradicionais, como o Estado e os seus elementos constitutivos. Através de uma abordagem normativa, este ensaio analisa as mudanças territoriais provocadas pela hegemonia das forças pós-modernas representadas no capitalismo pós-industrializado, na globalização e na revolução da informação e da comunicação. Os resultados preliminares explicam estas dinâmicas transformadoras em termos de três processos inter-relacionados: a produção, a organização e a orientação do espaço. A cada um destes níveis, o território deixa de ser um objeto político por natureza, capaz de cumprir as suas funções de congregação em torno de um ideal político comunitário, para se tornar uma unidade política que privilegia outros interesses, sobretudo económicos.

Palavras-chave: Estado, sociedade, globalização, espaço aberto, mudança social.

1. Introducción

Epistemológicamente, el tiempo, en contraposición al espacio, ha concentrado en mayor medida la atención del pensamiento político occidental. La consideración de la historia como un factor explicativo (correlacional) del presente o, incluso, como un elemento determinante (predictivo) del futuro, ha obnubilado el papel intrínseco de la geografía y su capacidad de injerencia en la configuración de procesos sociales. El Estado, bajo esta premisa, se ha pensado como un elemento político derivado de las lógicas cronológicas que han determinado su creación, su transformación o su declive, mas no como un producto de las interacciones socioespaciales de sus miembros, particularmente, con el territorio que ocupan. Por ello, a manera de ejemplo, no resulta ajeno encontrar, en la literatura científica hegemónica, una consideración evolutiva y temporal del Estado que, en un sentido diacrónico, abarca desde sus antecedentes más remotos las épocas premodernas hasta los modelos estatales de la actualidad.

La posmodernidad, en medio de sus diversas acepciones, puede ser considerada como la última etapa de esta secuencia cronológica en la que se han afectado sustancialmente los arquetipos, estructuras y procesos establecidos por tradición, consenso o aceptación. Para explicar esta época, las teorías políticas existentes (que se subsumen en teorías filosóficas, sociales o económicas más grandes) han privilegiado una metodología fundamentada en categorías como el tiempo (instantaneidad) o el sujeto (personalización), dejando en un segundo plano, precisamente, conceptos, fenómenos y procesos de carácter espacial. Por este motivo, la presente investigación pretende indagar las relaciones políticas entre posmodernidad y Estado a partir del estudio de uno de sus componentes esenciales: el territorio. Esto significa no solo verificar las transformaciones de los métodos tradicionales de apropiación del espacio por parte del Estado, sino también poner en evidencia la injerencia de factores exógenos en la construcción del territorio y, por último, valorar su operatividad, eficiencia y finalidad.

Para ello, en un primer momento, se explica, de manera general, el proceso de localización como un escenario imprescindible a toda forma de interacción comunitaria en el que se delimitan fronteras, se crean instituciones, se distribuyen cargas y potestades y, más importante aún, donde se aceptan las condiciones materiales y simbólicas para el ejercicio legítimo del poder. Para garantizar su funcionamiento, toda comunidad política organizada, inclusive si se trata de entidades relacionales o asociativas de otra naturaleza —como la familia, la escuela, la iglesia o la empresa—, debe ejercer cierta forma de dominación mediante la apropiación, la clasificación, la comunicación y el control del territorio. Por esta razón, se estudia, en principio, cómo el Estado, siendo la organización política más elaborada y estable a lo largo de la historia, se ha “apropiado” del territorio a partir del uso de la fuerza o del imperio de la ley y, subsecuentemente, cómo lo ha utilizado como un instrumento de cohesión y de control social.

Posteriormente, se analizan las transformaciones del territorio causadas por la posmodernidad. Bajo esta premisa, se estudian tres procesos concatenados entre sí: la producción, la organización y la orientación del espacio. La hipótesis central estriba en que la posmodernidad, a través del influjo de las lógicas del capitalismo, la tecnologización, la flexibilización, entre muchas otras, ha fragmentado la representación material y simbólica del territorio como una estructura topológica del Estado a través de la imposición de nuevos principios, valores y objetivos comunes. En otras palabras, lejos de una posición extrema y obsolescente, se busca corroborar que el territorio ha sufrido una transformación dialéctica o, para ponerlo en términos técnicos, una fragmentación inconclusa: por un lado, aún guarda (así sea de manera parcial) elementos y funciones propios de la modernidad como la cohesión y el control a través de ciertos marcos regulatorios; por el otro, es permeado por acontecimientos que permiten el surgimiento de poderes antagónicos que amenazan el monopolio estatal sobre el territorio, tales como los mismos sujetos políticos posmodernos, las ciudades globales, las empresas transnacionales, entre otros.

2. Localización

Toda organización política se fundamenta en el principio de territorialidad. Sus orígenes se remontan al largo proceso evolutivo de las especies en el que, por instinto, estas buscan a través de la demarcación del territorio su propia preservación y supervivencia (Montagu, 1973; Ardrey, 1997). Antropológicamente, la territorialidad humana1 es mucho más compleja y hace referencia a una estrategia calculable y teleológica en la que la delimitación del territorio pretende la preservación (ya no en un sentido biológico, sino político) y la dominación sobre personas, objetos y procesos. Por obvias razones, el principio de territorialidad antecede a la creación de estructuras como el Estado, sin que ello signifique la ausencia de puntos concomitantes entre ambos fenómenos; por el contrario, el progreso paulatino y constante de este último, incluso desde sus antecedentes grecolatinos, ha permitido una extrapolación, aplicación y desarrollo de este principio a escenarios cotidianos de convivencia.

Históricamente, el Estado, como si se tratase de un organismo vivo, se ha valido tanto de recursos materiales como simbólicos para garantizar su propia conservación y reproducción. Entre ellos, el uso de la fuerza y el imperio de la ley han sido algunos de los más efectivos, no solo por la capacidad regulatoria que imprimen en la realidad (por ejemplo, a través de la efectividad de los sistemas sancionatorios, la consolidación del orden social o la cohesión de los individuos en torno a ideales comunes), sino también por la eficacia en la apropiación del territorio. Este proceso, que puede confundirse con otros marcos referenciales conexos (área, escenario, espacio, dimensión, sitio, lugar, entre otros), no se desprende de contextos o acontecimientos geográficos, geométricos, topográficos o geológicos; más bien, se deriva de coyunturas y conflictos políticos, jurídicos y, si se quiere, económicos, que ponen en el centro del debate la existencia del derecho de propiedad (y, por extensión, de usufructo) sobre el territorio.

Así, la idea de apropiación se encuentra estrechamente ligada a la de propiedad privada. En épocas premodernas, la regla general aplicable fue el uti possidetis de facto, es decir, la adquisición del territorio a través del uso de la fuerza. De manera breve, la imposición de un Estado sobre otro permitía no solo la protección física de sus miembros, de sus instituciones o de sus representaciones culturales, sino también la conservación de su propio territorio y la adquisición de otros nuevos, así como la facultad para ejercer libremente sus derechos patrimoniales sobre ellos. La potestad de compra, venta, herencia, alquiler, tenencia o posesión sobre un espacio geográfico determinado era la misma que se podía ejercer sobre cualquier otro objeto privado. Por ende, el territorio, en principio, no poseía una naturaleza pública o una función social tal como la tienen los Estados en la actualidad; por el contrario, eran bienes susceptibles de transacción, pertenecientes a la esfera patrimonial de las autoridades legítimamente constituidas (monarcas, reyes, emperadores, etcétera).

