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Reconfiguraciones del desierto y la nación argentina: el caso de Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara. Un abordaje desde el neobarroco latinoamericano concebido como dispositivo lector

Reconfigurations of the Desert and The Argentine Nation: The Case of The Adventures of China Iron, by Gabriela Cabezon Camara. An Approach from The Latin American Neo-baroque Conceived as a Reading Device

Mag. Sebastián Nicolás Cardella
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, Argentina) e Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC), Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (UBA), Buenos Aires, Argentina

Reconfiguraciones del desierto y la nación argentina: el caso de Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara. Un abordaje desde el neobarroco latinoamericano concebido como dispositivo lector

Revista Humanidades, vol. 13, núm. 1, e52456, 2023

Universidad de Costa Rica

Recepción: 06 Junio 2022

Aprobación: 25 Agosto 2022

Resumen: Las aventuras de la China Iron es un texto que, por medio de un profundo diálogo intertextual con el canonizado Martin Fierro de José Hernández, retoma y redefine una de las figuras fundantes de la Argentina moderna: el desierto. Por ello, este artículo procura analizar el modo en que el escrito de Gabriela Cabezón Cámara reescribe esa figura —y con ella, la de la nación—, sirviéndose de los principios y lineamientos que componen al neobarroco latinoamericano no solo como poética sino, principalmente, como dispositivo lector. Así, el trabajo demuestra, por un lado, el potencial epistémico y metodológico que tiene el neobarroco, pasible de devenir modalidad hermenéutica propiamente latinoamericana de artefactos textuales. Por otro, la forma en que Las aventuras puede ser leída desde esa perspectiva, y en consecuencia, cómo desierto y nación son reconfigurados en un sentido neobarroco, neutralizando toda clase de binarismos y esquemas propios de una racionalidad occidental. Lo que revela, a su vez, la enorme potencialidad política que también porta el neobarroco latinoamericano.

Palabras clave: desierto, lectura, Argentina, América Latina.

Abstract: The adventures of China Iron is a text that, through a deep intertextual dialogue with José Hernández’s canonized Martin Fierro, takes up and redefines one of the foundational figures of modern argentinian: the desert. Therefore, these article seeks to analyze the way in which Gabriela Cabezón Cámara’s text rewrites that figure –and with it, that of the nation– using the principles and guidelines that make up de Latin American neo-baroque not only as poetics, but mainly as a reading device. Thus, the work demonstrates, on the one hand, the epistemic and methodological potential of the neo-baroque, feasible to become a properly Latin American hermeneutic modality of textual artifacts. On the other, the way in which The adventures can be read from that perspective, and consequently, how desert and nation are reconfigured in a neo-baroque sense, neutralizing all kinds of binarisms and schemes typical of Western rationality. Which reveals, in turn, the enormous political potential tha the Latin American neo-baroque also entails.

Keywords: desert, reading, Argentina, Latin America.

1. Introducción

Al momento de la publicación de Las aventuras de la China Iron (2017), Gabriela Cabezón Cámara ya se había hecho un nombre en el campo literario argentino con su novela La Virgen Cabeza (2009) y sus dos nouvellesLe viste la cara a Dios (2011) y Romance de la negra rubia (2014), las cuales conforman, en su conjunto, la llamada trilogía oscura de la autora (Maradei, 2018). Si la segunda de estas logró el reconocimiento del Senado de la Nación Argentina –al ser considerada como una obra que contribuía a la lucha contra la trata de personas– (Treibel, 2014), Las aventuras adquirió resonancia internacional al haber ingresado en la selectiva lista del International Booker Price del 2020, el premio literario que celebra la mejor ficción traducida al inglés de todo el mundo (Friera, 2020).

Pero además, y a diferencia de las primeras obras, con Las aventuras la autora se introduce de lleno en las discusiones que giran en torno a la fundación de la nación argentina. En efecto, el texto no hace más que remitir y reenviar a uno de los escritos más importantes del país, consagrado y canonizado por la crítica literaria: el Martin Fierro, de José Hernández (Croce, 2020). De ahí que nos volvamos a reencontrar en él con todo ese conjunto de tópicos que fueran cruciales en la edificación del imaginario argentino moderno: gauchos, indios, chinas, tolderías, estancieros, y sobre todo, con aquella figura que es uno de los motivos centrales de este artículo: el desierto. O la pampa desierta. Aunque este retorno al (y del) desierto supone –como intentaremos demostrar– una serie de desplazamientos que vienen a dislocar el lugar típico que se tendió a adjudicarle, y que el poema canónico indudablemente reproduce. O más precisamente, en Las aventuras la imagen del desierto (así como los demás elementos mencionados) asume otra cara, un nuevo tono que, como veremos, termina haciendo estallar aquellos esquemas normativos y binomios clásicos a los cuales estuvo asociada: civilización/barbarie, humanidad/animalidad, pero también, los vinculados con el código patriarcal (varón/mujer) y la heterosexualidad obligatoria.

Por tanto, en este artículo nos proponemos hacer un análisis de la forma en que Las aventuras despliega esa figura, aunque lo haremos retomando al neobarroco latinoamericano en tanto dispositivo lector (Cardella, 2022; Díaz, 2015; Rossi, 2019; 2021b). Y esto porque, en primer lugar, creemos que el texto camaroneano porta toda una serie de rasgos que permiten concebirlo como un producto neobarroco (Jaroszuk, 2021), o mejor: que posibilitan leerlo en esa clave; y en segundo lugar, ya que nuestra intención es recuperar (también) el indudable estatuto político, epistémico y metodológico del neobarroco, el cual habilita alternativas para pensar en una posible hermenéutica latinoamericana (Cardella, 2022; Rossi, 2019; 2021b). Cuestión central, si recordamos que, todavía hoy, “las categorías, las perspectivas y los problemas con que interrogamos, dialogamos y reseñamos nuestros textos provienen de aquellos centros de producción del saber que continúan la colonización cultural iniciada hace ya varios siglos” (Rossi, 2019, p. 129).

Las relaciones entre neobarroco y Latinoamérica fueron desarrolladas por una vasta cantidad de escritores y ensayistas de la región desde la década del 50 del pasado siglo, entre los que podemos mencionar a José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Néstor Perlongher –entre otros– (González, 2017; Rossi, 2021b)1. Para ellos, neobarroca

es América: es la derrota de un tiempo rectilíneo y de una causalidad sin azar, es la voz material de los vencidos que emerge de la piedra, es el cuerpo torcido de una América sobreexplotada y contrahecha. Aquí no se trata de reconstruir lo arrasado por las bombas sino de reponer la memoria, expresar el punto de vista y los gestos resistentes del derrotado con una consigna estético-política: contraconquista (Rossi, 2021b, p. 14)

Por eso, el neobarroco se advierte en la propia materialidad textual –en el sentido amplio del término, como propone Iuri Lotman (1996)– que se produce en la región (Cardella, 2022; Rossi, 2019; 2021b), con sus formas vacilantes y tensas; con sus estructuras sobrecargadas de voces, planos y temporalidades diversas, las cuales revelan el propio “mestizaje que se dio como efecto de la colonización” (Rossi, 2011, p. 2) o, más precisamente, la fractura o herida que signa a Latinoamérica desde sus orígenes y que la condena a no ser nada determinado, pero que, por eso mismo, la abre a un proceso marcado –como diría Lezama Lima (2014)– por el constante devenir y la perpetua transformación identitaria.

Pero además de este carácter estético-político, el neobarroco latinoamericano porta –si seguimos atentamente lo planteado por estos autores– una potencia epistémica y metodológica insoslayable. En este sentido, ya Valentín Díaz (2015) sostiene que lo que se puede observar en los ensayos de, por ejemplo, José Lezama Lima y Severo Sarduy, es una utilización –y reinvención, por eso la adhesión del neo– de los lineamentos que signan a la estética barroca como un método o “máquina de lectura” (p. 454) de diversos textos culturales de la región –literarios, pictóricos, audiovisuales, musicales, etc.–. Lo que significa que estos autores también sentaron las bases para “la construcción de una hermenéutica ... de cuño americano” (Rossi, 2019, p. 130). Nuestra intención es, por tanto, continuar por esta senda, en aras de seguir abriendo vías propiamente latinoamericanas de indagación, lectura y análisis2.

