Desde las ciencias sociales, la filosofía y la educación

Los contenidos digitales y el problema de la excelencia en la cultura neoliberal

Digital Content and the Problem of Excellence in Neoliberal Culture

Dr. Emmanuel Godínez-Burgos
Tecnológico de Monterrey, Monterrey, México

Los contenidos digitales y el problema de la excelencia en la cultura neoliberal

Revista Humanidades, vol. 13, núm. 1, e53267, 2023

Universidad de Costa Rica

Recepción: 30 Abril 2022

Aprobación: 24 Octubre 2022

Resumen: Las plataformas de contenido digital muestran individuos realizando actividades que pueden ser calificadas como frívolas o peligrosas. Este artículo examina la problemática de la creación de contenidos digitales que abandonan la idea de excelencia. Esta se aborda desde la noción de la práctica y el desarrollo de bienes internos en la misma, propuesta por MacIntyre (2004), y desde la crítica al individualismo en la cultura contemporánea. Se afirma que el desinterés de los creadores de contenido digital por la excelencia, en el marco del neoliberalismo, representa una forma de éxito individualista que corrompe las prácticas y erosiona su sentido de comunidad.

Palabras clave: neoliberalismo, práctica, excelencia, cultura contemporánea.

Abstract: Digital content platforms show multiple individuals performing activities that can be qualified as frivolous or dangerous. This article examines the problem of digital content creation that abandons the idea of excellence, approaching it from the notion of practice and the development of internal goods to it, proposed by MacIntyre (2004), and from the critique of individualism in contemporary culture. It is argued that digital content creators' disregard for excellence, within the framework of neoliberalism, represents a form of individualistic success that corrupts practices and erodes their sense of community.

Keywords: neoliberalism, practice, excellence, contemporary culture.

Introducción

Las redes sociales y sus herramientas para la creación de contenido proporcionan un vasto catálogo que captura nuestra atención a cualquier hora del día, sea en YouTube, TikTok o Instagram. Estas plataformas digitales ofrecen a los creadores de contenido un vehículo para alcanzar un éxito masivo, nunca visto en otro momento de la historia. Así, encontramos un sinfín de artistas, coaches, cocineros, comediantes, etc. que buscan abrirse paso en el universo del contenido digital. Este artículo se centra en un fenómeno particular: el de los influencers que se vuelven virales con contenidos que muestran poco interés en la noción de excelencia o que podrían calificarse de frívolos, como es el caso de Papi Kunno, influencer conocido en México por, entre otras cosas, su particular forma de caminar y por cobrar 1200 pesos mexicanos por enviar un saludo (Milenio Diario, 2020), o Hugo Lara Arias, quien casi muere por sumarse al reto de comer chile habanero (Milenio Diario, 2019).

El presente análisis busca problematizar los contenidos digitales desde una lente crítica a la cultura contemporánea y su dificultad para plantearse la cuestión del valor fuera del mercado y el individuo. Con ello, se busca señalar el dilema que conlleva desestimar los bienes internos de una práctica cultural: el desinterés en la búsqueda de la excelencia, propio de la cultura del capitalismo contemporáneo, representa una ruptura con la comunidad, al crear formas de éxito individualistas que corrompen a las prácticas culturales. Para ello, en el primer apartado se describe la noción de práctica, propuesta por MacIntyre (2004), y la forma en que la excelencia es entendida desde una visión que remite a una comunidad de practicantes. La segunda sección plantea el problema del valor dentro de la cultura del neoliberalismo y la epistemología individualista que le acompaña. En el tercer apartado se desarrolla la crítica a la creación de contenido que no considera los horizontes de la comunidad y el valor. El cuarto apartado da respuesta a dos posibles discrepancias: primero, al abordar la objeción que entiende la excelencia como una forma de elitismo; segundo, al revisar la crítica que ve en el culto a la excelencia una extensión del espíritu productivo del neoliberalismo. Por último, se revisa la propuesta en las conclusiones.

1. La práctica y el desarrollo de los bienes internos

Para iniciar este análisis es necesario realizar una precisión conceptual. En la tradición de los estudios culturales, la idea de práctica cultural remite a las culturas vividas, es decir, a toda manifestación cultural (celebraciones, rituales, expresiones propias de subculturas, etc.) que se integra en los modos de vida específicos de pueblos, comunidades o períodos históricos (Storey, 2012). Además de esta aproximación vivencial, la cultura puede entenderse como un texto, lo cual, desde el estructuralismo y el posestructuralismo, se denomina práctica significativa; esto es, todo aquel fenómeno cultural que puede ser leído e interpretado para obtener un significado y que abarca desde una pieza musical hasta una película, un cómic o expresiones del habla popular (Storey, 2012). Aunque esta forma de entender las prácticas culturales es central para el estudio de la diversidad cultural contemporánea, este trabajo entiende el fenómeno de los contenidos digitales desde una perspectiva distinta: la de los fenómenos culturales que MacIntyre (2004) denomina prácticas. Estas son entendidas como:

Cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta lograr los modelos de excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva se extienden sistemáticamente. (MacIntyre, 2004, p. 248)

Según MacIntyre (2004), para que determinada actividad pueda ser considerada una práctica es necesario que desarrolle una forma particular de excelencia. No todas las actividades humanas que demandan dificultad, sean estas recreativas o productivas, pueden ser denominadas prácticas. Por ejemplo, beber una botella de vodka en cinco minutos o contar el número de hojas de pasto de un jardín –como en el escenario propuesto por Rawls (2014)–, aunque sean consideradas acciones difíciles, no pueden señalarse como prácticas. La misma idea aplicaría en el caso de actividades poco comunes como las que se encuentran en el libro Guinness World Records; por ejemplo, el batir el récord de mayor número de camisetas quitadas mientras se domina un balón (Guinness World Records, 2018) o el récord de la pila de chocolates M&M’s más alta del mundo (Guinness World Records, 2021). Si bien puede argumentarse que estas actividades demandan un alto grado de dificultad, para que sean consideradas prácticas deben insertarse en un esquema cooperativo. Así, nos dice MacIntyre (2004): “el juego de «tres en raya» no es un ejemplo de práctica en este sentido, ni el saber lanzar con destreza un balón; en cambio, el fútbol sí lo es y también el ajedrez” (p. 248). El ejercicio de una habilidad aislada de una comunidad de practicantes no califica como práctica.