Con el surgimiento del Estado moderno, fechado convencionalmente en 1648, se inició un proceso de reconfiguración geopolítica que, en sí mismo, reconocía en el incipiente derecho internacional una salida consensuada ante la alta volatilidad y amenaza del uso indiscriminado de la fuerza. La vinculatoriedad de los tratados de Münster y Osnabrück (antecedente moderno del uti possidetis iuris2, esto es, el hecho de resolver las disputas sobre el territorio a partir de consensos jurídicos estables) representó un avance significativo en varios sentidos: primero, sirvió como un instrumento de resolución de conflictos que garantizaba la convivencia pacífica de los Estados imperiales, dejando en un segundo plano, aunque no de manera inmediata, la ocupación, la conquista y la guerra como medios legítimos de apropiación; segundo, se instituyó el concepto de frontera, a diferencia de la “marca” medieval, como el factor limítrofe del territorio; y, tercero, permitió a los gobernantes el ejercicio soberano del poder dentro de los límites estatales establecidos (domestic politics) sin la interferencia o injerencias de autoridades externas (Gross, 1948; Caporaso, 2000).

En cualquier caso, ya sea a través del uso de la fuerza o del imperio de la ley, la apropiación del territorio se concibe teóricamente como el acontecimiento fundacional más importante de toda organización política. En palabras de Schmitt (2003), es un arquetipo constitutivo primario del que se derivan todos los poderes regulatorios, integradores y ordenativos de la sociedad. La identidad comunitaria, la cohesión social o la expedición de leyes no serían posibles sin la fijación de un punto geográfico inmóvil y estable que permita la interacción de los individuos y, a su vez, el desarrollo de procesos materiales y simbólicos en pro de la constitución de un proyecto mancomunado. Dicho de otro modo, la apropiación del territorio fija un orden o un “nomos”, como también diría Heidegger (1982), que no está sujeto a discusión, contradicción o exigibilidad, pues los integrantes de un Estado no poseen ningún tipo de autoridad o dominio subjetivo sobre él, y que vincula todas las formas posibles de existencia y representación en un solo lugar.

Ahora bien, la formulación de ese “nomos” no se realiza aislada ni automáticamente. Debe existir un movimiento originario (una guerra, un armisticio, un tratado, etcétera) que sea canalizado por los poderes instituidos, cuyas facultades, procedimientos e intereses, en el ejercicio del poder, sean los que determinen, en todo caso, la función política del territorio. Por ejemplo, en los regímenes autocráticos medievales, particularmente los monárquicos, los intereses del gobernante se reducían a la explotación económica del territorio a través de la concesión a los señores feudales. El vasallaje no era un método de adquisición de la tierra, era un contrato en el que se concedía una porción de esta sin transmitir la propiedad, en contraposición a los rendimientos económicos a que hubiese lugar. En resumen, el señor feudal, que era vasallo de otro señor jerárquicamente superior, era un simple poseedor de la tierra cuyo dominio, apropiación previa, pertenecía única e irremisiblemente al gobernante, no al Estado3.

En contraste, en los regímenes políticos modernos, la función del territorio es netamente colectiva: su titularidad es inapropiable subjetivamente y su delimitación, conservación y explotación se le atribuye única e irreductiblemente al Estado, no al gobernante. La participación política, la distribución del poder, el reconocimiento de derechos fundamentales, la cohesión social a través de la nación, entre muchos otros, son principios propios de este orden político que exigen: primero, la creación de una esfera pública universal que conduzca hacia la integración política del ciudadano con el territorio (principio de pertenencia que se materializa en los Estados modernos a través de la nacionalidad); y segundo, la limitación de la esfera privada a partir del reconocimiento de lugares autónomos de personalización (hogar, empresa, iglesia). Todo lo anterior, ineludiblemente, conduce a una consideración del territorio como un escenario público que, sin la injerencia de intereses o derechos subjetivos, permiten la construcción de instituciones, la implementación de ordenamientos normativos o la fundamentación de principios o valores aplicables universalmente.

Una vez que se ha consumado la apropiación del territorio, ya sea por fuerza o por consenso, se da lugar a los procesos de clasificación y comunicación. Materialmente, el territorio está subordinado a un espacio físico que no es infinito: debe contener límites geográficos que le permitan a los Estados el ejercicio irrestricto de la soberanía (jurisdicción) y, a su vez, el reconocimiento de territorios exteriores adscritos a otras instituciones y autoridades políticas. Anteriormente, las reglas de esta clasificación solo se circunscribían al componente territorial, entendido como las delimitaciones topográficas que se pudiesen establecer en la tierra o, técnicamente, en el suelo. Posteriormente, con la consolidación del derecho internacional público como marco regulatorio, se ha desarrollado una teoría mucho más amplia que adopta una perspectiva tridimensional del territorio y que incluye el suelo, el subsuelo, el mar territorial, la zona contigua, la plataforma continental, la zona económica exclusiva, el espacio aéreo, el espectro electromagnético, entre otros4.

Así las cosas, y como se apuntó anteriormente, la clasificación del territorio es imprescindible para el ejercicio de la soberanía y, más importante en épocas posmodernas, para el cabal funcionamiento del sistema político internacional. Sin embargo, es necesario anotar que este proceso involucra dinámicas más profundas relacionadas con el origen, la naturaleza y el reconocimiento de los derechos territoriales de los Estados y, particularmente, sobre la justificación de los agentes políticos que pueden ejercerlos (Moore, 2015). En otras palabras, la clasificación opera como un proceso político espacial que antecede la institucionalización del poder, en el que se legitiman potestades sobre el territorio, y no sobre los sujetos, y que permite, entre otros: delimitarlo geográficamente, nombrarlo y dotarlo de símbolos y representaciones, institucionalizarlo a través de estructuras, reglas y procedimientos, reconocerlo como la unidad espacial en la que habitan determinados conglomerados sociales, explotarlo económica y comercialmente, defenderlo ante ataques externos o supeditarlo a un ordenamiento jurídico.

A partir de aquí, el Estado debe valerse de instrumentos materiales y simbólicos que notifiquen la titularidad de estos derechos, arrogados por su propia voluntad, sobre el territorio previamente clasificado. Esta exteriorización debe buscar el reconocimiento y la aceptación tanto de los individuos que habitan dentro de sus fronteras como de aquellos que se encuentran fuera de estas. De no ser así, las autoridades se verían avocadas a una ausencia de legitimidad, no frente a la capacidad de instrumentalizar el poder (poder instituyente) o imponer medidas coercitivas (monopolio de la fuerza), sino frente al ejercicio soberano e irrestricto que debe efectuar sobre su propia geografía. Peor aún, sin este reconocimiento colectivo, el proceso de territorialidad y, por extensión, el de localización se desvanecerían por completo, lo que conduciría a un ejercicio fragmentado de control y preservación del territorio y, por consiguiente, abriría las puertas a un nuevo proceso, intermitente e inestable, de apropiación y clasificación (Sack, 2001).

