Desde las ciencias sociales, la filosofía y la educación

Trazar la falta: Lacan, la letra y El origen del mundo

Tracing Lack: Lacan, the Letter and The Origin of the World

Dra. María del Carmen Molina Barea
Universidad de Córdoba, Córdoba, España

Trazar la falta: Lacan, la letra y El origen del mundo

Revista Humanidades, vol. 12, núm. 2, e50957, 2022

Universidad de Costa Rica

Recepción: 10 Febrero 2022

Aprobación: 11 Abril 2022

Resumen: El presente artículo hilvana un recorrido creativo por la teoría del sujeto de la diferencia sexual de Jacques Lacan, desde un ángulo heterodoxo y polivalente, buscando afinar una propuesta crítica que facilite una alternativa concreta a la tesis lacaniana que afirma que la mujer no existe. Persiguiendo este objetivo, el artículo reivindica la noción de deseo inconsciente y acude metodológicamente a Gilles Deleuze y Félix Guattari, y Luce Irigaray. Asimismo, redefine el valor de la letra como trazo de goce, subvirtiendo el potencial de la caligrafía china y japonesa que analiza Lacan. Para ello, se toman como casos de estudio al pintor taoísta Shitao, las semiografías de André Masson y el cuadro El origen del mundo de Gustave Courbet, que fue propiedad de Lacan. El aspecto central del artículo consiste en evidenciar que el significante simbólico, denominado Falo o Nombre del Padre, indica la falta esencial de la castración, que regula la producción identitaria del Otro y excluye a la mujer del lenguaje y la representación.

Palabras clave: psicoanálisis, semiología, caligrafía, pintura.

Abstract: The present paper provides creative insight into Jacques Lacan’s theoretical understanding of sexual difference from an unconventional perspective, in the attempt to develop a critical approach as well as a concrete alternative to the Lacanian declaration the woman does not exist. To this end, this paper revisits the notion of unconscious desire, methodologically inspired by Gilles Deleuze and Felix Guattari and Luce Irigaray. In this line, it will also redefine the power of the letter as trace’s enjoyment, thus subverting the potential of Chinese and Japanese calligraphy analyzed by Lacan. With this aim, certain cases studies will be of use, such as the Taoist painter Shitao, the semiographies painted by André Masson, and The Origin of the World, the painting by Gustave Courbet which was owned by Lacan himself. The crucial aspect is ultimately to locate lack as the essential product of castration within the symbolic signifier -also knowned as Phallus and the Name of the Father- which rules the Other’s production of subjectivity, excluding women from language and representation.

Keywords: psychoanalysis, semiotics, calligraphy, painting.

1. Introducción: resituando la falta

Rastreando el rol fundamental que desempeña la falta en el ordenamiento psíquico diseñado por Jacques Lacan, es oportuno repasar el funcionamiento de los ámbitos que lo integran -imaginario, simbólico, real- y su disposición gráfica en tres círculos conectados e interdependientes, conocida como nudo borromeo. Estos tres registros entran en relación en el complejo de Edipo, del cual Lacan hace su propia versión a partir de la teoría freudiana: la primera etapa consiste en el paso de lo imaginario a lo simbólico, una traslación que permite al niño abandonar la “fase del espejo”, es decir, el estado primigenio narcisista vinculado a la madre, para acceder al entorno social del lenguaje y la cultura, regido por la figura simbólica del padre. La mirada materna funciona como reflejo especular que dota al hijo de una identidad provisional (ego), fruto de la identificación del niño con una imagen ajena que asume como propia. Así, el imaginario preverbal no distingue claramente entre el individuo y el Otro; no perfila un yo definido, sino una masa indiferenciada de sensaciones corporales. El ego constituye el espejismo de una proyección basada en la identificación con una imagen1. Esta noción sugiere una categoría ontológica relacional. La identificación cambiará cuando el niño ingrese en el terreno simbólico, donde el ego da paso al yo (je) propiamente dicho. En esta fase el individuo entra en el lenguaje, lo que respalda la tesis lacaniana de que el inconsciente se estructura lingüísticamente. Explica Lacan que los significantes no se significan a sí mismos, pues el significado no es inherente, sino que surge de la diferencia producida al combinarse con otro significante o cadena de significantes.