Bajo esta perspectiva de corte aristotélico, la excelencia en la ejecución de una práctica depende del desarrollo de los bienes internos. Para MacIntyre (2004), cuando alguien realiza una práctica desarrolla dos tipos de bienes: los externos, que se refieren a las recompensas sociales otorgadas a quienes se distinguen en su ejecución (es decir, la fama, el dinero, los premios o el prestigio de la futbolista, la científica, la pintora o la boxeadora), y los internos, los cuales son inherentes a la práctica y solo pueden entenderse y adquirirse desde su ejercicio. Dentro de estos últimos bienes se encuentra el desarrollo de una forma particular de excelencia, ligada a una manera de vivir modelada por la práctica; esto es: la vida de la futbolista, la científica, la pintora o la boxeadora. Ya sea que se ejerza la práctica a lo largo de la vida o solo durante una etapa, esta cierta clase de vida, como la denomina MacIntyre (2004), no se refiere a un estilo de vida que se consume, sino que remite a una forma de comunidad forjada en la persecución de ciertos estándares propios de la actividad. Por ejemplo, la excelencia en la práctica del deporte se puede ver en la vida de la deportista de alto rendimiento, con todos los sacrificios, placeres y experiencias compartidas que conlleva cumplir con las exigencias que demanda esta actividad.

En una línea argumentativa similar, Kauppinen (2017) señala que el desarrollo de bienes inherentes a la práctica forma un modelo evaluativo que permite juzgar el desempeño de un individuo en esta. Dicho estándar de autoridad deja identificar lo que Kauppinen (2017) denomina “logros merecedores de alabanza”. La literatura filosófica suele considerar la dificultad –entendida de distintas formas–, como una de las condiciones que define los logros y los separan de actividades mundanas (Bradford, 2015; Dunkle, 2019; Hirji, 2019; Kauppinen, 2017; Keller, 2004), lo que permite establecer una diferencia entre escalar el Everest y atarse los cordones de los zapatos. Por ejemplo, para Bradford (2015), un logro puede definirse como un proceso difícil que causa un producto de forma competente (sea este ejecutar una pieza en el piano, subir una montaña o robar un banco), mientras que para Kauppinen (2017), los logros requieren, primero, de un reto, expresado como un esfuerzo intenso o una gran habilidad y, segundo, de una competencia o destreza manifiesta que impide que el logro sea producto de la suerte. En ese sentido, anotar un gol después de eliminar a siete rivales no sería calificado como logro si esta hazaña es producto de la suerte.

La cuestión del estándar de autoridad resulta relevante para separar ciertos logros de aquellos que son dignos de alabanza. La admiración que genera un logro puede estar vinculada al valor de su producto, como en los casos de productos con valor moral o estético (por ejemplo, el médico que salva la vida de un paciente). Sin embargo, existen otros tipos de logros cuyo valor se encuentra en el desarrollo de sus propios estándares. En ellos, cuando se dice que una actuación es “buena”, se hace referencia al desarrollo de un bien diferente al de conseguir un buen resultado:

A veces consideramos que algo es bueno cuando cumple un estándar para el tipo de cosa que es –digamos, un cuchillo es bueno si hace el trabajo que se supone que debe hacer–. Algo similar ocurre con las actividades. Tal vez cuando elogiamos un desempeño, estamos diciendo que cumple o excede algún estándar exigente contextualmente relevante, donde el estándar puede ser absoluto (como un requisito moral o racional), interno a la actividad (como los estándares de los deportes) o simplemente impuesto por el objetivo del agente. (Kauppinen, 2017, p. 178)

Aunque una práctica puede ser un logro digno de admiración porque lleva a la realización de un fin ajeno a esta –tal vez ganar el campeonato es valioso porque con ese dinero se podrá reparar la cancha de futbol del barrio o cumple un objetivo para la vida de S–, también puede serlo cuando se desarrollan sus bienes internos. Así, cuando S cumple o rebasa el criterio de excelencia que fija la propia práctica, se dice que S es digno de admiración como practicante de dicha actividad (Kauppinen, 2017). Estos criterios de autoridad son parte constituyente de la práctica y relativos a esta, por lo que una tatuadora deberá cumplir o rebasar estándares distintos a los de un científico, una guitarrista o un fontanero.

Esta perspectiva, que desarrolla su posición desde la virtud aristotélica (Annas, 2011), señala que la disposición o la habilidad en cuestión puede denominarse excelencia cuando promueve algún bien. Así, para Kauppinen (2017), “alguien merece elogios cuando su desempeño cumple o supera un estándar demandante y es la manifestación de una excelencia” (p. 178). Ahora bien, de acuerdo con la visión filosófica general, si un logro es la suma de la dificultad de la acción y la competencia demostrada por parte del agente, hazañas como tomar dos litros de tequila en cinco minutos, llevar a cabo un elaborado fraude cibernético o contar todas las hojas de un árbol podrían ser calificadas como logros dignos de admiración. No obstante, señala Kauppinen (2017), existen actividades que no vale la pena admirar (o realizar) aun cuando sean una manifestación de cierta habilidad. Pese a que estas actividades cumplen las condiciones de logro –al ejecutar una habilidad de manera destacada–, respuestas como la admiración o el orgullo estarían fuera de lugar frente a ellas porque no desarrollan o promueven una cantidad suficiente de algún valor (Kauppinen, 2017), el cual, de nuevo, puede ser de distintos tipos (estético, moral, prudencial, etc.).

Hasta este punto, lo importante es destacar la relación que forman las prácticas con una visión de excelencia que desarrolla ciertos bienes internos. Además, es necesario señalar que la forma en que el espíritu comunitario está ligado a la excelencia de una práctica no se limita a un grupo de personas que cumplen sus estándares de autoridad; es decir, la comunidad no solo se entiende como un grupo que comparte una actividad determinada. El desarrollo de los bienes internos demanda de quien se adentra en la práctica una obediencia a sus reglas, a través de las cuales el individuo participa en una comunidad que se extiende a lo largo del tiempo. Así, comenta MacIntyre (2004):

Entrar en una práctica es entrar en una relación, no sólo con sus practicantes contemporáneos, sino también con los que nos han precedido en ella, en particular con aquellos cuyos méritos elevaron el nivel de la práctica hasta su estado presente. Así, los logros, y afortiori la autoridad, de la tradición son algo a lo que debo enfrentarme y de lo que debo aprender. Y para este aprendizaje y la relación con el pasado que implica, son prerrequisitos las virtudes de la justicia, el valor y la veracidad, del mismo modo y por las mismas razones que lo son para mantener las relaciones que se dan dentro de las prácticas. (p. 256)

De acuerdo con esta aproximación a la práctica, los increíbles logros de deportistas como Lionel Messi o Serena Williams pueden verse bajo una lente distinta: como poseedores de un valor comunitario que perdura en el tiempo y que inspira a todo aquel que decide patear un balón o tomar una raqueta. De esta manera, los logros no solo son un triunfo individual, sino también una posibilidad para redefinir los límites de la práctica, al crear nuevos récords y nuevas formas de entender y ejecutar la actividad.