Esta etapa comunicativa, por cierto, imprescindible, debe cumplir con ciertos criterios básicos de publicidad, ya sea de símbolos (seguridad, estabilidad, confianza), o de demarcaciones espaciales más elaboradas (fronteras naturales o artificiales). Como se había acotado, los modelos políticos premodernos no contaron con herramientas sofisticadas para delimitar con exactitud su territorio, así como tampoco para exteriorizar sus límites, sino hasta el surgimiento y consolidación de los marcos jurídicos modernos y, por supuesto, de las herramientas comunicativas, informativas y tecnológicas del siglo XX. En la actualidad, los procesos de comunicación se catalogan como presuposiciones políticas y no como acontecimientos contingentes: no es necesario esperar largos periodos de tiempo para reconocer la apropiación y clasificación del territorio por parte de un conglomerado social determinado; todo lo contrario, gracias a la instantaneidad y deslocalización de la era posmoderna, es posible identificar y reconocer estos procesos de manera inmediata y global.

Con todo lo anterior, es claro que cualquier forma de organización social, incluida el Estado, debe asentar su poder sobre un territorio determinado, el cual debe apropiarse, clasificarse, comunicarse y, por último, por vocación de perpetuidad, preservarse. Cronológicamente, las reflexiones socioespaciales surgidas desde 1648 han ido evolucionando, especialmente gracias a los marcos normativos internacionales, hasta llegar a una consideración teórica del territorio como un elemento estable, invariable e imprescindible de los Estados modernos. Tanto es así que, epistemológicamente, la misma literatura académica lo ha considerado como una presuposición básica de toda configuración política y, por ende, a la que no se le presta mucho interés investigativo, que se presume por la tradición y, ante todo, por los mismos procesos históricos. Sin embargo, al igual que ocurre con otros componentes político-estatales (nación, soberanía, ciudadanía, etcétera), también es susceptible de transformaciones y afectaciones sustanciales. En definitiva, la idea de territorio, tal cual como se ha concebido desde teorías institucionalistas, es decir, como un simple elemento físico del Estado, es insuficiente en la era de la posmodernidad. La influencia de fuerzas económicas, culturales y comunicativas ha deconstruido todos los niveles y etapas de la localización del territorio, desde la apropiación hasta el control, poniendo en vilo su naturaleza, sus funciones y sus objetivos tradicionales a partir de tres procesos concatenados: la producción, la organización y la orientación del espacio.

3. Producción del espacio

Espacio y territorio no son nociones equivalentes. Mientras el territorio es un concepto utilizado para denotar la existencia del Estado, o cualquier conglomerado social, y su posición fija en una porción particular de la geografía (Kelsen, 1949; Heller, 1998; Jellinek, 2000), el espacio se refiere a la convergencia de procesos físicos, sociales, políticos, ideológicos, entre otros, fundamentados necesariamente en dimensiones relacionales y experimentales (Soja, 1989; Lefebvre, 1991; Murphet, 2004). En palabras de Lefebvre (1991), el espacio es un producto, no una causa, que deviene de las interacciones de los sujetos, de sus vivencias, de sus preconcepciones, de su relación con el sistema político o de sus deseos subjetivos. En síntesis, es un concepto que compagina lo teórico con lo empírico, que no se manifiesta como un punto intermedio entre ciudadano y territorio, como lo harían las divisiones político-administrativas, sino, más bien, como un escenario contingente en el que se condensa geografía, infraestructura, emoción, percepción, relación, idiosincrasia, representación y significado.

Esta comparación no se traduce en una diferencia irreconciliable, pues, precisamente, las afectaciones surgidas en el territorio ocurren a partir del espacio. En la actualidad, las frecuencias en los procesos de localización, particularmente en las etapas de apropiación y clasificación, son mínimas en comparación con otras épocas históricas. La estabilidad política propiciada por las instituciones, las normas y los valores modernos, ha generado que, por lo menos en Occidente, las transformaciones territoriales ocurran imperceptiblemente, en especial a través de la injerencia de fuerzas metapolíticas. Bajo este supuesto, no es necesaria la concurrencia de acontecimientos tradicionales de localización como guerras, ocupaciones, tratados de paz, entre otros, para la producción irrestricta de espacios. En la posmodernidad, este proceso puede materializarse sistemática y recurrentemente en dos niveles diversos: primero, en la pluralización de espacios, tanto por su fuente creadora (Estado, mercado, cultura, tecnología) como por su resultado (cuerpo, hogar, empresa, universidad, virtualidad); y segundo, en la creación antípoda de “no-espacios”5, es decir, escenarios sin la injerencia, jurisdicción o coacción de los Estados.

La pluralización hace referencia a la deslocalización y descentralización de lo político como la única fuerza hegemónica generadora de espacios. Anteriormente, el Estado, a través del ejercicio legítimo de su soberanía, era la única entidad facultada para producirlos: primero, lógicamente como consecuencia de la reorganización geográfica de los procesos tradicionales de localización, y, subsiguientemente, a través de la implementación de sistemas y códigos normativos de obligatorio cumplimiento. El imperio de la ley permitió a los Estados modernos formalizar, publicitar y normalizar la idea de “pertenencia política”, algo que se había perdido en los modelos feudo-vasallísticos y que se reincorporó con fuerza gracias a la consolidación de la nación como un mecanismo idóneo de cohesión e integración social. Por esta razón, incluso a través de un contrato ficticio como la constitución, los individuos eran reconocidos jurídica y políticamente como miembros de una comunidad fundamentada en vínculos materiales y simbólicos determinados.

La nacionalidad, la ciudadanía, los derechos políticos o las libertades fundamentales son ejemplos de espacios propios de este modelo estatal. Modernidad, en estos términos, implica control sobre la realidad: los sujetos, los procesos, las instituciones o las interacciones sociales y, para ello, imprime una necesidad de jerarquía y preferencia de lo público sobre lo privado. Los espacios, por ende, no se construyen a partir de ideas personalistas reducidas al hecho de proyectar o satisfacer intereses o deseos individuales, como ocurría en las monarquías medievales; por el contrario, se construyen mancomunadamente como un proyecto colectivo al que se pertenece por tradición, por habitación o por sangre y que, en cualquier caso, es regulado por un ordenamiento jurídico vinculante. Recapitulando, los espacios en los Estados modernos son creados, mayoritariamente, por los ordenamientos jurídicos para: (1) garantizar la reproducción y la supervivencia del propio sistema; (2) cohesionar a sus integrantes en torno a un proyecto político común (nación); y (3) privilegiar la consolidación de lo público sobre lo privado a partir de la imposición de representaciones materiales y simbólicas colectivas (símbolos patrios, identidad nacional, lenguaje común, etcétera).

En contraste, en la posmodernidad, el poder político ha perdido el monopolio para crear espacios de relación entre el individuo y el territorio, cediendo, no por voluntad propia, parte de esta facultad a fuerzas metapolíticas. La economía, la comunicación o la cultura son ahora fuentes primarias de creación de espacios que, a su vez, no se circunscriben netamente a lo político ni tampoco se encuentran supeditadas de manera irrestricta al imperio de la ley. Ellas ofrecen escenarios flexibles, amplios y accesibles diseñados para la satisfacción de los intereses y los deseos subjetivos, y no para la preservación del territorio a través de los canales políticos tradicionales como la integración social, el compromiso ciudadano o la defensa de los valores comunes. Lo que antes le pertenecía geográficamente a la comunidad, ahora es susceptible de apropiación, intermediación, transacción o injerencia, no necesariamente por las estructuras políticas clásicas, sino por otro tipo de agentes posmodernos como empresas transnacionales, consorcios internacionales, sociedades offshore, compañías financieras, tecnológicas o comunicativas, entre otras.