Así las cosas, el artículo se divide en dos partes. Una primera, en la que buscaremos reconstruir y sistematizar algunas de las principales categorías, variables y dimensiones que constituyen al neobarroco en tanto dispositivo hermenéutico, aunque lo haremos focalizando –en virtud de los límites que implica este trabajo– en aquellas susceptibles de ser halladas en Las aventuras de la China Iron. Y una segunda, en la que intentaremos demostrar, justamente, cómo esas categorías nos permiten leer el texto camaroneano, en aras de ver la forma en que se reconfigura el desierto argentino, así como los esquemas normativos y los binomios asociados a su figura (civilización/barbarie, humanidad/animalidad; varón/mujer; etc.). Esos mismos que fueran concebidos desde una racionalidad occidental, eurocéntrica y patriarcal para fundar, ni más ni menos, que la Argentina moderna.

2. Aspectos teórico-metodológicos: hacia una hermenéutica latinoamericana. El neobarroco como dispositivo lector

Retomando la noción de dispositivo de Michel Foucault (1991), entendido como “la red que articula un conjunto heterogéneo de elementos” (Dallorso, 2012, p. 51), nuestro trabajo considera al neobarroco como un dispositivo hermenéutico que, acoplando una serie de variables y dimensiones diversas, abre “un campo de legibilidad dotado de formas reconocibles” (Rossi, 2021b, p. 11). Variables y dimensiones que podemos clasificar, a nuestro entender, en tres categorías diferentes: temas y motivos; figuras; procedimientos. Igualmente, cabe aclarar, por un lado, que esta sistematización no deja de estar circunscripta a los límites de este trabajo y al texto que analizaremos a continuación, lo que implica que quedarán afuera de este compendio varios elementos que también podrían formar parte del dispositivo neobarroco, dejando abierta la posibilidad, por tanto, de seguir desarrollando este trabajo a futuro, y de incorporar otras categorías a las ya señaladas –algo que el concepto de dispositivo, con su lógica abierta, flexible, contingente e histórica (Dallorso, 2012), indudablemente permite–. Por otro lado, que si bien las variables aparecen clasificadas, una por una, en estas tres categorías diferentes, eso no significa que no podamos ubicarlas, a varias de ellas, en más de una a la vez. Y esto no solo porque aquello resultaría muy esquemático y poco productivo para realizar cualquier tipo de indagación, sino porque, además, sería muy poco neobarroco fijar y estancar los distintos elementos en una categoría específica y concreta, ya que, justamente –como dijimos y volveremos a ver en breve–, el neobarroco se distingue por la movilidad y la transformación, alejándose de fijezas identitarias y estancamientos formales. Por tanto, las variables y dimensiones tienen la capacidad de ir y venir, flexibilizando los límites, transgrediendo las fronteras que se trazan. Por último, que en tanto el neobarroco implica un corte o, mejor, un pliegue al interior del barroco europeo (Rossi, 2019), nuestra clasificación no deja de invocar variables que integran el repertorio de este último, aunque siempre considerando la tonalidad especifica que adquieren en su variante latinoamericana. Por eso, hablaremos de (neo)barroco –así, con el paréntesis– cuando no queramos distinguir a una corriente de la otra.

2.1 Temas y motivos

Cesare Segre (1985) define al tema y al motivo como “unidades de significado estereotipadas, recurrentes en un texto o grupo de textos y capaces de caracterizar áreas semánticas determinadas” (p. 357). Sin embargo, y si bien suscribimos esta definición, es importante recordar que el motivo es “la unidad temática mínima” (Ducrot y Todorov, 1974, p. 257) y que el tema posee una mayor amplitud. Como sostienen Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov (1974), tema y motivo “se distinguen … por su grado de abstracción, y por consiguiente, por su capacidad de denotación. Por ejemplo, los anteojos son un motivo en La princesa Brambilla de Hoffman; la mirada es uno de sus temas” (p. 257).

En este sentido, y siguiendo los trabajos –en lo fundamental– de Carmen Bustillo (1996), Helmut Hatzfeld (1973), José Lezama Lima (2014), José Antonio Maravall (1975), Néstor Perlongher (2008) y Severo Sarduy (1987; 2011), es posible decir que el barroco europeo se caracteriza por desplegar toda una serie de temas y motivos que son recuperados –y, en la mayoría de los casos, ampliados y radicalizados– por el neobarroco latinoamericano. Entre los primeros que podemos mencionar se encuentra la metamorfosis, motivo fuertemente ligado al tema (neo)barroco de la inestabilidad del mundo, y en relación con ella, de la realidad móvil y en constante mutación. En efecto, el (neo)barroco se caracteriza por poner en cuestión la realidad objetiva, la concepción de que habría algo fijo y estable a lo cual aferrarnos (Bustillo, 1996). Desde la moral, pasando por las artes y la ciencia, todo le habla al hombre (neo)barroco “de esa ley universal del movimiento” (Maravall, 1975, p. 359). Movimiento que también lo atraviesa a él, y que por ello, lo convierte en un ser en permanente metamorfosis (Bustillo, 1996). De ahí que el (neo)barroco no esté ligado a obras orgánicas y estables, sino –como ya sugiriera en su famoso trabajo Heinrich Wölfflin (1952)– a la producción de toda una serie de artefactos que buscan captar la agitación del devenir, el estremecimiento de una realidad siempre en tránsito. Pensemos, en este sentido, en la labor de un Rubens o un Velázquez, quienes consiguen plasmar el movimiento con una incomparable eficacia en sus pinturas (Maravall, 1975).

Y sin embargo, mientras que para Maravall (1975) estas ideas se relacionan con la época de crisis –en todos los planos: social, político, económico– que transita la Europa del siglo XVII, para los autores latinoamericanos mencionados ellas no son más que el signo de una realidad surgida de un trauma, de una herida provocada por la conquista y la colonización. Por eso es que América no puede ser, en rigor, nada determinado, sino que, como sostiene Lezama (2014), está en constante devenir, en continuo movimiento, cambio y transformación. Algo que, por cierto, no produce necesariamente nostalgia o melancolía –como sucede, por ejemplo, en gran parte del barroco europeo (Benjamin, 2012)–, sino que, en autores como –justamente– Lezama Lima, el constante devenir metamórfico que signa a la realidad latinoamericana posee, en lo fundamental, un carácter festivo y carnavalesco (González, 2021)3, en línea con lo planteado por Mijail Bajtin (2003). Recordemos, en este sentido, que para el crítico ruso el carnaval “es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa. Es su vida festiva” (2003, p. 8). Una vida que se caracteriza por expresar toda una cosmovisión que reivindica la idea de regeneración universal. Por eso, el cambio y la movilidad, “la muerte y la resurrección, las sucesiones y la renovación constituyeron siempre los aspectos esenciales de la fiesta” (Bajtin, 2003, p. 8). O en otros términos, es posible afirmar que, para esta concepción, vida y muerte, creación y destrucción, etc., se retroalimentan, lo que explica su oposición “a toda perpetuación, a todo perfeccionamiento y reglamentación” (Bajtin, 2003, p. 9). De ahí que el fuego carnavalesco nunca se sustancialice, sino que escape y que libere, aunque sea transitoriamente, de las jerarquías y reglas de la vida diaria, celebrando “las transformaciones y no el punto de llegada” (González, 2021, p. 74). Como veremos en Las aventuras, los temas y motivos de la inestabilidad del mundo, la realidad móvil y la metamorfosis aparecen, en lo fundamental, con este sesgo festivo y carnavalesco, bajtiniano-lezamiano.

Ahora bien: una vida mudable y en continua metamorfosis; un mundo que es –en definitiva– tiempo pasajero y fugaz (Maravall, 1975), que hace de toda forma una unidad inestable y en proceso de cambio, no puede ser sino “un mundo fenoménico, un mundo en el que las cosas son apariencias” (Maravall, 1975, p. 390). Y por tanto, un universo en donde el artificio –tal como sugieren Maravall (1975), Perlongher (2008), Rousset (2009) y Sarduy (1987; 2011)–, el decorado, el adorno u ornamento tiende a prevalecer sobre la sustancia y el ser de las cosas; en el que el disfraz o la máscara terminan por imponerse sobre (y por modificar) la esencia de la persona. O, más precisamente, en donde ambos planos se intercambian hasta volverse indiscernibles (Gamerro, 2010). Lo que nos lleva a toparnos con otro motivo (neo)barroco, el cual, como veremos, también se encuentra presente en el escrito que analizaremos a continuación: el del disfraz (Rousset, 2009; Sarduy, 1987).