Sin embargo, podría argumentarse que lo que realmente pesa para determinar el valor de una práctica (y el de sus practicantes) son los bienes externos. Siguiendo el ejemplo de Messi, podría decirse que su valor radica en la importancia que tiene este para el mercado del futbol (patrocinios, venta de camisetas, entradas, etc.). A su vez, también podría afirmarse que el futbol es un deporte valioso porque es un negocio multimillonario que genera una importante derrama económica para diversos sectores sociales. Esto es en parte cierto y es una de las razones –además de la calidad– que intenta justificar el exorbitante sueldo de los futbolistas o la importancia que los gobiernos dan a la realización de competencias deportivas. Sin embargo, según MacIntyre (2004), afincar el valor de la práctica exclusivamente a los bienes externos contraviene el espíritu de esta y termina por corromperla.

La corrupción se da debido a una confusión entre la práctica y la institución y entre los bienes que le corresponden a cada una (MacIntyre, 2004). Por ejemplo, al confundir los distintos bienes que corresponden a la práctica del baloncesto y a la institución de la liga deportiva. Las instituciones y sus normas están abocadas a fomentar los bienes externos, los cuales son necesarios para que la práctica sobreviva (pagar sueldos, construir estadios, generar asociaciones, etc.). El problema es cuando la persecución de los bienes externos desplaza a los bienes inherentes a la práctica y a sus normas, lo que frena la capacidad que tienen estos últimos para hacer avanzar la disciplina y crear comunidad. En otras palabras, la corrupción se da porque “la atención cooperativa al bien común de la práctica es siempre vulnerable a la competitividad de la institución” (MacIntyre, 2004, pp. 256-257). Por lo tanto, según MacIntyre (2004), son necesarias virtudes como la justicia y la veracidad en el ejercicio de las prácticas, las cuales permiten hacer frente a la capacidad corruptora de los bienes externos.

Esta tensión entre los distintos tipos de bienes ha estado presente en discusiones recientes sobre las prácticas y su valor. Por ejemplo, el daño que los bienes externos pueden hacer a las prácticas fue uno de los argumentos utilizados en el rechazo al proyecto de la Superliga europea de futbol, al acusar que este se preocupaba más por el beneficio económico que por la calidad del futbol (El País, 2021). Un argumento similar se esgrime en la crítica a peleas de boxeo en las que se enfrentan profesionales con YouTubers, como el caso del combate entre el campeón de pesos pesados Floyd Mayweather y el YouTuber Logan Paul. De acuerdo con los críticos de dicha pelea, si lo que se busca es el avance del deporte, este no puede estar subordinado al espectáculo del mercado (Morse, 2021). Además, desestimar las reglas propias de una práctica puede tener otro tipo de consecuencias. En el caso del boxeo no solo se trata de cumplir con un criterio de pertenencia a una comunidad: permitir combates de exhibición puede derivar en riesgos para la salud de quienes no cuentan con el entrenamiento de un boxeador profesional (Morse, 2021).

La distinción entre bienes externos e internos plantea una diferencia clave que conduce al problema de la excelencia. La práctica demanda establecer un vínculo con su tradición, la cual debe entenderse, no como reglas inamovibles, sino como la historia de los modelos sobre los que determinada práctica se construye y que permiten juzgar una actuación. Al respecto afirma MacIntyre (2004):

Toda práctica conlleva, además de bienes, modelos de excelencia y obediencia a reglas. Entrar en una práctica es aceptar la autoridad de esos modelos y la cortedad de mi propia actuación, juzgada bajo esos criterios. La sujeción de mis propias actitudes, elecciones, preferencias y gustos a los modelos es lo que define la práctica parcial y ordinariamente… Por tanto los propios modelos no son inmunes a la crítica, pero, no obstante, no podemos iniciarnos en una práctica sin aceptar la autoridad de los mejores modelos realizados hasta ese momento… En el dominio de la práctica, la autoridad tanto de los bienes como de los modelos opera de tal modo que impide cualquier análisis subjetivista y emotivista. (p. 251)

Para poder realizar de manera competente una práctica (tocar el violín, hacer freestyle rap, cocinar repostería o estudiar álgebra) es necesario aprender las reglas y conocer los logros precedentes que la conforman (es decir, la tradición), los cuales, a su vez, sirven como un parámetro para medir la calidad del producto cultural en cuestión. Con ello, la dimensión de excelencia plantea un reto: el individuo no puede crear sus propios estándares de calidad, desligados por completo de los criterios de la práctica. Estos son necesarios incluso para rebelarse e ir en contra de ellos, lo que generaría un avance en la práctica. Sin embargo, mantener criterios de valor más allá del individuo resulta cada vez más difícil en el capitalismo contemporáneo.

2. El individuo como medida en la cultura neoliberal

Para los fines del presente análisis, el neoliberalismo es entendido no solo como un proyecto político-económico que busca regular la participación del Estado en la economía y la vida pública, sino también como un proyecto cultural de reforma de la subjetividad; dicha perspectiva es desarrollada desde el trabajo de Michel Foucault (2007). En esta visión, el neoliberalismo se entiende como un régimen que instaura las lógicas del mercado en todos los aspectos de la vida de los sujetos, con lo cual establece un programa moral que reforma y gestiona la conducta de los individuos (Brown, 2017), su psicología (Rose, 1996) y sus emociones (Ahmed, 2010; Cabanas, 2016; Cabanas y Illouz, 2019; Illouz, 2008).

La noción de práctica debe entenderse bajo el contexto de la cultura del siglo XXI, caracterizada por el individualismo y la primacía del mercado. La cultura contemporánea se enmarca en el proceso que Lipovetsky (2000) denomina la segunda revolución individualista: una era narcisista, centrada en la realización emocional, el hedonismo y el consumo, con un profundo desinterés por la esfera de lo social. Además del mercado, este componente emocional se convierte en un aspecto central del neoliberalismo gracias a la creencia de que la felicidad es uno de los tantos aspectos de la vida capaces de gestionarse y administrarse (Cabanas y Illouz, 2019). En el neoliberalismo existe una profunda asociación entre la felicidad y el individualismo, cuyo vuelco hacia el interior puede leerse en dos planos. En el plano social, se afirma que toda problemática (pobreza, salud, delincuencia, etc.) es una cuestión de voluntad individual. La felicidad y el bienestar están al alcance de todos aquellos que estén dispuestos a luchar por ellas, independientemente de los condicionamientos sociales a los que se enfrenten, siempre y cuando modifiquen su manera de percibir el mundo (Cabanas y Illouz, 2019). Así, para el neoliberalismo, las circunstancias no importan, debido a que la realidad se amolda a lo que estemos dispuestos a desear. Por otra parte, en el plano individual, este vuelco hacia las emociones nubla el juicio sobre nosotros mismos y la elección de la vida buena, relegando nuestra capacidad de examen crítico al dictado de los sentimientos. Los juicios de valor propios de esta forma de individualismo irrestricto se encuentran, en gran medida, justificados por las emociones (Rowlands, 2014).