De lo dicho puede apreciarse que Lacan introduce cambios respecto al Edipo de Freud. La principal consecuencia es que el niño no desea a la madre como objeto, sino que desea el deseo de la madre. Desea que la madre lo desee, e intenta convertirse en el objeto de ese deseo: el objeto fálico. Tal identificación busca responder a la demanda del Otro que hace la madre, quien solicita al hijo convertirse en su objeto de deseo. Así, el niño intenta encarnar el falo del deseo materno, pero comprueba que le resulta imposible; el deseo de la madre lo supera, va más allá del niño. Este asimila que el padre debe tener el falo que la madre desea. Entonces aquel interviene y frustra el afán del niño, asentando el tabú del incesto como prohibición de asumir el objeto de deseo de la madre. Es, pues, por la acción del padre que se quiebra la conexión primaria madre-hijo, o sea, gracias a la imposición del complejo de castración, que hace que el niño tome conciencia de que es el padre quien tiene el falo. Lacan aclara que este no es el pene biológico sino el falo simbólico (Falo). No se trata, por lo tanto, de un órgano corporal sino del significante privilegiado que inaugura el proceso de significación. De modo que no es el padre biológico sino la ley simbólica, o lo que es lo mismo, el “Nombre del Padre”.

La situación de la madre es distinta: ella desea el falo porque carece de él. La madre aparece como sujeto deseante solo en la medida en que carece de algo; la madre desea una falta. En consecuencia, el falo se convierte, a la vez, en significante de deseo y de carencia. Nos hallamos, pues, en el orden de la falta tanto para la madre como para el niño, ya que este termina incorporando la imposibilidad de encarnar el falo. Ni la madre ni el hijo satisfacen su deseo. En definitiva, la falta se erige en el principio rector del inconsciente lacaniano y el falo -o mejor dicho, su ausencia- se instala en el centro de la organización significante2. Por lo tanto, el sujeto nace en virtud del registro simbólico, por la represión que este ejerce sobre el goce (jouissance) originario. Para Lacan no hay sujeto sin prohibición o ley simbólica. Así da cumplimiento al complejo de Edipo, mediante el cual el niño se desarrollará adecuadamente como individuo. En esta situación, se impone la aceptación del Nombre del Padre, esto es, la internalización de la “metáfora paterna”, proceso mediante el cual el individuo se desliga de la identificación del falo imaginario y adopta el falo simbólico. Hablar aquí de metáfora se justifica en tanto que el niño se ve obligado a sustituir el deseo de la madre por el Nombre del Padre. En esto consiste la función paterna, en pasar de la madre-carencia al padre-poseedor del falo.

Aunque el argumento de la identidad simbólica del padre sería cuestionable en no pocos momentos del pensamiento de Lacan -“El padre es efectivamente el genitor. Pero antes que lo sepamos de fuente segura, el nombre del padre crea la función del padre”- (Lacan, 2005, p. 57), entonces, si no se trata del padre biológico, ¿qué es? Ciertamente, se trata de una metáfora: es el significante que ocupa el lugar de otro significante, en otras palabras, el significante del deseo de la madre (S1). Así, el Nombre del Padre se convierte en el significante que lo sustituye (S2). En este plano opera la oscilación entre ser el falo-tener el falo que determina dos modos de identificación en la diferencia sexual: el niño pretende tener el falo, mientras la niña debe ser el falo. La niña abandona la idea de tener el falo para identificarse con la madre y llegar a ser el objeto de deseo masculino. Tal planteamiento presupone una sistémica laguna en la subjetivación deseante del inconsciente femenino, que Lacan llamó mascarada, frente a la impostura masculina. En este punto, intriga la legitimación del reparto del significante: ¿con base en qué principio se asume que el rol materno es el que carece del falo, del poder simbólico? ¿Y por qué se admite, en cambio, sin ninguna duda en el rol paterno? Aun tratándose de funciones simbólicas, no es menos simbólico que respondan a esa distribución. ¿Por qué el elemento que representa el lenguaje, la ley y el yo (je) se denomina paterno, y el imaginario prediscursivo y narcisista, materno? Lacan elude que la razón se deba al padre, la madre o sus respectivas anatomías; una evasiva infructuosa si de entre todos los nombres posibles para el significante elige la palabra falo3. Supuestamente, no debe confundirse con el órgano del varón, sin embargo, la teoría lacaniana entabla con este una directa dependencia simbólica, puesto que la tenencia del órgano es lo que jalona en último término la dimensión metafórica de la castración, estableciendo una relación de vasos comunicantes entre lo que Lacan denominó la falta-en-ser (manque à être) y la falta-en-tener (manque à avoir):

A la falta-en-ser se le superpone la falta-en-tener (manque à avoir), la cual corresponde a la vertiente imaginaria de la castración, experimentada por el sujeto como amenaza sobre el órgano en el varón y en la mujer como nostalgia del órgano que no tiene. En ambos casos la tenencia del órgano introduce la dimensión de la falta en el sujeto, en uno porque teme perderlo, en el otro porque lo añora (Alemán y Larriera, 1998, p. 265).