Igualmente, esto no quiere decir que, para el barroco europeo, el principio de identidad haya quedado totalmente fuera de juego, sino que, como señala Maravall (1975), lo que importa al hombre barroco es el modo en que la realidad se nos aparece y, por tanto, la forma de adaptarse a ella. Es en este sentido que la apariencia es, al mismo tiempo, sustancia; y que la máscara/disfraz es el ser del sujeto (o el adorno la verdad de la cosa). En pocas palabras, el disfraz tiene un carácter funcional, y en consecuencia, conserva aún la esencia de la persona –por más de que sea difícil, y hasta casi imposible, arribar a ella–. Por el contrario, es el neobarroco latinoamericano el que termina dando un paso más, derribando finalmente la metafísica de la presencia o el logocentrismo occidental (Derrida, 1986; Sarduy, 2011). Lo que explica que Sarduy (1987) pueda decirnos que las sucesivas metamorfosis, disfraces y adornos a los que recurre el/la travesti ya no buscan esconder, replicar ni reproducir nada. En rigor, este/a

no copia; simula, pues no hay norma que invite y magnetice la transformación …; es más bien la inexistencia del ser mimado lo que constituye el espacio, la región o el soporte de esa simulación, de esa impostura concertada. (Sarduy, 1987, p. 55)

Por tanto, para Sarduy (1987), la metamorfosis y el disfraz del/la travesti responden a un ejercicio de simulación que no hace más que simular la simulación misma, en un proceso en que la copia termina por autonomizarse de la norma, desplazándola y, con ello, subvirtiéndola y modificándola. Lo que finalmente devela, al mismo tiempo, el carácter artificial del propio modelo, la nada que lo sustenta.

Ahora bien: todo esto sugiere que tanto para el barroco como para el neobarroco –aunque con los matices señalados– no existe un punto verdadero sobre el cual situarse y que, por eso, todo es perspectiva (Maravall, 1975). Y si, como dijimos anteriormente, la apariencia equivale al ser en tanto es lo único que cuenta para el hombre (neo)barroco, lo mismo vale para la perspectiva, la cual “es una verdad, en ciertas condiciones, o, lo que es lo mismo, en una situación real dada; esto es, en una circunstancia. Más allá de esta, esa verdad desaparece, es una máscara” (Maravall, 1975, p. 398). De ahí que, como sostiene Hatzfeld (1973), las cosas sean “reflejadas en la conciencia de los personajes literarios en vez de reflejarse directamente en los juicios del autor” (p. 133), y que, por ello mismo, proliferen en los textos (neo)barrocos palabras específicas que hacen alusión a las impresiones del que mira: es el caso, por ejemplo, del constante uso del verbo parecer en obras como Don Quijote (Hatzfeld, 1973). Sin embargo, cabe (de nuevo) la aclaración: si el perspectivismo del barroco europeo es –como ocurría con el disfraz y la apariencia– funcional, en tanto se desentiende de la búsqueda de una verdad a la que, sin embargo, no le niega existencia, el neobarroco va más allá: en él, el perspectivismo es el resultado de la toma de conciencia acerca de la ausencia de un principio absoluto y englobante que defina a América Latina, en virtud de la fractura que, como dijimos, la constituye desde sus orígenes.

2.2 Figuras

Tal como se desprende de lo sostenido hasta aquí, barroco y neobarroco son sinónimos –entre otras cosas– de artificio o artificialización, lo que quiere decir: predominio –y, en el límite, autonomización– del significante por sobre el significado, lo que permite explicar su constante inclinación por el juego retórico, por el despliegue de toda una serie de figuras que ya son una marca registrada de su vasta producción textual.

Varias son las figuras retóricas por la que se inclinaron los textos y las producciones (neo)barrocas, desde la metáfora, con su juego constante de sustituciones y analogías (Bustillo, 1996; Rousset, 2009; Sarduy, 2011), hasta las aliteraciones y paronomasias, relacionadas con el tema ya señalado del movimiento y la inestabilidad del universo (Bustillo, 1996). Ahora bien: en este apartado, y por ser una de las más desplegadas en Las aventuras, nos concentraremos en otra de las figuras más emblemáticas del universo (neo)barroco: la hipérbole.

Si recordamos que la hipérbole remite a una exageración que puede ser por aumento o por disminución (Barthes, 1993), es evidente que, como ya señalamos, mientras en el barroco europeo del siglo XVII su uso remite al desequilibrio existente entre el yo y su entorno como producto de la crisis mencionada (Bustillo, 1996; Maravall, 1975), en el neobarroco no hace más que reenviar al trauma originario que constituye a América. Es decir: a ese vacío identitario frente al cual, como se ha de suponer, ninguna palabra alcanza para colmarlo (ellas faltan o sobran). Por eso es que aquí la hipérbole responde a una hipertrofia del significante que produce una obliteración casi total del significado (Bustillo, 1996). Es decir, remite a un exceso, a un derroche o puro gasto lingüístico que termina siendo, más que hiperbólico, hipertélico (Sarduy, 1987), en tanto tiende a ir más allá de cualquier barrera, llegando casi a la abstracción con motivo de la plena autonomización que logra frente a aquello que designa (sin dejar abierta, por tanto, ninguna posibilidad de traducción que nos reenvíe a algún tipo de referente original, el mismo ya perdido). Lo que genera, a su vez –y como la otra cara de la misma moneda–, una notable deformación de su objeto al punto de volverlo prácticamente irreconocible. De ahí que el neobarroco decante en una “afición por lo insólito, por lo exótico y extravagante” (Bustillo, 1996, p. 135), erigiéndose en “una estética que no solo ofrece el espectáculo de anormalidades, sino que retuerce sus propias formas para expresar las cosas de una manera ‘anormal’” (Bustillo, 1996, p. 135). Cuestión que ocurre, por ejemplo, en los escritos del propio Sarduy (Bustillo, 1996).

2.3 Procedimientos

En El barroco y el neobarroco (2011), ensayo de reconocimiento internacional en el cual Sarduy articula los aportes lezamianos con las propuestas del post-estructuralismo francés (Rossi, 2021b), el escritor cubano sostiene que la cualidad decisiva del neobarroco latinoamericano “es su carácter polifónico, estereofónico, de superabundancia” (Beraldi, 2021, p. 126), o en una palabra: su estatuto intertextual4, el mismo asociado “a la carnavalización como parodia” (Beraldi, 2021, p. 126). En palabras de Sarduy (2011):

La carnavalización implica la parodia en la medida en que equivale a confusión y afrontamiento; a interacción de distintos estratos, de distintas texturas lingüísticas, a intertextualidad. Textos que en la obra establecen un diálogo, un espectáculo teatral cuyos portadores de textos –los actantes de los que habla Greimas– son otros textos. (p. 20)

Por eso, para Sarduy (2011) lo neobarroco se muestra como una “red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica” (p. 20). Es decir, se despliega como una hibridación y mixtura5 de textos, lo que implica, por tanto, una ruptura con la homogeneidad del lenguaje clásico y una exhortación a “leer en filigrana” (Sarduy, 2011, p. 19).

Dos son las formas en las que, según Sarduy (2011), se presenta la intertextualidad como operación neobarroca: primero, por medio de la cita explícita, la cual supone la incorporación de un texto extranjero al texto primero, “su collage o superposición a la superficie del mismo, forma elemental del diálogo, sin que por ello ninguno de sus elementos se modifique” (Sarduy, 2011, p. 23). Segundo, a través de lo que denomina reminiscencia, la cual consiste en una incorporación mediata en que “el texto extranjero se funde al primero, indistinguible, sin implantar sus marcas … pero constituyendo los estratos más profundos del texto receptor” (Sarduy, 2011, p. 23)6. Por supuesto, y como sostiene el escritor cubano (2011), menester es que estas operaciones estructuren al texto en cuestión. De lo contrario, tendríamos solo residualmente algunos procedimientos que no alcanzarían para definir al artefacto textual como propiamente neobarroco. Como veremos, no es esto lo que ocurre con el texto camaroneano.

Por otro lado, la intertextualidad neobarroca supone, para Sarduy (2011), un efecto corrosivo en términos políticos. Es lo que ocurre en la literatura de García Márquez, o en las pinturas de Antonio Seguí y Humberto Peña (Sarduy, 2011), cuyas citas se inscriben en el ámbito de lo neobarroco “pues al parodiar deformándolo, vaciándolo, empleándolo inútilmente o con fines tergiversados el código al que pertenecen, no remiten más que a su propia facticidad” (Sarduy, 2011, p. 24). Por tanto, el gesto paródico-carnavalesco implica revelar la convención y el artificio, desmontando y profanando aquello que por costumbre hemos naturalizado (Beraldi, 2021). Así, en la operación neobarroca de inversión del sentido, “la intertextualidad se vuelve positiva” (Beraldi, 2021, p. 127).