En este panorama, el consumo adquiere un papel clave para construir una nueva epistemología. Diversos teóricos han señalado la importancia que tiene el consumo para las sociedades contemporáneas, sus procesos de formación identitaria y sus formas de organización (Baudrillard, 2012; Bauman, 2007; Featherstone, 2000; Ritzer, 1996). Consumir se ha vuelto una parte inherente de la vida del sujeto en el capitalismo tardío. Sin embargo, según Colin Campbell (2004), la transformación que ha traído consigo la cultura de consumo es mucho más profunda que una sobreabundancia de productos y servicios al instaurar nuevas concepciones metafísicas y epistemológicas, mediante el énfasis que el consumo hace en el deseo.

Para Campbell (2004), el papel del deseo y la emoción, sumado al individualismo propio de la cultura contemporánea, han transformado la manera en la que los sujetos construyen su identidad, mediante un proceso de descubrimiento basado en el consumo. De esta manera, la pregunta ¿quién soy? se responde a través de los gustos en música, comida, viajes, ropa, etc. Aunado a esto, las concepciones de lo real y lo verdadero también han sido trastocadas por el consumo. Para Campbell (2004), esta transformación se sintetiza en dos máximas propias de la cultura de consumo contemporánea: uno, “en materia de gustos no hay disputas”, y dos, “el cliente siempre tiene la razón”. Dado que el deseo se ha convertido en el centro de articulación de la experiencia humana desde el consumo, el máximo juez sobre el deseo –a diferencia de la necesidad– es el individuo. Así, comenta Campbell (2004), “de la misma manera que generalmente se supone que nadie más está en condiciones de decirte lo que quieres, también se supone que nadie más está en condiciones de decirte lo que es verdad” (p. 34). En este nuevo esquema epistemológico, lo real y lo verdadero se construyen a través de la respuesta emocional que los sucesos desatan en el individuo. Es por esto, señala Campbell (2004), que la sociedad de consumo contemporánea está en búsqueda de primero, nuevas y mayores experiencias, que permitan al individuo evadir el aburrimiento y, segundo, otras formas de autoridad no tradicional (gurús, especialistas en bienestar), que ayuden al individuo a identificar qué desea realmente.

Esta epistemología basada en el yo también es señalada por Rowlands (2014) en su crítica a la cultura contemporánea, en la que defiende que el rasgo distintivo en la relación de los sujetos con la producción cultural es la incapacidad de estos para distinguir la calidad. En su crítica al relativismo centrado en el individuo, Rowlands sigue la línea crítica de Taylor (1991) al identificar este desinterés por la excelencia como una forma degenerada del ideal moderno del individualismo. Este último se construyó sobre la denominada ética de la autenticidad, la cual propugna que la autorrealización –esto es, el ser fiel a uno mismo– es el mayor ideal al que puede aspirar el individuo (Taylor, 2003).

Para Rowlands (2014), el individualismo irrestricto ha permitido el ascenso de la vfama, una variante de la fama que carece de todo criterio objetivo que la sustente. La diferencia clave entre la fama y la vfama radica en el valor de las acciones por las que los sujetos son admirados. Señalar a alguien como persona famosa es una forma de reconocimiento, no solo hacia el individuo en cuestión, sino también a la calidad que este posee. Personajes como Ella Fitzgerald, Michael Jordan o Larry David son famosos gracias a su talento y a la manera en que redefinieron sus respectivas disciplinas. A diferencia del reconocimiento a la calidad que otorga la fama, la variante vfama carece por completo de un marco objetivo que la justifique, lo que posibilita el ascenso de gente famosa que no ha hecho nada relevante, como es el caso de la socialité Paris Hilton, en quien Rowlands centra su análisis.

Rowlands (2014) atribuye la incapacidad que tiene la cultura contemporánea para distinguir la calidad a un desequilibrio en el delicado balance de valores de la Ilustración, que oscilaba entre el individualismo y el objetivismo, entre las elecciones del individuo y un esquema de valores ajeno a él. La ruptura contemporánea del complejo equilibrio ilustrado creó dos formas degeneradas de sus ideales que, a su vez, son peligrosas caras de una misma moneda. Por un lado, el objetivismo separado de la voz crítica y autónoma proveniente del individuo –la cual posibilita el cuestionamiento de la existencia de valores absolutos– deriva en el fundamentalismo (Rowlands, 2014). En otras palabras, la retirada del sapere aude kantiano permite la creencia en verdades irrefutables, como son las que provienen de un texto sagrado o de un líder autoritario. Por otro lado, al igual que Taylor (1991), Rowlands afirma que, al perder su contrapeso objetivo, Occidente inclinó su balanza cultural hacia el individualismo para caer en su forma degenerada, el relativismo, el cual elimina toda posibilidad de evaluación bajo parámetros ajenos al individuo.

La falta de una contraparte fuera del individuo y sus deseos que pondere el valor trae consigo dos consecuencias para la producción cultural contemporánea: primero, un completo desinterés en la noción de excelencia previamente descrita, debido a que el individuo es el juez último de la calidad, por lo que si S realiza una actividad A, este podrá juzgar que la realiza de forma competente solo porque A es expresión de sus deseos o su personalidad, prescindiendo con ello de cualquier juicio externo. Segundo, en caso de que exista algún juicio que intente justificar la calidad, este se basa exclusivamente en la validación que se encuentra “en el reconocimiento simple –y en gran parte infundado– de nuestros pares” (Rowlands, 2014, p. 113). En la terminología usada hasta ahora, este reconocimiento se basaría en los bienes externos a la práctica. Parafraseando a Protágoras, lo característico de la cultura contemporánea es que el hombre y sus seguidores son la medida de la calidad de las cosas. De esta manera, solo importan los deseos del agente y los bienes externos a la práctica, los cuales confirman y validan dichos deseos.

Ahora bien, esto no quiere decir que la época actual carezca de individuos con talentos excepcionales. Una afirmación de este tipo sería solamente un lamento de tiempos mejores; una añoranza de las épocas de Maradona o Di Stéfano que intenta negar los logros actuales (y crecientes) de Lionel Messi o Cristiano Ronaldo. La problemática que Rowlands (2014) señala es que la incapacidad para distinguir la calidad nos dificulta reconocer el talento aunque este se muestre ante nuestros ojos, en un escenario en donde si todo vale, nada vale a la vez. De esta manera, se termina por dar la misma importancia a todo y a todos.