La disponibilidad y diseminación global de estos espacios ha permitido que los ciudadanos y ciudadanas, en un mismo punto geográfico, experimenten sincrónicamente vivencias de lugares políticos diversos: asistir a una conferencia en Nueva York, estudiar telemáticamente en una escuela de París, participar en las elecciones locales de Friburgo o trabajar en la bolsa de valores de Tokio. La ubicuidad, más que ser un atributo abstracto de las narraciones religiosas clásicas, ahora se encarna como un fenómeno tangible cuyas repercusiones territoriales se evidencian en un hecho sin precedentes: el desvanecimiento de las fronteras (Bauman, 2000). Los espacios posmodernos ya no se sujetan a las divisiones político-administrativas tradicionales de los Estados, más bien se producen con una vocación transnacional que supera toda limitación física y que busca congregar a sujetos e instituciones de diversas procedencias geográficas.

Por este motivo, lo que Agnew (1994) denominaba “trampa territorial” no debe limitarse únicamente a la apología, por cierto recurrente, de que el territorio y sus poderes de contención siempre permanecen incólumes. En un sentido extensivo, este carácter de volatilidad debe interpretarse como una característica connatural del territorio que afecta su dimensión física y, con una mayor magnitud, su dimensión virtual. Topográficamente, los territorios fluctúan, pero, aun así, conservan su relación de subordinación con el Estado y sus aparatos coercitivos; en la virtualidad, el mapa geográfico se transforma hasta el punto de que las fronteras son reemplazadas por limitaciones y demarcaciones electrónicas (acceso y cobertura digital, infraestructura tecnológica, transmisión de datos, velocidad de conexión, membresía digital) que producen un efecto dialéctico de inclusión-dominación: un territorio único, sin limitaciones geográficas, sin requisitos jurídico-políticos de acceso, pero regulado por poderes y fuerzas metapolíticas.

Esta apertura secuencial de lo físico a lo virtual ha dado como resultado la creación y multiplicación de espacios que operan en niveles, ámbitos y contextos disímiles. Los catálogos de derechos, libertades y obligaciones, como espacios derivados de la modernidad, resultan insuficientes para la realización política del ciudadano y ciudadana posmodernos y su vínculo con el territorio. Por ello, los espacios de la posmodernidad no se circunscriben únicamente a lo político como ideal teleológico: se extienden al cuerpo, al hogar, a la empresa, al teatro, a la red, a todo aquello que represente novedad, flexibilidad, ocio y, en definitiva, todo que satisfaga las necesidades del homo consumens. Lo político, que no desaparece por completo, queda rezagado en un segundo plano para darle cabida a lo personal, a lo económico y, claro está, a lo privado, lo que significa que, como cualquier otro bien de producción, el espacio también puede ser objeto de transacción, alquiler o compraventa.

En definitiva, la transición del espacio moderno al posmoderno no es más que una metáfora de la transición de lo público a lo privado. Si antes el espacio era indispensable para la consecución de los fines estatales, ahora lo es para los procesos de personalización, consumo y satisfacción individual. No se trata de suprimir la idea de territorio como un elemento monolítico del Estado, se trata, en cambio, de interpretarlo extensivamente como un componente experimental, subjetivo y flexible que puede ser vivido por los sujetos políticos a través de múltiples escenarios, tanto físicos como virtuales, y que no se reducen necesariamente a lo público. En este sentido, y retomando la propuesta antropológica de Augé (1995), la superposición extrema de lo privado sobre lo público ha dado lugar, incluso, a la creación de no-espacios, escenarios dominados, así sea relativamente, ya no por las fuerzas coercitivas del Estado, sino por las lógicas del capitalismo posindustrial y sus objetivos orientadores de homogeneización cultural.

A diferencia de los espacios físicos y virtuales descritos anteriormente, en los no-espacios, el Estado ya no comparte su poder fragmentario sobre el territorio, lo delega en su totalidad a otras fuerzas dominantes que se encargan de regularlo, organizarlo y orientarlo de acuerdo con sus propios sistemas de creencias y valores. Para ello, produce y reproduce escenarios que logran canalizar apropiadamente las transformaciones radicales de la sociedad posmoderna y que garantizan, ante todo, la satisfacción hedónica de las necesidades artificiales individuales, no las colectivas. Así las cosas, un no-espacio es un universo paralelo sin ningún marco referencial, un lugar mutable, contingente, líquido y transitorio, cuyas repercusiones relacionales no se extienden más allá del mismo individuo; es decir, aunque existan potencialmente algunas formas de interacción social o política, lo que termina prevaleciendo es la consideración solipsista y narcisista de la propia existencia.

Tal como los describe Augé (1995), son escenarios sin memoria, sin historia, sin identidad y, por tanto, sin la capacidad generadora de vínculos políticos fuertes, estables y duraderos, un prerrequisito para todo proyecto estatal. La convergencia de individuos en un lugar determinado ocurre únicamente como un medio temporal, además de necesario, para la satisfacción del deseo particular; una vez que se haya satisfecho, se disuelven los vínculos creados y la función del no-espacio desaparece. Y no solamente ello: todo sentido, representación o interiorización geográfica queda reducida a una vivencia efímera, instrumental y personal en donde cualquier tipo de construcción social o política es sometida a un proceso artificial y abstracto fundamentado en la solidaridad contractual. En los no-espacios, no existen “conciudadanos” o “connacionales” unidos en torno a ideales comunes, existen sumas de partes individuales, anónimas y despersonalizadas, ceñidas a códigos y sistemas de comportamiento universales, que, a su vez, fomentan procesos culturales de homogeneización.

Podría pensarse que la diversidad e incompatibilidad de los intereses subjetivos puedan devenir en conflictos entre los individuos que ocupan un no-espacio. Lo cierto es que la integración en estos lugares no opera en términos políticos (el territorio, en estos casos, no cumple su vocación de permanencia y estabilidad), sino en términos económicos, lo que implica que las lógicas y las dinámicas de cohesión funcionen en torno a los procesos de producción, utilidad o exportación. Bajo esta premisa, los lenguajes, símbolos o códigos de conducta no se supeditan a las construcciones políticas de los espacios tradicionales (nacionalidad, ciudadanía, derechos o libertades), sino que son fácilmente reconocibles e imitables, pues, la economía, especialmente el capitalismo posindustrializado, es un fenómeno, en esencia, global (Mann, 1997). Traducido a términos coloquiales, los no-espacios son, ante todo, causa y efecto de los fenómenos económicos posmodernos caracterizados por su capacidad de transnacionalización, y no de los fenómenos políticos o jurídicos limitados por su demarcación geográfica.