Ahora bien, si, como decíamos, el barroco europeo todavía conserva un sustrato metafísico mientras que el neobarroco viene, justamente, a derribar por completo el logocentrismo occidental, en este último caso, intertextualidad, carnavalización y parodia no nos impulsan a una lectura en filigrana para restaurar una suerte de significado oculto y definitivo. Es decir, y siguiendo a Néstor Perlongher (2008), el neobarroco no exige ni demanda la reposición de un texto normal –como sí ocurre, todavía, con el barroco europeo–, sino que el sentido aquí emerge como un efecto de superficie, de la polifonía y la relación que los textos traban entre sí. Leer en filigrana implicaría, de esta manera, un proceso inmanente –la lectura debe posarse en el umbral que se abre entre los textos, siguiendo las conexiones y redes que estos despliegan– y productivo, en tanto no hace más que retomar las líneas de fuerza de un texto para hacerlo proliferar y diseminarlo. O en otros términos, “para continuar la escritura por otros medios” (Rossi, 2021a, p. 148), sin agotar nunca los múltiples sentidos que el mismo habilita7.

Hasta aquí nos propusimos delinear algunas de las categorías, dimensiones y variables que, a nuestro entender, constituyen al neobarroco, al que buscamos pensar no solo (y no tanto) como una poética sino, más bien, como un dispositivo lector, en aras de abrir vías para la edificación de una hermenéutica latinoamericana. Por tanto, en lo que sigue intentaremos ver cómo el dispositivo, con las diversas categorías y dimensiones que articula, nos permite leer un texto contemporáneo como Las aventuras de la China Iron, con la consiguiente reescritura de la imagen del desierto tanto como de los binomios y esquemas normativos que fueran asociados a su figura. Esos mismos que, como dijimos, estructuraron la Argentina moderna.

3. Desierto y nación en Las aventuras de la China Iron. Una lectura en clave neobarroca

Las aventuras de la China Iron cuenta la historia de un viaje: el que emprende la China, la esposa de Fierro, una vez que este haya sido arreado hacia la frontera. Narrado en primera persona –es decir, desde el punto de vista de la propia China–, Las aventuras está estructurada en tres partes: una primera (el desierto), en la que la China nos cuenta la salida de su hogar junto a su amiga inglesa Liz y su perro Estreya –y a las que luego se sumará Rosa, su amigo gaucho–, para adentrarse en el desierto; una segunda (el fortín), en la que nos relata su estadía junto a los demás personajes en la estancia Las Hortensias, del patrón Hernández, especie de fortín donde se entrena y disciplina a los gauchos para el futuro de la patria; y una tercera (Tierra adentro), en la que la China cuenta su regreso al desierto, el cual le depara –como veremos– una nueva vida comunitaria y paradisíaca junto a los indígenas.

Ahora bien, dijimos que Las aventuras es un texto neobarroco, o que puede ser leído en tanto que tal, y esto se debe a que podemos encontrar en él toda esa serie de procedimientos, figuras, temas y motivos que intentamos delinear en el apartado anterior. En efecto, Las aventuras traza un indudable diálogo intertextual con el Martin Fierro –impulsándonos, por tanto, a una lectura en filigrana (Sarduy, 2011)–; un diálogo que, sin embargo, viene a invertir carnavalesca y paródicamente (Jaroszuk, 2021; Righetti, 2019) diversos esquemas, imágenes, arquetipos y postulados que el segundo reproduce. Pero también –e íntimamente ligado con esto–, despliega el tema y los motivos de la movilidad e inestabilidad del mundo, la metamorfosis, el disfraz y el perspectivismo; así como hace un uso constante y radical de la hipérbole. Todo lo cual –como veremos– contribuye a reescribir el poema canónico en clave neobarroca, promoviendo una imagen del desierto novedosa, y con ello, una reformulación de los binomios y esquemas normativos que, estrechamente vinculados al logocentrismo occidental (Derrida, 1986), fueron fundantes de la Argentina moderna. Nos referimos al propiamente eurocéntrico y racial, que distingue entre europeos blancos civilizados e indios bárbaros (Quijano, 2000) –deriva de la dicotomía especista que traza los polos humanidad/animalidad, a la que el texto también desarticula (Fleisner, 2020)–; y al patriarcal, que divide y jerarquiza genéricamente a hombres y mujeres y que excluye cualquier tipo de deseo erótico-amoroso que no se circunscriba a la heterosexualidad obligatoria (Butler, 2016)8.

Si de inversiones neobarrocas se trata, es evidente que Las aventuras promueve un primer trastrueque con la figura de la narradora, ya que, como dijimos, la que aquí cuenta la historia es la China y ya no un gaucho. Es ella la que toma la palabra, lo que significa que el texto se centra “en la invención del personaje, y sobre todo, de la voz de la mujer del gaucho Fierro, a la que se dedican tres escasas estrofas en el texto original de José Hernández” (Pérez Gras, 2020, p. 239). Pero además, pensemos en las características de la China y de su amiga inglesa Liz, su principal acompañante: ambas son mujeres audaces, valientes, que asumen el desafío de andar por un desierto que, en principio, se muestra desconocido. Es decir: ya no son cautivas que deben ser rescatadas –como ocurre en gran parte de la literatura argentina y, sobre todo, en el propio Martin Fierro– por un héroe macho, corajudo y valiente, sino que su rol es protagónico, activo. Ambas se muestran decididas a transitar libremente por las diversas experiencias que le depara la pampa desierta.

Pero también, si en el poema canónico Fierro finalmente se escapa del desierto para volver a la civilización, en tanto aquel se muestra como “carencia organizada, despojo sistemático del gaucho” (Rodríguez, 2010, p. 311); vacío de normatividad, de límites y reglas que tiende a animalizar y barbarizar a todo aquel que se sumerja en él –como ocurre con el indio, que más que sumergirse es un apéndice del desierto–, en Las aventuras esa carencia, esa nada civilizatoria se transmuta en plenitud de vida. Plenitud signada por el movimiento y el devenir permanentes; por el cambio y la metamorfosis constantes; por la proliferación incesante e infinita. En otros términos, el desierto en Las aventuras es, justamente, la vida tal como la piensa la concepción carnavalesca del mundo según Mijail Bajtin (2003), concepción que alimenta de forma decisiva al neobarroco latinoamericano (González, 2021): la vida como proceso, como movimiento perpetuo de muerte y resurrección; de destrucción y creación constantes que, por ello, promueve la relativización de toda verdad y sentido; la abolición de toda jerarquía, límite, regla y coerción. Como señalan, en efecto, las siguientes palabras de la China:

Porque la quietud es la naturaleza de la pampa. La actividad sucede principalmente abajo del suelo, en ese humus que es materia y continente; que es matriz más que ninguna otra cosa. Es un país de aventuras vegetales el mío; lo más importante que pasa le pasa a la semilla, sucede sordo y a ciegas, sucede en ese barro primordial del que venimos y al que vamos seguro: se hincha de humedad la semilla en la negrura; esquiva cuises y vizcachas, se rompe en tallo, en hoja verde, atraviesa la entraña, emerge todavía munida de sus dos cotiledones hasta que logra extraer la fuerza suficiente del sol y del agua como para dejarlos caer y aparece la vaca y se la come a la hierbita esa que le nació al suelo y se reproduce, la vaca, y se multiplica lenta y segura en generaciones de animales que van a parar, casi todos, al degüello, y cae la sangre al suelo de las semillas y los huesos le construyen un esqueleto de delicias para caranchos y lombrices (Cabezón Cámara, 2020, p. 57)

Un movimiento, entonces, que incorpora la muerte en la vida (y viceversa), tal como se nos muestra en el extracto destacado. Todo lo cual explica, por lo demás, que la China pueda transitar, en su viaje a través del desierto, por diversas metamorfosis y perspectivas que implican un continuo pasaje entre los diversos polos de raza (civilización/barbarie), especie (humanidad/animalidad), género (varón/mujer), sin nunca quedarse estancada en ninguno de ellos: así, se convierte sucesivamente en “Little lady” (Cabezón Cámara, 2020, p. 21), en “young gentleman” (Cabezón Cámara, 2020, p. 99), en “ballena” (Cabezón Cámara, 2020, p. 19); “ave” (Cabezon Cámara, 2020; p. 50); “felino” (Cabezón Cámara, 2020, p. 51) “ñandú” (Cabezón Cámara, 2020, p. 153), “tararira tigra” (Cabezón Cámara, 2020, p. 154), etc., hasta incorporarse a la comunidad de los indios iñchiñ, como una miembro más, donde todos estos polos –como veremos– quedan disueltos por completo.