3. Los contenidos digitales frente a la excelencia y la comunidad

Es posible establecer diferencias iniciales entre la idea de práctica y su énfasis en los bienes internos y los fenómenos virales. La viralidad puede definirse como:

Un proceso de flujo de información social en el que muchas personas envían simultáneamente un elemento de información específico, durante un período corto de tiempo, dentro de sus redes sociales, y en el que el mensaje se propaga más allá de sus propias redes (sociales) a redes diferentes, a menudo distantes, lo que resulta en una fuerte aceleración en el número de personas que están expuestas al mensaje. (Nahon y Hemsley, 2013, p. 16)

En primer lugar, puede señalarse el tiempo que toma construir una comunidad y transmitir la información. A diferencia de la práctica, la comunidad que se genera al realizar un baile en TikTok o algún reto viral es más limitada en el tiempo y está sujeta a la propagación explosiva del contenido. Es posible conceder que sumarse a alguna de las tendencias que constantemente se generan en las redes sociales nos permite participar en un fenómeno del que forman parte millones de personas en el mundo (y, además, divertirnos en su ejecución). O, como señala Carrión (2020), la viralidad constituye una nueva forma de virtud, que aún no entendemos del todo, afincada en el carácter contagioso y masivo de los nuevos contenidos digitales. Sin embargo, la posible comunidad que gira en torno a la viralidad es volátil, con constantes demostraciones de habilidades que se desvanecen, una y otra vez, tanto en el espacio de la red como en el de nuestra atención. Además, a diferencia de la práctica, en la viralidad que no se preocupa por desarrollar un bien interno no existe una comunidad afincada en reglas y una búsqueda de la excelencia (solo, tal vez, en caso de que la acción se ejecute de principio a fin), las cuales necesitan tiempo para forjarse. El criterio que la valida es la acumulación de seguidores, likes o visualizaciones. En una economía en la que la atención se ha vuelto una forma de capital (Franck, 2005), el valor del contenido digital se define por este bien externo. Se trata de una habilidad aislada, tal vez excepcional, pero a la que le cuesta trabajo forjar comunidad alrededor de ciertos bienes.

Además del carácter efímero del tipo de comunidad que se da en los contenidos digitales, los cuales no desarrollan ninguna clase de bien interno, existe otro elemento que los enmarca como parte de la cultura contemporánea: el esquema de recompensas que se desprende de cada uno de los bienes. MacIntyre (2004) señala que los bienes externos son objeto de una competencia “en la que debe haber ganadores y perdedores”, por lo que “siempre son propiedad y posesión de un individuo” (p. 252). La fama, el dinero o la atención, productos del ejercicio de la práctica en cuestión, entran en una dinámica competitiva y selectiva, en la que “típicamente son tales que cuantos más tenga alguien menos hay para los demás” (MacIntyre, 2004, p. 252). En este caso, el sujeto que se hace acreedor a dichos bienes es el individuo, quien compite por ellos y puede llegar a acapararlos. Por su parte, los bienes internos de la práctica “son resultado de competir en excelencia, pero es típico de ellos que su logro es un bien para toda la comunidad que participa en la práctica” (MacIntyre, 2004, pp. 251–252). El carácter comunitario de la práctica frente al tipo de contenidos digitales objeto de este trabajo se manifiesta en la distribución de las recompensas. El desarrollo de una práctica no solo se trata de competir por los recursos externos que están en juego. Lo que se busca es competir en excelencia por el bien de la práctica y por la comunidad que se forja en torno a esta. A diferencia de los bienes externos, los internos no pueden ser monopolizados.

La crítica a la creación de contenidos aquí planteada necesita una precisión. No se busca afirmar que todo lo que se crea en las redes carece de un espíritu comunitario o de calidad. Las redes sociales también generan comunidades a través de las prácticas, como es el caso, por ejemplo, de los canales de YouTube dedicados al deporte, a la gastronomía o al aprendizaje de un instrumento musical. Asimismo, espacios como Reddit o textos culturales como los memes han sido señalados como objetos que posibilitan la cultura participativa a través de intercambios culturales creativos y con valor estético (Massanari, 2015; Milner, 2016; Schonig, 2020). Por esto, es importante insistir en que el objeto de la presente crítica son los contenidos digitales que no plantean el desarrollo de un bien interno; es decir, aquellos que muestran a personas realizando actividades cuya calidad difícilmente podría defenderse con otro parámetro que no sea la cantidad de likes o views (es decir, solo con el bien externo de la atención) o las emociones de quienes los realizan.

La democratización en la creación de contenidos presenta grandes ventajas al ofrecer una mayor diversidad de opciones para los consumidores y más posibilidades de distribución para quienes los crean. Sin embargo, el peligro radica en la renuncia a todo marco que permita juzgar el valor (estético, deportivo, moral, etc.) de los contenidos y sus creadores. Sin ese contrapeso, se termina por entronizar personajes frívolos. Como señala Rowlands (2014), dichos personajes son admirados, en parte, porque hemos anestesiado nuestra capacidad de diferenciar lo relevante de lo prescindible. De esta manera, el problema no es solamente la existencia de ciertos(as) influencers y sus contenidos banales, sino también de quienes los consumen. Ante la ausencia de un horizonte de valor fuera del sujeto, se corre el riesgo de trivializar aquello que es importante, como en el caso de los(as) influencers que buscan likes a través de fotografías controvertidas –por ejemplo, influencers que posan frívolamente en Auschwitz (El HuffPost, 2016) o Chernobyl (El País, 2019)–. Esta confusión moral, comenta McRobbie (2013), es propia de los espacios de comunicación contemporáneos, en donde los asuntos políticos y su seriedad coexisten y se confunden con la trivialidad de los chismes y los comentarios sobre la apariencia o la sexualidad, al punto que el “efecto divertido” de estos últimos distrae o interfiere las cuestiones políticas graves. Además, la pérdida del horizonte del valor puede generar el proceso opuesto: rodearse de cosas superfluas a las que se les confiere una apariencia de profundidad. Un ejemplo de esto es la influencer mexicana de moda y estilo de vida, Mariana Rodríguez, quien agradeció a sus seguidores por haber estado con ella en los momentos más difíciles de su vida, que consistieron en las ocasiones en las que se le cayó su iPhone al agua, cuando perdió unas sandalias y cuando se le extravió un escapulario (Infobae, 2021). Podría decirse que este suceso desató grandes burlas entre las y los usuarios de las redes sociales, lo cual es prueba de nuestra capacidad para reconocer la falta de calidad. Sin embargo, Mariana Rodríguez, ahora primera dama del estado de Nuevo León, México, salió avante de una más de sus tantas polémicas y continúa con 2.3 millones de seguidores al momento (Rodríguez, 2022).