Así pues, la castración afecta no solo al varón sino también a la mujer: en uno se presenta como amenaza simbólica sobre el órgano (que tiene) y en la otra como nostalgia del órgano (que comprueba que no tiene). Dimensión física y lectura simbólica se enhebran: tanto para un sexo como para otro, el falo es el significante de una falta, de una renuncia a su goce. Esta falta fundamental se formaliza como “symbolic debt(Dor, 2004, p. 101). Dicha deuda implica una falta en la madre y en el hijo, pero también entre la madre y el hijo, a saber, el vacío que se abre entre ambos por la intervención castradora del padre y que es, a su vez, el hueco por el cual se da entrada al lenguaje. Este agujero es el vacío de la imposibilidad de ser el falo que desea el Otro, lo que, según Lacan, da pie a la aparición del “objeto a”. El objeto a representa la falta, así como el objeto que en cada momento cubre ese vacío. De igual manera, el objeto a metaforiza la pérdida del objeto de deseo inalcanzable tras la escisión original con la madre, quedando como resultado cierta rémora inconsciente que anima la vida psíquica. Creador, pues, de lo que se denominará “fantasma”, puede llamarse también plus de goce. Así, el objeto a ocupará el lugar del vacío de la pérdida del objeto. Dado que el pago por acceder a la simbolización es la pérdida del objeto de deseo, quedan remanentes de esa totalidad original, de ahí que el objeto a sea el objeto que causa el deseo. En esa medida, el objeto a es lo que queda de lo real, del goce corporal primigenio e inefable que escapa de la simbolización. En suma, el objeto a no significa nada, es la causa innombrable del deseo. Se constituye en el significante de la falta.

Sobre esto es conveniente reformular el alcance del objeto a desde posturas divergentes del psicoanálisis, como la que desarrollan Gilles Deleuze y Félix Guattari. En El Anti-Edipo (1972) los filósofos hablan de “objeto parcial” para presentar un cuerpo afectante, atravesado intensivamente por todos sus orificios -boca, ano…- mediante una cadena de flujo de deseo conectada por estos objetos, como “seno materno… flujo de leche… boca del bebé”. Tales objetos son, a su modo, agujeros, pero no fetiches de un objeto de deseo perdido. En este sentido, no tienen nada en común con el seno materno que Lacan (2005) teorizaba como “objeto oral” (p. 78). Para Deleuze y Guattari, son, de hecho, objetos productores de deseo, y por ende escapan de la representación. No significan nada, pero no por ser el vacío de una carencia. Si en algo han insistido los autores de El Anti-Edipo es que el deseo no es deseo de carencia, sino un dispositivo productor de deseo (Deleuze y Guattari, 1985, p. 15). Contrariamente a la colonización falocéntrica, habría que afirmar entonces que nunca hubo objeto de deseo original pretendido y jamás alcanzado por el niño o la madre. El falo no existe. Y así tampoco existe quien lo tenga, carezca de él o lo desee. Prescindiendo, pues, de un supuesto origen frustrado, se prescinde asimismo de la falta. El origen vendría a ser lo real, entendido como esa totalidad originaria e informe del primer yo, corporal y pre-verbal, aunque no necesariamente limitado a un juego identificativo de espejos. Cabría pensarlo más bien como un espacio vacío entre lo imaginario y lo simbólico que produce deseo por sí mismo. En adelante se irá desglosando este argumento, por ahora, sirve para reorientar la función del objeto a como causa del deseo. El agujero que abre este objeto no deriva del falo simbólico, no es un objeto que viene a cubrir, a velar, la falta.