Ahora bien, lo importante a destacar es que los continuos pasajes hacia la animalidad se explican, en primer lugar, por el mar de emociones intensas que la China padece y siente en su viaje por el desierto, y que el escrito asocia con una liberación alegre y festiva –bajtiniano-lezamiana– y ya no con una condena o estigmatización como ocurre en el Martín Fierro. Por eso es que ballena, ave, felino, tararira, etc. no son más que imágenes hiperbólicas que buscan transmitir esa plenitud de vida, rebosante de alegría y libertad. Veamos un ejemplo:

Podría decir que estar ahí, en el pescante de la carreta o montando mi caballo, era vivir una vida parecida a las aves, algo así como volar: todo el cuerpo metido en el aire …. Allá en la llanura que era mía, la vida es una vida aérea; a veces celestial, incluso. Lejos de la tapera que había sido mi casa, el mundo se me hacía paraíso. (Cabezón Cámara, 2020, pp. 50-51)

En este sentido, es lógico que la mutación hacia formas animales –con el cambio de perspectiva que implica– también se dé en las escenas fuertemente eróticas que la China protagoniza con Liz en la frontera –“me mordió fuerte la nuca, como una perra transportando a su cachorro en un arroyo” (Cabezón Cámara, 2020, p. 95), nos dice la narradora– o bien, con el/la indio/a Kauka ya hacia el final del relato, una vez arribada a la comunidad indígena de los iñchiñ –momento en que se pone “plateada, larga y fina como un surubí y como un surubí me creció la barba y me la peiné contra el cuerpo de Kauka” (Cabezón Cámara, 2020, p. 153)–. Escenas de intensa plenitud vital, liberadora y festiva, que vienen a trastocar paródicamente –es decir, desacralizando y mostrando su carácter de constructo contingente, artificial e histórico– no solo los binomios humanidad/animalidad y civilización/barbarie, sino también los parámetros heteronormativos y la dicotomía de género, si tenemos en cuenta que Liz la llama a la China en esas escenas, también, “my josephine y good boy” (Cabezón Cámara, 2020, p. 95), en tanto ambas las protagonizan vestidas una de mujer y la otra –como dijimos– de young gentleman.

Pero además, cabe aclarar que, así como la China muta de identidad el desierto también asume diversos rostros (o máscaras) a lo largo del relato: se parece sucesivamente a un “mar” (Cabezón Cámara, 2020, p. 19); a un “paraíso” (Cabezón Cámara, 2020, p. 51); a un “suave oleaje violáceo” (Cabezón Cámara, 2020, p. 65); a un “perro desperezándose” (Cabezón Cámara, 2020, p. 146), a un “bosque” (Cabezón Cámara, 2020, p. 151), pero también a un “cementerio” (Cabezón Cámara, 2020, p. 34), si recordamos –tal como lo postula la concepción carnavalesca del mundo (Bajtin, 2003; González, 2021)– que en el desierto también reina la muerte como parte (y como alimento) de la propia vida. Igualmente, lo importante a destacar aquí es que, primero, estas mutaciones de sentido responden a cambios de perspectiva –cada pasaje implica, por supuesto, un punto de vista diferente (el uso del verbo parecer es constante en el escrito)–; y que, por lo demás, pueden ser leídas –también– como hiperbolizaciones de la narradora, en tanto las mismas no dejan de ser el producto –como dijimos– de esas experiencias profundamente intensas que la China va teniendo a lo largo de su viaje, justamente, por ese desierto múltiple y en constante transformación (en efecto, ¿no son bosque y paraíso, por caso, dos imágenes que remiten al máximo de vitalidad, y cementerio al summum de la oscuridad y la muerte?). Lo que hace de este, en definitiva, un espacio sumamente amorfo e indeterminado, prácticamente imposible de asimilar.

Por otro lado –aunque íntimamente ligado con esto–, las metamorfosis de la China, así como la definitiva consolidación –valga la paradoja– de su identidad cambiante, fronteriza, indeterminada y travestida hacia el final del relato, no solo se producen como efectos de esa intensidad vital, sino que también se explican por el otro motivo neobarroco que destacamos: el del disfraz. En efecto, su pasaje, primero, a little lady inglesa, se produce en una escena en la que, luego de bañarse en una laguna ubicada ya en el interior de la tierra adentro, Liz la viste “con una enagüita y un vestido” (Cabezón Cámara, 2020, p. 21) para, finalmente, darle un nombre: Josephine Star Iron. Lo que significa que, una vez cambiada, la China pueda mirarse en un espejo y decir: “Me vi y parecía ella, una señora, Little lady, dijo Liz, y yo empecé a portarme como una” (Cabezón Cámara, 2020, p. 21). Es decir, que La China muta a lady inglesa a partir de la vestimenta, por lo que su identidad como inglesa civilizada es un efecto del disfraz. Lo mismo ocurre con su transformación en young gentleman:

Me metí en la carreta. Me saqué el vestidito, las enaguas y me puse las bombachas y camisas del inglés, me puse su pañuelo atado al cuello, le pedí a Liz que agarrara las tijeras y me dejara el pelo al ras, cayó la trenza al suelo y fui un muchacho joven, good boy me dijo ella, acercó mi cara a la suya con las manos y me besó en la boca. Me sorprendió, no entendí, no sabía que se podía y se me había revelado como una naturaleza, ¿por qué no iba a poderse? No se hacía, nomás, allá en el caserío. (Cabezón Cámara, 2020, p. 39)

Así, vemos que, en el momento en que la China cambia de aspecto para transformarse en “mozo escopetado” (Cabezón Cámara, 2020, p. 40), Liz la besa por primera vez, y llamándola good boy, despierta su deseo homosexual. Por tanto, la metamorfosis de la China es aquí –de nuevo– producida por la apariencia, por la vestimenta, en una palabra: por el disfraz, el cual vuelve a imponerse por sobre la (supuesta) sustancia femenina a la que, de acuerdo al código patriarcal, deberían responder sus actos. Y no solo eso, sino que es a partir de este momento –es decir, de ese beso en el desierto, antes de arribar al fortín– que se da inicio a esa historia de profunda pasión entre ambas, la cual se manifiesta en las escenas fuertemente eróticas que despliegan primeramente en la frontera, tal como dijimos más arriba.

Finalmente, en la comunidad de los indios iñchiñ, la nueva vestimenta –haciéndose eco de esa nueva identidad fronteriza, artificial e hipertélica (Sarduy, 1987) de la China y los demás personajes– ya no distinguirá géneros –los indios “no parecían elegir los adornos según el sexo como hacíamos nosotros” (Cabezón Cámara, 2020, p. 15)–, como tampoco razas ni jerarquías entre humanidad y animalidad:

En un Kutral más o menos cercano al grande, … estaban Liz y Rosa, vestidos los dos a la manera de los indios, con túnicas blancas de garza, doradas de escamas de pejerrey y coloradas de carpincho, tan bellos todos, tan exquisitos como cualquier animal, como todos los animales, como aquellos de los que habían extraídos sus atuendos. (Cabezón Cámara, 2020, p. 155)

Igualmente, cabe aclarar que esto último no quiere decir que la violencia contra los animales se ejerza de manera indiscriminada. De hecho, la desnaturalización paródica del binarismo humanidad/animalidad –que, recordemos, en el Martin Fierro está plenamente consolidado en la famosa frase de Fierro: “cai el piche engordador;/cae el pájaro que trina;/todo bicho que camina/va a parar al asador” (Hernández, 2005, p. 128)–, implica indudablemente la crítica y el desmantelamiento de su jerarquía, con la inversión e igualación de las partes. De ahí que su disolución no se deba solo a la animalización de los personajes, sino también a una humanización de los primeros: el hecho de que estos tengan perspectiva así lo sugiere. Lo que explica, por lo demás, que la ingestión de estos últimos se haga con sumo cuidado. En efecto, en la comunidad de los iñchiñ, la China y los demás aprenden “a pedirles perdón a los corderos y jurarles que nada de ellos sería sacrificado en vano y tomarnos su sangre apenas degollados abrazándolos y hablándoles despacio en las orejitas, pobrecitos, para que mueran amados” (Cabezón Cámara, 2020, p. 165).