Es posible argumentar que, pese a no cumplir –o si quiera intentar cumplir– los criterios de excelencia en una práctica, el YouTuber X ha alcanzado el éxito y esto es señal de su valor. En otras palabras, el éxito que posee de alguna manera explica o confirma su talento. Sin embargo, de acuerdo con Rowlands (2014), estas son dos cuestiones distintas, pero difíciles de diferenciar sin un marco externo al individuo que permita juzgar:

Por supuesto, el camino de alguien hacia la vfama podría verse facilitado por algunas decisiones muy inteligentes de su parte, decisiones relacionadas con el estado de ánimo del público... Pero cómo te vuelves vfamoso es una cosa; los estándares que tienes que cumplir para convertirte en vfamoso son otros muy distintos. Para volverte vfamoso puedes emplear un nivel de inteligencia o procesos de razonamiento que cumplen con estándares de excelencia objetivos e independientes. Pero sigue siendo cierto que tu vfama en sí misma –a diferencia de cómo la logras– no requiere la satisfacción de tales estándares. Puede que tengas que ser inteligente –objetivamente inteligente– para hacer que la gente oiga hablar de ti, que te idolatre, que quiera ser tú. Pero de esto no se sigue que deban haber oído de ti, idolatrarte o querer ser tú. (Rowlands, 2014, p. 30)

Incluso, se concede que dar voz a contenidos digitales superfluos puede tener un valor porque nos divierte, nos desconecta de una pesada realidad o permite el avance de la comedia (suponiendo que el contenido en cuestión fuese cómico); en otras palabras, podría llamársele un placer culposo. Sin embargo, el no plantear un límite a la frivolidad virtual, además de lo que presupone para la degeneración de los bienes internos de las prácticas, nos enfrenta con el problema de la repartición de los bienes externos, los cuales, recordemos, son limitados y objetos de competencia. Es decir, nos enfrenta con el escenario en el que un vfamoso(a) acapara bienes externos (reconocimiento, admiración, atención o salarios) frente a una científica, una comediante o un policía, sujetos que, podría argumentarse, tienen mayor valor social que alguien vfamoso(a), pero que no generan la misma cantidad de ganancias o de atención. La cuestión, comenta Sandel (2020), es que el mercado no puede ser la única entidad capaz de asignar las recompensas que merecen las distintas contribuciones sociales. Pesa también el papel que tienen estas para el bien común.

La pregunta sobre quién merece nuestra atención no es una cuestión menor, en especial bajo el contexto de lo que se ha denominado “economía de la atención”, en donde esta última se ha convertido en una forma de capital (Franck, 2005; Simon, 1971; Van Krieken, 2019). La lucha por la atención, un bien preciado dentro de la cultura contemporánea, ha generado una búsqueda incesante del estatus de celebridad por parte de los sujetos (Van Krieken, 2019) y nuevas formas de explotación y desigualdad en el capitalismo, entre los pocos individuos que reciben atención y los muchos que prestan atención a estos pocos, pero que no la reciben de regreso (Franck, 2005). Ante la competencia incesante por acumular atención, la pregunta por el valor es pertinente. De hecho, como ha comentado Citton (2017), el problema de la atención no es una cuestión ajena al problema del valor, como busca afirmar la neutralidad axiológica del neoliberalismo. La pregunta esencial consiste en: “¿cómo –es decir, inevitablemente, en qué dirección, a qué fines– debemos dirigir la atención que da dirección a aquello en lo que nos convertimos?” (Citton, 2017, p. 21). El tipo de contenidos que consumimos y los valores afincados también son objeto de reflexión filosófica. Un primer paso para evitar accionar en ese sentido es recuperar la discusión acerca del valor en nuestra sociedad, una discusión entre el contenido prescindible y el resto. El contenido vacío puede existir, pero sin los marcos de excelencia, autoridad y comunidad resultará imposible darle su (justo) lugar en nuestra sociedad.

Es necesario insistir en que este análisis no se trata de una condena generalizada al contenido de las redes sociales. Estas son un gran espacio que ofrece a los individuos la posibilidad de crear comunidades alrededor del talento, expresado en una diversidad de actividades. Su oferta digital, además de las múltiples opciones de entretenimiento, posibilita la enseñanza de prácticas a sectores de la población que no podrían acceder a esta, sea por las limitaciones económicas, geográficas o por falta de tiempo. Sin embargo, las redes sociales también son un espacio que, sin contrapesos externos al individuo y la emoción, puede degenerar en refugio de experiencias vacías. Esto incluso ha sido señalado con gran ingenio por el Tiktoker senegalés Khabane Kaby Lame –la cuenta con más seguidores de TikTok, con 148.9 millones al momento (Lame, 2022)–, quien se burla de otros creadores de contenido que realizan tareas cotidianas de formas ridículamente complicadas con el afán de acumular seguidores. Podría decirse que su valor radica en esa capacidad de señalar, a través de la comedia, lo frívola que puede volverse la experiencia humana en redes sociales.

4. Respuesta a dos posibles objeciones

4.1. Frente al elitismo

Puede objetarse que el panorama de la creación cultural descrito hasta este momento plantea una perspectiva que solo mira con buenos ojos prácticas culturales ubicadas en la llamada “alta cultura”, cayendo en una especie de conservadurismo. De alguna manera, la crítica de Rowlands fue anticipada por Daniel Boorstin en su descripción del fenómeno de los pseudo-eventos y su clásica definición de las celebridades como personas “conocidas por ser muy conocidas” (Boorstin, 1992, p. 57). Para Boorstin (1992), la culpa de la existencia de una sociedad incapaz de reconocer la calidad recae en la publicidad. La aparición de una cultura basada en la imagen, construida a través de los medios de comunicación y las agencias de publicidad, transformó por completo nuestra manera de entender la grandeza –otrora lugar de los héroes– a través del advenimiento de los pseudos-eventos, sucesos creados con el único fin de generar publicidad. Sin embargo, la oposición que plantea Boorstin entre héroe y celebridad ha recibido críticas, como en el caso de Strate (1994), quien afirma que también los héroes necesitaban de publicidad, solo que esta se daba por medio de otras formas de comunicación (como en el caso de los poemas en la tradición oral).

En una línea similar a la de Boorstin, críticas dirigidas a los productos culturales masivos se han hecho desde la Escuela de Frankfurt, en particular, a través de los señalamientos de Horkheimer y Adorno (1998) a las industrias culturales y la afirmación del carácter emancipador de la alta cultura frente a la alienación producida por la cultura de masas. Sin embargo, esta perspectiva, es decir, la supuesta pasividad de los consumidores culturales y el valor superior de la “cultura auténtica” (en especial, la alta cultura europea) ha sido criticada desde los estudios culturales1. Asimismo, desde la sociología de la cultura se ha problematizado el papel de la alta cultura como un mecanismo de reproducción social –como en el trabajo de Bourdieu (2012)– y el análisis de los estudios culturales ha cuestionado de manera amplia la idea misma de una jerarquía cultural –pensemos en el clásico texto de Eco (2011) y la discusión entre apocalípticos e integrados–. Por ello, una diferencia entre prácticas culturales de alta y baja cultura no puede sostenerse, sobre todo, frente a la vasta y compleja producción cultural contemporánea. De hecho, difícil sería argumentar que la cultura contemporánea se encuentra en un período de escasez, dada la enorme cantidad de contenidos de calidad que se tienen a un clic de distancia. Quien afirme que la cultura está perdida frente al ascenso de los contenidos en redes digitales, probablemente realiza una distinción obsoleta entre alta y baja cultura, decantándose por la primera.