En cualquier caso, esta función de globalización permite que los no-espacios sean territorios homogéneos, sin importar su ubicación geográfica particular; aeropuertos, centros comerciales, hoteles, autopistas, sucursales, entre otros, se repiten topológicamente en el hemisferio occidental utilizando y reproduciendo los mismos lenguajes, las mismas representaciones simbólicas y las mismas condiciones fenoménicas para los sujetos. De lo que se trata es de mimetizar las experiencias, de homogeneizarlas a través de arquetipos y códigos de conducta, de congregarlas en torno a una cultura uniforme, indiferentemente del territorio en el que se produzca y de sus limitaciones geográficas. Por eso, el proceso de producción de un no-espacio es, al mismo tiempo, un proceso cultural: por un lado, facilita su preservación y multiplicación, pues, comparado con otros procesos políticos, resulta más fácil homogeneizar subjetividades que nacionalidades; y, por el otro, no es un proceso discrecional o azaroso, ya que imprime un imaginario cultural determinado (mainstream, consumo, elección) que posee sus propias cargas simbólicas y que ha sido diseminado por otros dispositivos posmodernos.

4. Organización del espacio

Como se mencionó en líneas previas, tanto los espacios como sus fuentes generadoras poseen naturalezas y representaciones disímiles. Esto ha permitido que, en comparación con la modernidad, los espacios posmodernos sean más numerosos y heterogéneos. Sin embargo, su organización en el territorio no ocurre aislada ni azarosamente: responde a una lógica instrumental, en principio, promulgada por el Estado, que se encarga de coordinar armoniosamente su existencia, su interrelación y su funcionamiento. De esta forma, los espacios se supeditan a un orden determinado que no es más que la representación y jerarquización espacial de los principios, valores y reglas hegemónicas de la sociedad, generalmente las del poder político que, en tiempos posmodernos, son compartidos con otras fuerzas imperantes. Así las cosas, la organización del espacio es un proceso que busca reunir a actores, instituciones y procedimientos, proveyendo los medios y canales necesarios para garantizar su permanencia y reproducción.

La primera de las fuerzas organizativas y, por ende, la más determinante históricamente, ha sido el Estado. Tradicionalmente, o por lo menos desde la consolidación de los Estados constitucionales a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la organización de los espacios giró en torno a la esfera pública, entendida como un mecanismo de correspondencia y, subsidiariamente, de amplificación de las nuevas libertades individuales reconocidas por las constituciones y los catálogos de derechos. Esto incluía, claro está, el reconocimiento estatal del individuo como un integrante activo en la construcción del proyecto de nación, pero, además, exigía la creación de escenarios colectivos que permitieran el diálogo, la deliberación y la participación en el proceso de toma de decisiones. Es decir, la transición de modelos monárquicos a republicanos exigía una transición de lo privado, representado en la corona y la religión, a lo público, representado en la “naciente” sociedad civil (Locke, 2013).

Espacios como la plaza, la prensa, el parque, el mitín, entre otros, se convirtieron en dispositivos políticos en donde convergían percepciones, opiniones y expresiones diversas. La virtud de la comunicación social, inexistente en el pasado, reemplazó al dogma religioso como el imperativo moral de la ciudadanía. Por este motivo, la realización del ser humano moderno no radicaba en la concentración y ejecución de sus funciones familiares, sino, más bien, en la capacidad de utilizar su razón para la discusión, la argumentación y la búsqueda de la verdad. Lo que se pretendía era que lo público se diseminara a través de espacios cotidianos que permitieran la consolidación de una cultura de la comunicación, en parte imprescindible para los nuevos modelos estatales, pero, además, necesaria para el nuevo prototipo de sujeto político: el ciudadano, aquel que es reconocido por el Estado en calidad de asociado, es al que se le atribuyen derechos, libertades y obligaciones no solo individuales, sino también, y más importante aún, comunitarias.

Con el avance de los procesos de industrialización, mercantilización y globalización, la esfera privada fue desplazando paulatinamente a la esfera pública como ideal político (Wolin, 1983; Oakeshott, 1990; Arendt, 1998; Arendt, 2006; Wolin, 2017). En la posmodernidad, este fenómeno se ha exacerbado hasta el punto de que el Estado, como primera y única fuerza organizativa, ha cedido parte de su monopolio a otros poderes hegemónicos cuyos intereses compaginan con las lógicas y dinámicas capitalistas. En este sentido, la organización de los espacios ya no gira en torno a la consolidación de un proyecto comunitario, estable y duradero, sino a la satisfacción de los intereses y deseos particulares, por cierto, volátiles y sucedáneos de la ciudadanía. En resumen, lo público ha dejado de ser un fin en sí mismo para convertirse en un mecanismo a través del cual se organizan espacios privados, flexibles y personalizados que no exigen el esfuerzo deliberativo o participativo del sujeto, que no requieren de compromisos políticos colectivos y que se complacen única y exclusivamente con la ratificación de la acción individual.

Bajo esta premisa, la organización de los espacios opera libre y desmesuradamente sin la sujeción a preceptos normativos vinculantes o a la delimitación territorial, política o administrativa de los Estados. En contraste, estos se diseminan vertical, horizontal y transversalmente en secuencias multitemporales que operan en todos los niveles y sin restricción alguna: el cuerpo, la familia, la ciudad, la región, la nación y, más recientemente, lo internacional, lo transnacional y lo global. Con esta deslocalización y descentralización de los espacios, el Estado no solo pierde protagonismo en su rol organizativo, sino también como el principal escenario de convergencia e interacción entre individuos e instituciones. En la posmodernidad, en cambio, las relaciones políticas de los individuos pueden operar en espacios que no necesariamente se subordinan al control, la supervisión y la organización del Estado, como sería el caso de los escenarios propiciados por la revolución tecnológica, el intercambio global de bienes y servicios, o la comunicación digital.

En el nivel más básico, los espacios se organizan bajo la égida de la personalización. En este plano, la idea moderna del sujeto racional, consciente de su propia existencia política e imprescindible para los fines comunitarios de los Estados, desaparece en su totalidad. Son espacios que se organizan para propiciar, en vez de ciudadanos políticamente comprometidos, simples espectadores de los procesos políticos: agentes pasivos que son incapaces de deliberar sobre lo público, de identificar problemas de carácter general o de proponer soluciones colectivas. Sociológicamente, como lo ha manifestado Lipovetsky (2003), son individuos indiferentes a los fenómenos sociales que se extienden más allá de su propia experiencia individual o de su círculo social más cercano, debido a que su atención gira en torno a la proyección de su propio ‘yo’. Para estos individuos, el vínculo con el territorio comienza y termina en su fuero interno donde toda preocupación pública es inexistente, siempre y cuando el territorio cumpla con su finalidad de cohesión y seguridad.

Todo aquello que pueda reducirse a experiencias vitales individuales, o en su defecto a relaciones sociales precarias, hacen parte de esta categoría: small place homes, aplicaciones móviles, programas de televisión, redes sociales, videojuegos. Por esta misma condición, son espacios inaprensibles para el Estado, configurados en la esfera más personal y exclusiva de los individuos y, por tanto, con una capacidad de repercusión política casi nula. El rol tradicional de los espacios privados, como la religión o la familia, cuya incidencia en otras épocas históricas ha servido como objeto de transformación social y política, así sea como un referente negativo, se pierde por completo en este nivel de organización personal. La posmodernidad convierte este tipo de escenarios en lugares de fácil replicación y emulación, por lo que el único deseo de sustitución se traduce en su propia “actualización” de acuerdo con las lógicas de la cultura del consumo y el espectáculo.