En suma, todo esto se produce porque, como dijimos, el desierto en Las aventuras es un desierto neobarroco, carnavalesco, entendido como la vida en constante movimiento y transformación; en permanente juego de creación y destrucción. Desierto con el que se encuentran mimetizados los iñchiñ. O, más que mimetizados, ellos son el desierto mismo: “Nos dijeron que ellos eran el desierto y que nos abrazaban. Que nos venían viendo desde hace tres días, que bebiéramos y comiéramos y danzáramos en su fiesta de verano” (Cabezón Cámara, 2020, p. 152). De ahí que en esa fiesta de la vida o, mejor, en ese carnaval que es la vida en el desierto, con su devenir transformador y mutante, todo rebalse de alegría9 y libertad, quedando plenamente desnaturalizados y neutralizados cualquier clase de límites, barreras, binarismos y jerarquías: en efecto, en la comunidad de los iñchiñ “no había centro” (Cabezón Cámara, 2020, p. 155), lo que hace que los indios no distingan “toldos más importantes que otros” (Cabezón Cámara, 2020, p. 151); no tengan jefes estables, sino que estos “cambiaban de forma permanente” (Cabezón Cámara, 2020, p. 152); que las tareas y trabajos los dividan “por el solo criterio de aptitud, de deseo y necesidad, si la hay” (Cabezón Cámara, 2020, p. 156); y que, como dijimos, no establezcan distinciones de raza, género, sexualidad y especie. Lo que acaba invirtiendo, de esta manera, la imagen negativa (de mera barbarie) que el poema canónico promoviera de ambos –del desierto y sus indios–, tal como puede observarse en la primera parte de La vuelta (Hernández, 2005).

Pero además, esto también explica la nueva imagen del gaucho Martin Fierro que nos brinda el texto camaroneano –con su consiguiente efecto paródico y profanador–, a quien la China reencuentra en el final, viviendo –justamente– en la mismísima comunidad de los iñchiñ. En efecto, en el relato de la China, el valiente y corajudo cuchillero construido por Hernández se nos aparece como un gaucho homosexual enamorado, primero, del gaucho Raúl –a quien mata por celos de la propia China– y luego del sargento Cruz, con quien tiene un amorío durante su estadía en el desierto junto a los indios. Esto último el personaje se lo confiesa a la propia China hacia el final del relato en una secuencia que tiene una fuerte carga paródica, en tanto se interviene el texto canónico citando algunas de sus estrofas e intercalándolas con otras nuevas, profanando y modificando, así, su sentido inicial (Cabezón Cámara, 2020).

Y no solo eso, sino que el relato de la China no deja de resaltar –a pesar de que, como dijimos, en la comunidad de los iñchiñ no hay distinción de género– la importante metamorfosis experimentada por Fierro, que “más que de fierro parecía hecho de plumas” (Cabezón Cámara, 2020, p. 157), y que

se movía delicadamente, haciendo bailar sus trenzas largas y una túnica de Rosas como las mías y con un lazo en la cintura …. Parecía una china disfrazada de flamenco, se le notaba algo macho en una sombra de barba y nada más. (Cabezón Cámara, 2020, p. 157)

Entonces, vemos cómo Fierro y la China –y los demás personajes– terminan siendo, como sostiene Sarduy (1987), travestis que hibridan polos, que mixturan animalidad y humanidad; barbarie (indígena) y civilización (blanca, inglesa); masculinidad y femineidad, y que, en tanto tales, no remiten ya a ninguna norma o principio original que permita, en rigor, otorgarles una identidad determinada (Jaroszuk, 2021). Y esto porque se sumergen en la comunidad de los iñchiñ, y con ello, en el movimiento incesante y metamórfico del desierto, cuya lógica carnavalesca y festiva, que promueve la relativización de toda verdad, jerarquía y pauta; que libera de todo obstáculo, limite y coacción, lo convierte en un universo que ya no porta un sentido estable y firme. Lo que significa que estamos ante el triunfo del artificio y el disfraz neobarrocos, con su impronta hipertélica (Sarduy, 1987), excesiva y lúdica, pero no por eso menos crítica y subversiva. En pocas palabras, en Las aventuras los indios terminan siendo “portadores de una visión del mundo más bello y más justo” (Jaroszuk, 2021, p. 4). De una visión –repetimos– carnavalesca y neobarroca, haciendo del desierto una suerte de espacio utópico y anarquista, renuente “a las jerarquías y distinciones” (Croce, 2020, p. 21).

Ahora bien, si el desierto es movimiento liberador y festivo; reflejo de una vida en la que ya no rigen principios que permitan estabilizar, separar y jerarquizar polos (en términos de clase, raza, género, sexualidad y especie), lo contrario sucede con la civilización. Es decir, que Las aventuras también promueve una inversión carnavalesca, paródica y profanadora del proyecto civilizatorio que el Martin Fierro defiende, y sobre todo, de la sacralización de uno de sus fieles y máximos representantes: José Hernández, el escritor del poema. Esto se realiza en la segunda parte del texto, cuando los protagonistas se adentran en la estancia Las Hortensias, especie de fortín en el que Hernández intenta, justamente, civilizar esa vida, o sea, domesticar el movimiento derrochador del desierto, fijando límites, fronteras y jerarquías; canalizando sus fuerzas en una dirección que no hace más que remitir al proyecto de país moderno y civilizado –blanco, europeo y patriarcal– que se instala en la Argentina a finales del XIX (Gamerro, 2019). De ahí que, antes de arribar a él, los personajes decidan –como dijimos– mutar su figura, cambiar su vestimenta –es decir: asumir un nuevo disfraz– y transformase en una “delegación inglesa” (Cabezón Cámara, 2020, p. 84). Recordemos que la China se convierte en young gentleman, Liz en una señora y el gaucho Rosa en un “siervo con librea” (Cabezón Cámara, 2020, p. 84). Y es que, en esas circunstancias, el objetivo no podía ser otro: había no solo que ser sino también parecer una familia civilizada, europea y moderna en aras de legitimarse ante la mirada de Hernández.

Pero, ¿de qué modo se parodian ese proyecto y la figura del escritor canonizado? Si en el Martin Fierro, Hernández utiliza la voz del gaucho para denunciar sus desgracias en una actitud de (aparente) solidaridad para con él, buscando su inclusión en la Argentina moderna, en Las aventuras aparece, en primer lugar, como un coronel cuyo propósito es, efectivamente, incluir al gaucho pero para someterlo y subordinarlo a la elite oligárquica a la que él mismo pertenece. En efecto, aquí Hernández se muestra explícitamente como miembro de esa clase terrateniente de finales de siglo XIX que defiende la conformación de una Argentina blanca, eurocéntrica, patriarcal y moderna. De ahí que, por un lado, Las aventuras lo configure como alguien excesivamente servil hacia la (supuesta) delegación inglesa, ante la cual está todo el tiempo queriendo demostrar su condición de estanciero europeizado, culto y civilizado, que nada tiene que ver con el gauchaje (lo que explica que al hablar mezcle, continuamente, el inglés y el español). Pero además, que lo muestre como un racista brutal, que no escatima en insultos denigratorios hacia gauchos, chinas e indios (Cabezón Cámara, 2020); y como un profundo machista, con fuertes rasgos misóginos y homofóbicos, que considera que a los “putos no hay estaca que los enderece” (Cabezón Cámara, 2020, p. 121), y que “las mujeres son como los potros, querido: hay que darles rebenque hasta que se den cuenta de que quieren ser mandadas, ¿sabés? Ya lo vas a aprender” (Cabezón Cámara, 2020, p. 122).

Todo esto explica, en consecuencia, que el proyecto de la estancia sea fuertemente jerárquico, racista y hetero-patriarcal. Efectivamente, en el fortín se lleva a cabo un disciplinamiento de los cuerpos –en el sentido foucaultiano del término (2002)– que busca hacer de los gauchos una moderna “masa obrera” (Cabezón Cámara, 2020, p. 106): allí, por ejemplo, los gauchos tenían que bañarse todas las noches antes de comer; dormir en la cocina, “alrededor del fogón, todos los solteros; no los dejaban ranchar solos para evitar el vicio” (Cabezón Cámara, 2020, p. 104). El vicio, es decir –y utilizando un lenguaje foucaultiano (2002)–, lo que se concibe como anormalidad: “dormir juntos dos machos o de buscar chinas y después no servir pa’ trabajar” (Cabezón Cámara, 2020, p. 104). Por lo demás, no debían hacer fiestas –solo los sábados–; cada uno tenía “que levantarse cuando suena el clarín, limpiarse, vestirse, desayunar y salir a la ginasia y después a trabajar cuando toca otro clarín” (Cabezón Cámara, 2020, p. 104). Y finalmente, debían respetar y someterse a las reglas de la monogamia tradicional, occidental y cristiana. Todo, en un marco en el que los gauchos no pueden ni elegir ni escapar, lo que convierte a la estancia-fortín en una suerte de campo de concentración (Agamben, 2006), o sea, un sitio en el que la Ley se aplica desaplicándose, suspendiéndose, quedando toda decisión en las manos del coronel-estanciero y sus delegados: la milicia de gauchos, la profesora Miss Daissy y sus hijos bastardos. En una palabra: un espacio en donde el estado de excepción se vuelve regla (Agamben, 2006). Por eso es que Hernández se nos aparece en Las aventuras, también, como un déspota despiadado, cuyos mandatos en el fortín adquieren fuerza de ley [palabra "ley" tachada] (Agamben, 2010), dejando a los cuerpos de los gauchos en situación de nudas vidas. En suma, el texto camaroneano nos muestra –en un nuevo juego de inversión neobarroca– que la civilización que defiende el escritor con su poema canónico –esa a la que vuelve Fierro luego de escapar del infierno del desierto y sus indios (Hernández, 2005)– es, en realidad, barbarie despótica, racial, patriarcal y heteronormada.