La presente crítica basada en la noción de práctica no necesita de dicha distinción para sostenerse, ni mucho menos la respalda. La idea de práctica abarca una diversidad de actividades humanas que van más allá de la supuesta división entre alta y baja cultura. Además, la comunidad y tradición que se generan en torno a las prácticas rebasan cualquier intento de jerarquización cultural. Las diversas disciplinas, al momento de constituirse en prácticas, desarrollan una serie de reglas y criterios que son compartidos por una comunidad de practicantes, por lo que la noción de calidad no necesita apelar a una idea de jerarquía cultural para sostenerse. Dichas reglas están presentes en actividades tan diversas como el futbol, el skateboarding, la pintura en acuarela, la construcción de robots, los videojuegos o el aprendizaje del piano. Lo mismo para los distintos géneros y variaciones que pueden existir dentro de una misma práctica. Por ejemplo, en el caso de la música, pensemos en los diferentes criterios de excelencia y las comunidades que se generan en el rock, el bossa nova, la cumbia, el reggaeton o el tango.

Aunado a lo anterior, la presente crítica no busca condenar que cualquiera pueda erigirse como un sujeto exitoso en determinada práctica o que exista una diversidad de prácticas y practicantes de distintos contextos culturales, económicos, sociales, de género, de identidad, etc. Negar dicha diversidad sería, con toda razón, un lamento elitista. Lo que demanda nuestra atención es el daño a las prácticas y su sentido de comunidad, provocado por una falta de preocupación por la calidad más allá del individuo.

Si bien puede ser difícil definir criterios objetivos de calidad, lo que se busca es señalar la relación que tienen las prácticas con una comunidad y su tradición. La pretensión de ir más allá del individualismo en la práctica no apela a una búsqueda de juicios de valor universalizables de corte científico, sino algo similar a lo que Alexander Nehamas señala con respecto a los juicios estéticos, capaces de crear comunidades más allá de lo meramente subjetivo, las cuales expanden sus límites e invitan a nuevas experiencias:

El juicio estético, considero, nunca exige un acuerdo universal, y ni un objeto hermoso ni una obra de arte involucran a una comunidad católica [entendida esta como comunidad universal]. La belleza crea sociedades más pequeñas, no menos importantes o serias por ser parciales, y, desde el punto de vista de sus miembros, cada una es ortodoxa –ortodoxa, sin embargo, sin pensar en las demás como herejías–. …De lo que se trata es menos de una cuestión de comprensión y más de una cuestión de esperanza, de establecer una comunidad que se centre en torno a ella, una comunidad, sin duda, cuyos límites cambian constantemente y cuyos bordes nunca son estables. (Nehamas, 2017, pp. 80-81)

Sin embargo, un problema que se tiene al eliminar u obviar los criterios de excelencia en las prácticas de los contenidos digitales es que desaparecen los marcos de referencia que permiten juzgarlas al interior de una tradición, lo que reduce nuestras posibilidades de diálogo con el otro. El problema con el relativismo de tipo individualista es que derrumba todo puente que permite un diálogo más allá del sujeto, debido a que la totalidad del valor emana de este. La creación de comunidad se vuelve difícil porque las experiencias estéticas no pueden ser compartidas si no existen puntos de acuerdo. Como afirma Taylor (1991), incluso para la formación de nuestra identidad necesitamos de un horizonte de valor compartido que nos sirva, al menos, como contraste. El yo auténtico no se crea en el vacío.

Más que una cuestión del tipo de práctica que tiene validez, el problema se da cuando el individuo se piensa ajeno a la tradición de la práctica. Al mostrarse indiferente ante la comunidad extensa de practicantes en el tiempo y el espacio, piensa que con su participación ha revolucionado la misma y que, por lo tanto, es merecedor absoluto de las recompensas que le han sido otorgadas. En este esquema, independientemente de que se trate de rock, funk, jazz o reggaeton, poco importa lograr –o acercarse a– una ejecución competente. El desinterés por alcanzar cierto grado de excelencia radica en que, bajo el paradigma cultural del neoliberalismo, el valor de la actividad se define: uno, desde el mercado, y dos, desde el individuo. Bajo estos criterios, desarrollar excelencias que se vinculen con una comunidad no resulta relevante. De hecho, la búsqueda de la excelencia (o, por lo menos, de una ejecución competente) parece, por una parte, una cuestión caduca, snob y poco democrática y, por otro lado, contraria a la búsqueda de una voz auténtica proveniente del individuo, esa voz que afirma que si yo siento que estoy cantando bien, entonces lo estoy haciendo. Al olvidarse de los bienes internos y confirmar el éxito a través de los externos, el individuo también se olvida de esa comunidad extensa de practicantes de la que habla MacIntyre, a la cual siente que no le debe nada. Recordemos que la subjetividad que dibuja el neoliberalismo tiene como fundamento la creencia en que “somos independientes, seres autónomos que somos dueños de nuestras habilidades, esfuerzos, metas, elecciones y logros, y capaces de funcionar en gran medida independientemente de los entornos sociales y culturales” (Sugarman, 2015, p. 113). Para este sujeto, la cultura y sus prácticas se crean en un vacío.

4.2. Frente a la excelencia neoliberal

La captura de la excelencia por parte del neoliberalismo también puede generar otra objeción, centrada en las consecuencias que puede tener un interés desmedido en ella. Esta preocupación podría dividirse en dos: uno, en el hecho de que no existan avances en las prácticas por respeto a la tradición, y dos, caer en el imperativo neoliberal del rendimiento y la competitividad. En el primer caso, es necesario señalar que la tradición de una práctica no se entiende como un conjunto de reglas inamovibles. De hecho, MacIntyre (2004) toma en cuenta una idea de progreso en la que la tradición puede y debe ser superada, lo cual nos hace partícipes de algo más grande:

Lo que distingue a una práctica, en parte, es la manera en que los conceptos de los bienes y fines relevantes a los que sirve la habilidad técnica (y toda práctica exige el ejercicio de habilidades técnicas) se transforman y enriquecen por esa ampliación de las facultades humanas y en consideración a esos bienes internos que parcialmente definen cada práctica concreta o tipo de práctica. Las prácticas nunca tienen meta o metas fijadas para siempre, la pintura no tiene tal meta, como no la tiene la física, pero las propias metas se transmutan a través de la historia de la actividad. Por tanto, no es accidental que cada práctica tenga su propia historia, constituida por algo más que el mero progreso de las habilidades técnicas pertinentes. (pp. 244-245)

Este ejercicio de prueba y error histórico, con avances y retrocesos, es lo que permite descubrir los bienes inherentes a las prácticas. La idea de una tradición absoluta e inamovible es difícil de defender; incluso, la cuestión de los bienes externos está sujeta al capricho de la llamada fortuna crítica. Por ejemplo, contrario a Harold Bloom (1995), quien veía en Shakespeare el centro del canon occidental, el Bardo no gozó siempre del prestigio que se le confirió a partir del siglo XVIII (Furió, 2012). Algo similar ocurrió en el caso de Rembrandt, sujeto a las críticas negativas de Burckhardt (Furió, 2003). Las prácticas están en constante cambio gracias a la comunidad que se forma en torno a ellas.