En el nivel local, los espacios se organizan bajo la idea de cosmópolis. A diferencia de la ciudad moderna, metrópolis, caracterizada por representar los intereses de los Estados-nación y ser el epicentro de la función política y administrativa (Murphet, 2004), las ciudades posmodernas simbolizan, ante todo, un proceso de reconfiguración y desplazamiento de los valores políticos a favor de los económicos. Ya no se trata de considerar la ciudad como un escenario intermedio entre el individuo y el Estado que trabaja en función del desarrollo nacional, se trata, en cambio, de un espacio sin fronteras en el que convergen capitales, recursos materiales, representaciones culturales e individuos de todas las procedencias, que se adapta constantemente a las necesidades de la globalización, que no se circunscribe a la presión que ejercen las instituciones políticas y, por consiguiente, que actúa como un instrumento de consolidación y extensión de la economía mundial.

En palabras de Sassen (2001), las cosmópolis o, como las denomina, “ciudades globales” son espacios estratégicos para que diversas fuerzas económicas, particularmente las relacionadas con la prestación de servicios tecnológicos, financieros o estratégicos, puedan competir libremente sin las presiones o restricciones de los ordenamientos jurídicos nacionales adscritos, a su vez, a las jurisdicciones territoriales correspondientes. El efecto más notorio de esta “emancipación” es la creación y reproducción, cada vez más recurrente, de espacios que imprimen lógicas y códigos universales sin importar el punto geográfico en el que se encuentren; sucursales, filiales, compañías transnacionales, agencias comerciales, entre otras, son solo un ejemplo de cómo, paulatinamente, las grandes ciudades posmodernas han entrado en un proceso de homogeneización que les permite compartir y adoptar la misma cosmovisión de la realidad y cultura de comportamiento. Así las cosas, Nueva York o Washington D. C., estarían más cerca de Londres o Tokio que de Green Bank, un pueblo rural de Virginia Occidental sin mayor incidencia demográfica, comercial o tecnológica.

En este contexto, a medida que se van consolidando los procesos de homogeneización y transnacionalización, las cosmópolis van perdiendo progresivamente su función comunicativa. La reunión, discusión y deliberación entre subjetividades políticas ya no ocurre en la plaza o el parque, lugares tradicionalmente destinados para tal fin, sino que ocurre fragmentaria e incipientemente en lugares dedicados para la satisfacción de los intereses privados, donde no existe un vínculo político estable y donde los procesos de toma de decisiones colectivas, en su mayoría, no son dialécticos; centros comerciales, centros de negocios, parques de diversiones, lifestyle centers, entre otros, terminan subsumiendo las funciones de los antiguos espacios públicos, pero sin su respectiva efectividad. En contraste, terminan convertidos en espacios ideales, en primer lugar, para la ratificación del narcisismo del sujeto político incapaz de reorientarse nuevamente hacia la esfera pública (Harvey, 1989; Lipovetsky, 2003) y, en segundo lugar, para prolongar las crisis deliberativas contemporáneas caracterizadas por la pérdida de civilidad y de argumentación compleja (Dryzek et al., 2019).

Por último, en el nivel estatal y supraestatal, la organización del espacio ocurre en dos sentidos diferentes. Por un lado, el Estado, aún con toda la injerencia de fuerzas exógenas, guarda un resquicio de poder sobre el territorio, particularmente en lo concerniente a los derechos territoriales que posee y que ejerce deliberadamente, como en el caso de la explotación de recursos naturales, la defensa militar de sus fronteras o la delimitación territorial a través de litigios internacionales. En estos eventos, la organización de los espacios es eminentemente normativa y circunstancial: normativa, por cuanto es el mismo ordenamiento jurídico, y no otro instrumento de dominación, el que concede y legitima las facultades monopólicas sobre el territorio; y circunstancial, por cuanto están por fuera del alcance cotidiano de los ciudadanos, algo contrario a lo que ocurre con los niveles de organización inferiores.

Cabe resaltar, entonces, que este nivel de organización no opera bajo dinámicas privadas. La razón de ello estriba en que, contrario a lo que sostienen algunos posmodernistas como Morley y Robins (2002), el Estado no ha desaparecido o ha perdido por completo su capacidad de dominación sobre el territorio. Lo que ocurre es que, a nivel estatal, los espacios no se organizan con una vocación social, salvo algunas excepciones, sino con una intención y finalidad burocrática. De esta manera, no existe una connotación del ciudadano y ciudadana como un agente activo o imprescindible en el proceso de toma de decisiones, más bien es un simple receptor de las reglas, procedimientos y decisiones del Estado cuyas pretensiones son las de preservar, explotar y cohesionar el territorio. Por ello, aunque los espacios estatales se fundamentan en la idea de lo público (escenarios neutrales que no son sujeto de apropiación, enajenación o prescripción), estos no permiten la integración, participación o deliberación de la ciudadanía.

5. Orientación del espacio

Hasta ahora, se ha visto cómo la localización del territorio por un Estado (apropiación, clasificación, comunicación y control) es permeado por los procesos de producción y organización del espacio. No obstante, debe hacerse alusión a un último elemento posmoderno, el cual establece los objetivos con los que los espacios son creados y organizados, generalmente, desde y hacia la esfera privada. La orientación del espacio, en términos generales, responde a una necesidad teleológica en la que se canalizan los valores y principios normativos de la sociedad política, aquellos sobre los que se establecen las reglas sociales, los códigos de comportamiento, las representaciones simbólicas y, lógicamente, los que determinan la naturaleza y la función de las instituciones, entre esas, el territorio. Por ende, los espacios también deben ser comprendidos como instrumentos ideológicos y axiológicos de las fuerzas hegemónicas, las cuales buscan imponer y diseminar sus propios relatos, percepciones y representaciones de la realidad.

Como se mencionó en la sección anterior, en la modernidad, los espacios se organizaban en torno a la consolidación de la esfera pública. La deliberación y la participación en los procesos colectivos eran los objetivos principales de dichos espacios que, de cualquier modo, estaban concatenados territorialmente a dos fines más ambiciosos: la cohesión social y la concentración del poder. A manera de ejemplo, los derechos políticos, las libertades fundamentales o la oferta de canales democráticos no eran más que instrumentos estatales para reunir a los individuos en un mismo marco referencial que les permitiera: primero, identificarse como miembros de un proyecto en común que incluía una misma identidad, cultura, tradición, filosofía, pero, ante todo, un mismo territorio; y segundo, subordinarse al monopolio irrestricto del Estado, particularmente al cumplimiento de un ordenamiento jurídico nacional cuya jurisdicción se extendía, congruentemente, a través de las demarcaciones territoriales de sus fronteras.

En la posmodernidad, la finalidad territorial de los espacios no recae en la integración y la concentración del poder, todo lo contrario, se establece en la búsqueda progresiva de la fragmentación de la idea de territorio como una entidad monolítica y esencial del Estado moderno, y en la pérdida relativa de sus funciones territoriales por la injerencia de fuerzas exógenas, particularmente las económicas, culturales y comunicacionales. Así, la facultad de dominación del Estado sobre el territorio se diluye, parcialmente, para dar paso a nuevas realidades superpuestas que existen en lo político, pero que, además, se extienden ficcionalmente a otras dimensiones. Ya no se trata de espacios concedidos y dominados por el Estado a través de sus instrumentos coercitivos, por ejemplo, la ley. Como señala Baudrillard (1994), se trata de espacios semiúrgicos en donde el objetivo no es la representación absoluta de la realidad en sí misma, mucho menos de la realidad política, sino la descentralización de lo real a través de la simulación, la manipulación o la innovación.