Todo ello se reafirma aún más gracias a otra de las características que el texto le atribuye a Hernández, con su efecto paródico y profanador: su condición de ladrón. En efecto, en Las aventuras el poema aparece como el producto de un robo que el estanciero le hace al propio Fierro –quien aparece como un gaucho cantor que, luego de haber pasado un tiempo en la estancia, se encuentra prófugo, para luego caer en la comunidad de los iñchiñ–, lo que termina no solo por rebajar y desnaturalizar la imagen romántica del escritor auténtico y genial, sino también por exponer eso que ya dijera Josefina Ludmer (1989) y que se relaciona con lo desarrollado hasta aquí: que el Martín Fierro (y, más en general, la gauchesca como género) implica la utilización letrada de la voz del gaucho en aras de inscribirlo y someterlo a alguno de los proyectos políticos por los que pugnan las elites argentinas decimonónicas. Una utilización, entonces, que no implica solidaridad sino sujeción, algo que el texto explicita “al trocar la ‘colaboración’ entre autor y personaje en un enfrentamiento autoral y jerárquico” (Righetti, 2019, p. 244).

En relación con esto último, Las aventuras también muestra que, para que esa incorporación subordinada del gaucho sea consumada, es necesaria la configuración de un enemigo. Por eso, el Martin Fierro aparece como un gran instrumento utilizado por Hernández para el trazado de la propia frontera identitaria de la nación, particularmente cuando el coronel confiesa haber inventado totalmente la parte en que –tal como lo narra el poema canónico– el indio se comporta como un ser cruel, despiadado y bárbaro, asesinando al hijo de la cautiva y atando sus manos con las tripas de aquel (Hernández, 2005). Y esto porque “la Nación necesita esas tierras para progresar. Y los gauchos, un enemigo para hacerse bien argentinos. Todos los necesitamos. Estoy haciendo Patria yo, en la tierra, en la batalla y en el papel, ¿me entendés?” (Cabezón Cámara, 2020, p. 135). En definitiva, Las aventuras expone con esto –otra vez– el carácter construido, artificial, del binomio civilización europea/barbarie indígena. Una construcción que, en tanto tal, fue un producto histórico y funcional a los intereses de las elites oligárquicas.

Y finalmente, además de europeizado, racista, misógino, homofóbico, déspota y ladrón, Las aventuras construye una imagen de Hernández que dista mucho de ser la de un sujeto distinguido, culto, refinado como la que él mismo –y los miembros de su clase– busca aparentar, tal como veíamos más arriba. Por el contrario, la China nos cuenta de un Hernández que no puede esconder ni controlar sus inclinaciones corporales más bajas: es un alcohólico que, inclusive, llega a ponerle caña al mate para estimular el apetito antes de cada almuerzo (Cabezón Cámara, 2020), así como un anciano libidinoso “que parecía tener una pinga de perro alzado de cada lado de la nariz” (Cabezón Cámara, 2020, p. 108) cada vez que miraba a la inglesa. Algo de lo que, por lo demás, Liz se termina aprovechando, al punto de convencerlo de hacer una fiesta luego de la cual consigue robarle –en connivencia, por supuesto, con sus compañeros de viaje– una gran cantidad de insumos, caballos y peones para su futura estancia. Lo cual implica un nuevo rebajamiento paródico de Hernández pero, ahora, de su imagen de patriarca, al quedar invertida la jerarquía de género: aquí es la mujer la que engaña y manipula al varón-macho supuestamente más astuto, inteligente y sagaz.

Por tanto, en Las aventuras se invierte paródicamente la figura de Hernández y, con él, la del proyecto civilizatorio que defiende (y consolida) la elite argentina decimonónica, y que condensa, en consecuencia, el propio Martin Fierro: el de una Argentina blanca, eurocéntrica y hetero-patriarcal. Una inversión que, como pudimos ver, tiene su reverso en el proyecto comunitario de los iñchin –su nueva “nación” (Cabezón Cámara, 2020, p. 156), tal como la llama la China–, un proyecto que, mimetizado con el desierto en tanto plenitud vital; en tanto movimiento festivo, alegre y carnavalesco, creador y destructor de formas, decanta en una “utopía anarquista” (Croce, 2020, p. 21) que no se sustenta en ningún tipo de jerarquías de raza, clase, género, sexualidad y especie; como tampoco en ninguna fijación mortuoria de identidades, deseos, sentidos y posiciones que pudiera detener el flujo de la vida. Por el contrario, aquel se sostiene en la libertad del movimiento y la metamorfosis; de las mezclas, combinaciones y travestismos varios. O en otros términos, en los juegos del artificio, el disfraz, la hipertelia y el perspectivismo neobarroco.

4. A modo de conclusión

El presente artículo se propuso analizar Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara siguiendo (algunos de) los lineamientos que supone el neobarroco latinoamericano en tanto dispositivo lector. En este sentido, los objetivos fueron, por un lado, indagar en la forma en que el escrito retoma, resignifica y reescribe una de las figuras clave en la construcción de la Argentina moderna: el desierto, desarticulando los binomios y esquemas normativos y logocéntricos asociados a ella: civilización/barbarie (humanidad/animalidad); varón/mujer; heterosexualidad obligatoria. Por otro lado, demostrar la potencialidad epistémica, metodológica y política que porta el neobarroco, con el objeto de proponer nuevos caminos para construir una hermenéutica de matriz latinoamericana.

Así, en la primera parte, y partiendo del concepto de dispositivo de Michel Foucault (1991), nos propusimos trazar las principales dimensiones que, a nuestro entender, articula el neobarroco en tanto red o campo de legibilidad, distinguiendo tres grandes categorías –temas y motivos; figuras; procedimientos– para, en el segundo tramo de nuestro artículo, indagar en la forma en que estas nos permiten leer y analizar el texto camaroneano. En este sentido, pudimos observar cómo Las aventuras nos impulsa a una lectura en filigrana, en tanto despliega un constante diálogo intertextual –en lo fundamental– con el Martin Fierro, citando e invirtiendo carnavalesca y paródicamente muchos de sus esquemas, postulados, figuras y arquetipos, entre ellas, la del propio desierto, eje central de nuestro artículo. Así, si este último refleja, en el poema canónico, un vacío que animaliza y barbariza a sus integrantes –entre ellos, los indios–, teniendo una valencia claramente negativa y opresiva en relación a la civilización humanizadora, en Las aventuras ese vacío se transmuta e invierte en plenitud de vida, en un universo libre y festivo signado por la movilidad y la metamorfosis; por la disolución de todo tipo de fronteras y coerciones; por la relativización de toda clase de verdades que se quieran estables y únicas. Lo que abre la posibilidad de cambiar constantemente –como lo hace la China y, en rigor, todos los demás personajes– de identidad y perspectiva, mezclando y travistiendo polos; y de asumir siempre, por eso mismo, una nueva máscara, un nuevo disfraz cuyo significado solo debemos buscar en la superficie. Y esto porque, en este desierto mutante y carnavalesco –que permite erigir una nueva nación, condensada en la comunidad de los iñchiñ–, ya no hay centro ni nada profundo u original hacia lo cual remitir los sentidos. Su carácter es, más bien, hipertélico (Sarduy, 1987), es decir, pura artificialidad e indeterminación. Por el contrario, la civilización se trastrueca aquí en un mundo tirano, signado por la opresión que imponen las separaciones y jerarquías (construidas sobre esas supuestas certezas logocéntricas, modernas, civilizadas y patriarcales) de raza, género, sexualidad, clase y especie. Un mundo que, sin embargo, Las aventuras se encarga de parodiar y profanar, burlándose de sus parámetros y de sus fieles servidores, tal como sucede con la figura de Hernández.