El valor de dicha comunidad es señalado por Rawls (2014) cuando habla de las virtudes cooperativas del principio aristotélico, el cual estipula que “en igualdad de circunstancias, los seres humanos disfrutan con el ejercicio de sus capacidades realizadas (sus facultades innatas o adquiridas), y este disfrute aumenta cuanta más capacidades se realizan o cuanto mayor es su complejidad” (p. 386). Es decir, entre dos actividades se prefieren las que representen un mayor reto y que permitan un mayor despliegue de nuestras capacidades, adquiriendo más placer a medida que somos más competentes en su ejecución. Al respecto Rawls (2014) dice que embarcarnos en proyectos de este tipo nos permite formar parte de algo más grande: “como las prácticas sociales y las actividades cooperativas se refuerzan a través de la imaginación de muchos individuos, dan origen, cada vez en mayor medida, a un conjunto más complejo de aptitudes y a nuevas formas de hacer las cosas” (p. 389). El conjunto de reglas y criterios de valor que se forman en torno a las prácticas no son inamovibles, sino que son un espacio para la cooperación y el progreso. Además, es posible añadir que, siguiendo la idea de práctica y la comunidad que genera, los individuos excepcionales –dignos de alabanza, en palabras de Kauppinen (2017)– no solo destacan por sus habilidades, sino porque sus logros establecen un diálogo con la historia de la práctica, sea para llevarla más lejos, cuestionarla o para generar nuevas maneras de entenderla.

Dicho esto, para responder la segunda parte de la objeción sobre la excesiva preocupación por la excelencia, es necesario señalar que el progreso al que se refieren las prácticas no equivale a productividad, mucho menos entendida desde la lógica del neoliberalismo. La cuestión de la excelencia en el neoliberalismo puede ser un depósito sin fondo de autorrealización del individuo. Como afirma Lindholm, la búsqueda del yo auténtico cubre un amplio rango que puede ir desde un sujeto con posibilidades infinitas pero perpetuamente insatisfecho hasta “un proyecto continuo de la imaginación, que debe buscarse y realizarse en el mercado” (Lindholm, 2013, p. 371). Hablar de excelencia en el neoliberalismo es complicado, dado el imperativo que se aboca a ella. De hecho, existen llamados en su contra, como el caso del proyecto a favor de la falta de excelencia, el cual critica la gestión neoliberal de las universidades y sus parámetros tecnocráticos que administran cada rincón de la educación, demandando un incremento constante en la productividad por parte de los docentes (L’Atelier des Chercheur.e.s, s. f.). Además, también existe el riesgo de caer en la llamada sociedad del rendimiento, caracterizada “por el verbo modal positivo poder (können) sin límites” y en la que “los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley” (Han, 2012, pp. 26-27). No obstante, Rawls (2014) insiste en que el principio aristotélico no debe convertirse en una obsesión, dados los recursos ilimitados que se tienen (tiempo, dinero, otras actividades, etc.). Asimismo, Kauppinen (2017) señala que los costos de oportunidad también son una condición para que un logro sea digno de admiración. Sería poco admirable para un deportista lograr la perfección en el armado de modelos a escala si esto último interrumpe sus entrenamientos y afecta su desempeño.

De igual manera, es posible argumentar que la obediencia a las reglas que constituyen una práctica aumenta su valor de distintas maneras. Primero, desde la visión filosófica del perfeccionismo se ha argumentado que la dificultad es una condición que incrementa el valor intrínseco de los logros (Bradford, 2013, 2015; Hurka, 1993). Adicional a la finalidad que puede tener la acción (ganar el campeonato, encontrar la cura para una enfermedad o impresionar a mis colegas), el realizar una actividad difícil que requiere precisión y detalle aumenta su valor intrínseco. Además, como señala Svendsen (2014), parte de la riqueza de aprender un oficio es entrar en una relación de aprendizaje en la que comienzo a entender las reglas del juego, las cuales, una vez dominadas, me permiten sentirme satisfecho por realizar un buen trabajo. En una perspectiva similar, Kauppinen (2017) argumenta que los “logros dignos de alabanza” (aquellas actuaciones causadas de forma competente en la que el individuo cumple o sobrepasa un estándar relevante, autoritativo y retador sin costos de oportunidad excesivos) son una fuente de orgullo para el individuo y, por extensión, contribuyen al sentido de su vida.

Despreciar el horizonte de valor es especialmente peligroso en el contexto del neoliberalismo, donde la ligereza es capturada por el mercado, confiriéndole una apariencia de legitimidad a través de los bienes externos. De esta manera, se da una combinación característica de la cultura contemporánea en la que un producto tiene valor porque: uno, genera ganancias, y dos, es un reflejo del individuo y sus emociones, las cuales son la medida última de todas las cosas. La excelencia ha sido cooptada por el neoliberalismo, bajo la incesante estandarización y la persecución de la calidad. Frente a esto, es necesario rescatar esta noción y los aspectos virtuosos que tiene cuando logra vincular con la comunidad y el principio aristotélico. Las diferencias en los proyectos saltan a la vista si tenemos clara la distinción entre los bienes externos y los internos. La visión de excelencia neoliberal pretende desarrollar al individuo y sus capacidades bajo un esquema competitivo. En él, el practicante no busca crear comunidad, participar de una tradición o del progreso de una práctica, sino que anhela distinguirse frente a los otros e incrementar sus ganancias. De nuevo, esto es característico de la persecución de los bienes externos de una práctica, los cuales funcionan bajo esquemas de competencia en los que los recursos son escasos y donde un individuo (o pocos) puede hacerse con la totalidad de estos. El neoliberalismo tiene una obsesión con la calidad, pero el criterio que la mide es el mercado, un criterio para acumular capital. Así, la idea de éxito neoliberal se asemeja a la de una comunidad global que opera como corporación multinacional.

Conclusión

En la búsqueda de la excelencia en una práctica se da una comunidad distinta a la que podría darse en la persecución de bienes externos. Esta no se encuentra limitada por los bienes gestionados por el mercado, sino que forma un horizonte compartido en el que se busca el progreso de la práctica. Una cultura contemporánea que desprecia todo marco de valor fuera del individuo dificulta la formación de este horizonte, como es el caso de los contenidos digitales que no desarrollan ningún tipo de bien interno. Tanto la tradición como la excelencia pueden entenderse más allá de las objeciones que el elitismo y la calidad neoliberal plantean. Por una parte, la tradición puede pensarse, no desde una jerarquía de valores estéticos que distingue a las prácticas, sino como un horizonte de aprendizaje compartido. Por otro lado, la excelencia puede rescatarse de su uso neoliberal, al liberarla del individualismo y la competitividad que la caracterizan para favorecer un espíritu de cooperación comunitaria.

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Notas

1 Puede consultarse la obra de Storey (2012) para una revisión de algunas de las críticas a estas visiones de la cultura.
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