La primera de las finalidades de los espacios, entonces, es la fragmentación. Si, en la dimensión social, la posmodernidad reduce las experiencias colectivas a los procesos hiperbólicos de personalización, en lo territorial, los espacios serían simples manifestaciones de dichas necesidades. Como resultado de este proceso, se obtiene una cantidad inagotable de espacios, y no-espacios, que operan tanto en lo físico como en lo virtual, que se organizan discrecionalmente en lo público o lo privado, y que se extienden inconmensurablemente en todos los niveles relacionales, desde el cuerpo hasta lo global. No obstante, el asunto importante por resaltar es que, aun con la profusa difusión de espacios posmodernos, sus objetivos no se encaminan a la supresión completa del territorio como un elemento subordinado al poder político, en aras de ser reemplazado, a su vez, por fuerzas metapolíticas. Lo que se pretende, en cambio, es una distribución, voluntaria o coercitiva, de las facultades territoriales de control en otros agentes e instituciones, especialmente, de orden económico.

Bajo este contexto, se puede afirmar que la fragmentación es, ante todo, un proceso inconcluso, contingente y paradójico, puesto que la seguridad que brinda el ejercicio del poder político sobre el territorio habilita y permite la creación de múltiples espacios posmodernos (internet, centros comerciales, parques temáticos, etcétera) y, al mismo tiempo, estos espacios buscan aminorar e inclusive usurpar las facultades de dominación que posee el Estado sobre el mismo territorio. Si los escenarios políticos actuales se caracterizaran, por ejemplo, por procesos de apropiación forzosa (guerras, conquistas, ocupaciones y demás), no existirían las condiciones necesarias para la creación y profusión de espacios tal y como se conciben en la actualidad. Por ello, el requisito sine qua non, que antecede la existencia de cualquier espacio, es la vocación y materialización de perpetuidad, seguridad y estabilidad que producen las fuerzas estatales al ejercer el control irrestricto del territorio, al defender sus fronteras, al prohibir la intromisión de poderes ajenos, entre otras potestades.

Más aún, tampoco sería viable ni deseable la idea opuesta de un control netamente privado del territorio, con su respectiva capacidad de crear y organizar espacios, en buena parte porque iría en contra de los postulados políticos de la modernidad (republicanismo, democracia, representación, soberanía, etcétera), aquellos que deslegitiman la consideración del Estado como propiedad privada. Aunque no se desconoce la injerencia del poder económico en la construcción de los espacios posmodernos, es claro que un monopolio irrestricto de estas fuerzas sería mucho más voluble e insuficiente en comparación al que ha ejercido el Estado tradicionalmente: voluble porque, al fin y al cabo, los espacios económicos no permanecen incólumes, cambian constantemente en razón a los intereses y deseos del mismo sistema capitalista, algo que no ocurre con los espacios estatales que poseen vocación de perpetuidad y estabilidad, e insuficiente por cuanto son los mismos Estados los que aún guardan para sí el monopolio sobre la violencia, una facultad que, todavía en tiempos posmodernos, es indelegable en otros agentes políticos e imprescindible para la unidad y supervivencia territorial (Newman y Paasi, 1998).

Así las cosas, la fragmentación del territorio no sería más que una cesión relativa, no absoluta, de la soberanía del Estado respecto a otras fuerzas metapolíticas. Piénsese, por ejemplo, en las empresas transnacionales que en la posmodernidad, como en ningún otro momento histórico, este tipo de instituciones han podido acumular y extender su capacidad productiva, industrial y comercial no solo a las jurisdicciones a las que originalmente han pertenecido. Su potencial económico, político y cultural, y su efectivo despliegue institucional es de tal magnitud que terminan actuando territorialmente como si se trataran, en principio, de cualquier otro Estado: con capacidad de decisión sobre ciertos asuntos territoriales (migración, explotación, preservación, etcétera), con capacidad de modificación del territorio en los niveles locales y regionales (urbanismo posmoderno); o con capacidad de extensión de su propio territorio a través de sucursales, filiales, agencias, headquaters o call centers, como lo harían las oficinas diplomáticas y consulares. Todo lo anterior lo hacen sin que ello signifique una atribución o reemplazo total de las facultades asignadas al Estado sobre el territorio.

Por otra parte, el segundo objetivo de la orientación del espacio es la descentralización del poder. En líneas previas se hizo referencia a las empresas transnacionales como un actor que comparte con el Estado ciertas potestades territoriales. En realidad, el proceso de descentralización busca distribuir las potestades políticas sobre el territorio no solo en este tipo de compañías multinacionales, sino también en diversos agentes políticos: individuos, organizaciones no gubernamentales (ONG), organismos intergubernamentales, organismos privados intranacionales, entre otros. Todo parte de la idea de que los espacios, al ser un objeto de producción, también pueden ser enajenados como si se tratara de cualquier otro bien o servicio (Lefebvre, 1991). Esto implica, bajo las lógicas del capitalismo posindustrializado, que puedan ser adquiridos, vendidos, intercambiados, entre otras figuras transaccionales, por cualquier actor o institución, no solo el Estado, que posea el interés y, correlativamente, la capacidad de adquisición.

Siguiendo la clasificación utilizada en el proceso de organización, la descentralización opera, de igual forma, en niveles heterogéneos. En la dimensión más básica, el sujeto político se convierte en el protagonista de las relaciones territoriales, actuando desde realidades cotidianas y utilizando los espacios como instrumentos de realización personal. La figura del actor político tradicional, el ciudadano, aquel que pertenece y se identifica a un conglomerado social; que posee derechos, libertades y obligaciones tanto individuales como colectivas; que participa activamente de espacios deliberativos y democráticos comunes; o, más importante aún, que comparte una posición horizontal e igualitaria con otros actores políticos, pasa a un segundo plano. En la posmodernidad, las relaciones de poder se transforman rompiendo los códigos de conducta políticos, dando paso, así, a una reorientación de lo público a lo privado, representado, ante todo, en la búsqueda de la satisfacción personal sobre el interés general.

De esta forma, los sujetos políticos no utilizan los espacios para ratificar sistemas de creencias y valores colectivos, lo hacen, principalmente, para ratificar sus propias consideraciones acerca del mundo, que pueden compaginar, o no, con los espacios construidos tradicionalmente. Esta es la razón por la cual la descentralización implica, necesariamente, pluralización. Como asegura Bauman (2000), una característica básica del sujeto posmoderno es su capacidad de elegir y adaptarse eclécticamente a su propio universo político de acuerdo con sus propias necesidades e intereses, elementos normativos de diversas procedencias y naturalezas; es decir, se busca reemplazar la pertenencia inequívoca, absoluta y permanente a espacios colectivos hegemónicos (partidos políticos, religiones, ideologías, etcétera) por espacios de integración social líquidos, flexibles y transitorios basados en la capacidad de elección, adquisición y personalización del propio sujeto.