En definitiva, y si bien desarrollamos solo algunos de sus lineamientos, en este artículo logramos ver la potencia política, epistémica y metodológica del neobarroco latinoamericano, cuyas categorías, dimensiones y variables nos permitieron leer y abordar un texto contemporáneo como Las aventuras de la China Iron, captando la nueva imagen del desierto que de este se desprende, con la consiguiente reescritura de los binomios y patrones normativos que fueran asociados a su figura –los mismos fundantes de la Argentina moderna–. Reconfiguraciones que, como pudimos observar, el texto promueve por medio de un intenso y profundo diálogo intertextual –fundamentalmente– con el consagrado y canonizado Martin Fierro de José Hernández. Todo lo cual, por tanto, nos habilita a seguir pensando en las posibilidades de una hermenéutica latinoamericana, una que nos haga factible –como ya dijimos en otra oportunidad– “investigar, leer e interpretar desde nosotros mismos” (Cardella, 2022, p. 114).

Agradecimientos

Fuentes de financiamiento o permiso de datos

Este trabajo es un avance parcial de mi tesis doctoral sobre desierto, nación y neobarroco (Facultad de Ciencias Sociales, UBA). Tesis que se encuentra todavía en curso y que cuenta con financiamiento del CONICET –Argentina– (beca interna doctoral).

El presente artículo también contó con recursos provenientes del proyecto UBACyT 20020190100131BA: “El neobarroco latinoamericano como dispositivo hermenéutico lector y método epistemológico de indagación y reescritura de artefactos textuales en humanidades y ciencias sociales” (2020-2022). Proyecto de investigación del que formo parte como investigador en formación, que es financiado con fondos de la UBA y dirigido por la Dra. María José Rossi, Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC), Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (UBA).

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Notas

1 En rigor, el prefijo neo para referirse al barroco americano fue acuñado, primero, por el escritor brasileño Haroldo de Campos, quien busca rescatar al barroco de la operación de secuestro llevada adelante por Antonio Candido en su Formação da literatura brasileira, la cual lo excluye de la literatura nacionalista “mientras persiste, pese a ella” (Rossi, 2021b, p. 14). En este sentido, de Campos propone agregar el prefijo con el fin de postular “no solo una nueva ‘tradición de ruptura’ sino de reinscribir al barroco en la historia cultural latinoamericana” (Rossi, 2021b, p. 16). Igualmente, es sobre todo el escritor cubano Severo Sarduy, en su famoso ensayo El barroco y el neobarroco escrito en 1972 (2011), el que, incorporando el prefijo, determina de un modo más preciso el canon neobarroco, con su marcada impronta rupturista en términos estético-políticos (Rossi, 2021b). Así las cosas, nosotros decidimos mantener el prefijo, ya que, retomando a estos autores, creemos que el neobarroco no deja de ser una continuidad de lo barroco aunque imprimiendo un corte, un desvío o un pliegue en su derrotero (Rossi, 2019).
2 En este sentido, nuestra postura se acerca a la del crítico literario Valentín Díaz (2015), para quien el barroco, más que una poética –o un estilo, o una cultura, o una edad (etá), como lo piensa Omar Calabrese (1999)–, es una “máquina de lectura” (p. 15). Sin embargo, se aleja –al mismo tiempo– de su posición, ya que nosotros decidimos sostener el prefijo neo para marcar la distancia que el movimiento latinoamericano guarda con el europeo, y esto porque creemos, a diferencia de él, que el neobarroco es lo que define a América Latina en tanto perspectiva, en tanto punto de vista. En otros términos: neobarroco es el modo de leer(se) y escribir(se) –y, por tanto, de pensar(se)– propiamente (lo) latinoamericano. Igualmente, y a pesar de esta diferencia no menor, nuestra postura no deja de tener una profunda afinidad con la del crítico argentino.
3 “La presencia del carnaval y su proyección en toda fiesta popular es fundamental en el barroco de la contraconquista de José Lezama Lima …. Su poética se apoya en lo festivo, al que identifica con la cubanidad” (González, 2021, p. 75). Festividad y goce “que Lezama invoca incesantemente en Paradiso y en toda su obra poética: bailes, banquetes, música, cuerpos, bebidas, verborragia, … figuras extraordinarias de la vida” (González, 2021, p. 75). Por lo demás, y si aquí estamos asociando la concepción carnavalesca con los temas y motivos de la inestabilidad del mundo, el movimiento y la metamorfosis, veremos luego que la carnavalización está ligada, también, con los procedimientos neobarrocos de la inversión paródica y la intertextualidad.
4 En los términos planteados por Julia Kristeva (1981) y Mijail Bajtin (2003), a quienes Sarduy retoma y cita explícitamente en su ensayo.
5 A la hibridación y la mixtura podemos entenderlas también como un motivo neobarroco, si pensamos, por ejemplo, en esos personajes andróginos que circulan por los ballets cortesanos del siglo XVII francés, personajes “por el lado izquierdo mujeres, seno al descubierto y la rueca en la mano, por el lado derecho hombres, con bigotes y una porra con varias puntas” (Rousset, 2009, p. 26). Recordemos, en este sentido, que la hibridación e indiscernibilidad de planos es lo que distingue a las ficciones barrocas, tal como sostiene el escritor argentino Carlos Gamerro (2010). Como veremos, este tipo de mixtura (como motivo) también se da en Las aventuras de la China Iron.
6 De esta manera, Sarduy expone “los dos ejes señalados por Kristeva: el horizontal (dialogismo) y el vertical (ambivalencia), la remisión de un texto a otro mediante la relación escritor-destinatario (cita) y la remisión de un texto al contexto anterior o coetáneo (reminiscencia)” (Beraldi, 2021, p. 126).
7 Lo que hace que el dispositivo neobarroco comparta varias de las premisas que postula –como dijimos– cierto post-estructuralismo francés (Barthes, 1994; Rossi, 2021a).
8 En efecto, no olvidemos que el desierto está asociado a dos motivos emblemáticos del siglo XIX argentino, presentes en una gran cantidad de textos literarios como pictóricos de la época: el del cautiverio de la mujer blanca (en el universo aborigen) y el de la orgía indígena (Gamerro, 2019). A propósito del primero, el escritor y crítico literario argentino Carlos Gamerro (2019) nos dice que “la cautiva, más si era blanca, era el sex-symbol de nuestra cultura decimonónica” (p. 111), similar en muchos aspectos a la mujer blanca norteamericana que fuera capturada y violada por el negro. Su condición, lejos de ser la de una mera víctima, remite más bien a la de un “ser peligroso, contaminado, que ha quedado impregnada de barbarie, y solo puede lavarse matando el principio de barbarie que la ha penetrado o querido penetrar (la María de Echeverría, la cautiva de Martin Fierro)” (Gamerro, 2019, p. 111). De ahí que, en varias ocasiones, ese cuerpo culpable ya no tenga punto de retorno y acabe muriendo en el desierto –tal como sucede, por ejemplo, en el famoso poema de Esteban Echeverría, La cautiva, de 1837–; o bien, que termine precisando del hombre para poder abandonar esa condición. Esto último es lo que ocurre en el Martin Fierro, en el cual, siguiendo a Alejandra Laera (2016), la tarea purificadora es realizada por el gaucho, verdadero héroe del relato, quien mata al indio y rescata a una cautiva cuya condición pasiva y silenciosa le quita todo tipo de relevancia y protagonismo. Por eso, tanto en uno como en otro caso, vemos que la cautiva debe ser purificada antes de retornar a la civilización; es decir, debe recuperar su estado de pasividad e inocencia primera (ese que fuera mancillado por la lascivia del indio bárbaro), y con ello, de subordinación y sometimiento al varón civilizado. De lo contrario, su destino es la mismísima muerte o la desaparición. Por otro lado, y en relación a la orgía indígena, recordemos que esta supone la mezcla y el desorden radical de los cuerpos, con la consiguiente ruptura de los patrones que dictan tanto la monogamia tradicional como la heterosexualidad obligatoria. En definitiva, y por todas estas cuestiones, vemos que el desierto, con sus cautivas y orgías indígenas, aparece como el gran lugar de la transgresión al modelo de familia occidental, hetero-patriarcal, que predominara en la Argentina moderna. Por lo que su figura, también, está fuertemente ligada al binomio de género y a la heteronormatividad dominante.
9 La risa festiva, algo que Bajtin (2003) señala como un elemento decisivo de la concepción carnavalesca del mundo, es resaltada por la propia narradora en varios momentos del último apartado (Cabezón Cámara, 2020).
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