En este nivel, por tanto, la finalidad de los espacios es ampliar las experiencias vitales de los sujetos, que no se reducen obligatoriamente a la esfera pública. El sujeto posmoderno, más que político, es, en esencia, un ser económico. Por ello, antes de pertenecer a un territorio geográfica y administrativamente definido, pertenece a espacios construidos artificialmente en donde el único requisito de acceso ya no es el reconocimiento jurídico por parte de una institución gubernamental y que, por ende, otorgue ciertos derechos frente al territorio como la locomoción, la participación electoral, el arraigo, entre otros, sino su capacidad adquisitiva. En este sentido, el acceso, participación o pertenencia a centros comerciales, centros de negocios, instituciones educativas, colectivos culturales —incluso espacios netamente públicos como consejos locales, asambleas regionales, parlamentos u otras instancias deliberativas— no termina dependiendo del derecho adquirido a que haya lugar, sino de la capacidad de pago, goodwill o status que se posea.

Más aún, son estos mismos espacios los que fomentan y consolidan la desterritorialización de los Estados posmodernos. Si las dinámicas del capitalismo posindustrializado exigen la oferta abierta e inagotable de bienes y servicios, es lógico pensar que el sujeto político posmoderno termine recibiendo un catálogo inconmensurable de espacios a los cuales suscribirse o adherirse. En reemplazo de su propio territorio, la posmodernidad oferta espacios y no-espacios que no se circunscriben, por lo menos no totalmente, a la jurisdicción territorial de un Estado, que no exigen ningún tipo de compromiso político y a través de los cuales se garantiza el ejercicio pleno de la autonomía, la libertad y la satisfacción personal. En resumen, son espacios que permiten la transnacionalización, la instantaneidad y la ubicuidad de las experiencias individuales sin la necesidad de que los sujetos se vinculen políticamente a conglomerados sociales específicos, adscritos y subordinados, a su vez, a un territorio determinado.

Por último, la distribución del poder, en niveles supraindividuales, opera en el reconocimiento de actores políticos que van desde lo local hasta lo global. Lo característico de estas entidades es que su escenario de operación no se reduce a sus propios límites geopolíticos como ocurría tradicionalmente. En la posmodernidad, en cambio, estas entidades poseen la facultad de interactuar en diversas direcciones y niveles jerárquicos, transgrediendo el monopolio del Estado como principal agente de intermediación, así como de participar, incidir o verificar, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, en las actuaciones y decisiones de los Estados sobre sus propios territorios. Por este motivo, es recurrente observar relaciones intra e internacionales entre individuos, ciudades, empresas, organismos intergubernamentales u ONG, sin la aquiescencia, control o jurisdicción de los Estados, como ocurre, por ejemplo, con la cooperación internacional, la inversión extranjera directa, los programas de asistencia social o las veedurías transnacionales.

6. Conclusiones

Las profundas transformaciones provocadas por la posmodernidad no solo se circunscriben a los elementos políticos más visibles. El territorio, aunque se le considere históricamente como un componente estable, rígido e inmodificable, también ha sufrido cambios sustanciales que se reflejan, por un lado, en la intromisión de fuerzas metapolíticas, especialmente de orden económicas o comunicacionales. El Estado, a diferencia del rol que ocupaba en la modernidad, ya no se establece como la figura hegemónica productora, organizativa y orientadora sobre el territorio. Ya sea motu proprio, o por coyunturas ajenas, se ha visto en la obligación de ceder parte de su monopolio territorial a otros agentes políticos que, progresivamente, han venido acumulando mayor capacidad de injerencia, control y acción: las empresas transnacionales, los organismos intergubernamentales, la opinión pública mundial, la sociedad civil global o, inclusive, los mismos sujetos políticos posmodernos.

Por otro lado, si bien las condiciones posmodernas permiten inferir un triunfo de lo privado sobre lo público, también es cierto que, dependiendo del nivel político, el Estado puede conservar para sí algunas facultades territoriales básicas. En este sentido, la tríada Estado-sociedad-territorio no es absoluta, sino dialéctica, inacabada y multidireccional: no se desconoce la gran influencia de las fuerzas económicas y comunicacionales en la construcción del territorio, orientada hacia la materialización de los procesos de personalización, descentralización y fragmentación, mas tampoco se considera irrevocablemente al Estado como una entidad autónoma, capaz de ejercer por sí misma sus derechos territoriales como tradicionalmente lo ha hecho. En resumen, el territorio termina siendo un punto medio, un instrumento para garantizar la supervivencia y conservación del propio Estado, pero, a su vez, la reproducción de otros fenómenos sociales como el capitalismo posindustrializado, la globalización, la innovación tecnológica, entre otros.

Sin lugar a duda, el paso de la modernidad a la posmodernidad es, comparativamente, un tránsito desde la temporalidad hacia la territorialidad. Los Estados contemporáneos se enfrentan a sucesos fluctuantes, disruptivos y líquidos sin ningún tipo de marco referencial o identitario precedente: el desdibujamiento de las fronteras como signo distintivo de la demarcación territorial, la creación de espacios físicos y virtuales que operan desde lo corporal hasta lo global, la construcción de no-espacios ajenos a la jurisdicción o monopolio de los Estados, entre muchos otros. La ubicuidad, la instantaneidad, la interdependencia, la privatización o la proximidad son ejemplos de los valores imperantes en el territorio posmoderno, aquel que ha dejado de pertenecer, por lo menos parcialmente, a la esfera de lo público y de representar el escenario de realización de un proyecto político mancomunado para seguir las lógicas y dinámicas de las nuevas fuerzas sociales imperantes.

En este contexto de profundas transformaciones, existen numerosas áreas de estudio que merecen especial atención. Estas podrían incluir investigaciones sobre la influencia de las empresas transnacionales en la gestión de recursos naturales, los efectos de la participación de la opinión pública mundial en la toma de decisiones políticas, el análisis de la evolución de las fronteras en un mundo cada vez más globalizado y la regulación de no-espacios por parte de las jurisdicciones estatales. Además, se podrían integrar elementos teóricos, epistemológicos y metodológicos de diversa naturaleza, dando creación a nuevos campos disciplinares como las ciencias sociales computacionales, matemáticas, informáticas y tecnológicas. Sin lugar a duda, la consolidación de estas nuevas disciplinas científicas serán imprescindibles para describir, comprender y explicar los complejos cambios en el Estado, la sociedad y el territorio en la era posmoderna.

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Notas

1. Para un estudio pormenorizado sobre este principio, véase Malmberg (1980), Sack (1983) y Sack (1986).
2. Aunque el uti possidetis de facto y el uti possidetis iuris (como principios del derecho internacional y no del derecho privado) tuvieron su origen en los procesos de emancipación política en América Latina (Parodi, 2002), son aplicados aquí de forma retroactiva reconociendo que, para la época de la paz de Westfalia, eran un anacronismo. Sin embargo, su aplicación conceptual sirve para distinguir dos modalidades diferentes de apropiación sobre el territorio que, a su vez, hacen parte del proceso de localización: la fuerza y el derecho.
3. Para un estudio pormenorizado sobre esta cuestión, véase Innes (2004) y Strayer (2005).
4. Algunos desarrollos conceptuales desde el derecho internacional son: Shaw (1982), Shaw (2003) y, más recientemente, Ezenwajiaku (2021).
5. Aunque se hable de “espacios”, esta categoría es utilizada en el mismo sentido que le otorga Augé (1995) a non-places.

Notas de autor

1 Magíster en Democracia y Buen Gobierno, Universidad de Salamanca, España
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