No nos confunda, pues, el dicho lacaniano que afirma un vacío en el centro del orden simbólico por el cual los significantes no tienen significado esencial. Esto que localiza en el terreno simbólico no es más que la escenografía necesaria para la representación de un vacío. Así pues, no es que el significante por sí solo no signifique nada. Por supuesto que significa, significa una falta. El vacío que Lacan sitúa en el seno del significante está lleno, saturado, de carencia. La falta se erige en el significado esencial. Unido luego a otros significantes, el falo refuerza la falta, al tiempo que simboliza la autoridad, el lenguaje y el yo (je). Se aprecia entonces que la cadena de significantes difiere de aquella cadena asignificante surgida entre el pecho materno y la boca del bebé, que movilizaba flujos de deseo inconsciente en vez de centralizarlos sobre la función fálica. Deleuze y Guattari van más allá de Lacan: directamente suprimen la representación. No ha lugar a representar siquiera un Vacío, el vacío de la falta. No se puede representar la falta porque no hay falta que representar. Desde este punto de vista, no es que no haya significante vacío, simplemente no hay significante privilegiado. Motivo por el cual no hay deseo perdido, sustituido, representado; sino deseo productivo. Esta perspectiva anima a desear plenamente desde lo real, si bien para Lacan lo real no existe, puesto que solo existe lo que es producto del lenguaje. En respuesta a esta observación -que parece falsamente constructivista cuando sigue ahondando en la falta- diríamos que lo real existe por performatividad poiética, por afirmación deseante. En esta medida, lo real se torna origen no originario.

Así las cosas, Deleuze y Guattari coinciden con la teoría lacaniana al calificar el deseo de irrepresentable, pero para Lacan lo es solo en tanto que falta. En este sentido, concibe los significantes como un intento de capturar lo real en el orden simbólico sin lograrlo nunca, pues persiste un hueco que imposibilita la representación. Este agujero sería para Deleuze y Guattari el umbral activo del deseo, una meseta transida de conexiones afectantes, mientras que para Lacan indica la falta. Una falta que acontece al imponerse la separación del niño y la madre y la renuncia al falo imaginario. En este paso al registro simbólico, el deseo se convierte en lenguaje, quedando así constitutivamente marcado por la falta4. Por eso, según Lacan, el sujeto nace irremediablemente dividido, ausente, tachado. Dicha coyuntura sería distinta si tomásemos el lenguaje como hacen Deleuze y Guattari, a saber, un lenguaje afásico que desarticula el Nombre del Padre; un lenguaje deconstructivo, derridiano, esquizoide. En breve, para Deleuze y Guattari, el lenguaje no representa, lo que supone un atentado directo contra la teoría lacaniana, en la que el vacío simbólico es un elemento central de representación. Precisamente, en el vacío del falo, Lacan ubica el sostén del lenguaje: la letra, obligada a discurrir como lo real de lo simbólico, fuerza al inconsciente a hablar fálicamente. Ahora bien, como escritura del inconsciente, la letra es una fuga en potencia. La letra no simboliza nada, ni siquiera la Nada. La letra nunca significará el Vacío, pues está fuera del sentido y por ello asociada al goce. Los significantes, en cambio, aunque no tuviesen sentido fijo, simbolizan. Habida cuenta de la insistencia lacaniana en afirmar que el inconsciente se estructura como un lenguaje, en próximos apartados se reivindicará la letra como formación del inconsciente deseante para subvertir la identificación fálica en el campo simbólico.

2. La letra y la escritura oriental

"Solo la letra rompe el sentido, realizando así lo real”

(Alemán y Larriera, 1998, p. 167).

El interés de Lacan por la letra comienza en el Seminario V: “Las formaciones del inconsciente” (1957), en el cual aborda el cuento de Edgar Allan Poe en el que el detective Dupin investiga el robo de una carta (volée) que, aunque nadie encuentra, está oculta a la vista de todos, “colocada ostensiblemente entre los arcos de la chimenea […] es visible para quien quiera verla” (Roudinesco, 1995, p. 395). La carta -no se obvie que la palabra lettre, “carta” en francés, se dice igual que “letra”- cumple la función de sustitución metafórica y hace las veces de significante vacío, ya que lo que interesa en la historia es la carta y no su contenido. Esto lleva a Lacan a incidir en el vacío original: “¿Qué es lo que queda de un significante cuando ya no tiene significación? Pero esta pregunta es la misma con que la interrogó aquel que Dupin encuentra ahora en el lugar marcado por la ceguera” (Lacan, 2003, p. 33). De aquí extrae Lacan una noción de lo vacío como no ver lo evidente. Ver lo que no tiene nada que ver, lo que se muestra como vacío. Vacío como ceguera. Lacan desarrollaba esta idea en el texto La instancia de la letra en el inconsciente (1953), donde presenta la estructura del inconsciente invirtiendo el esquema sígnico saussureano, lo que introduce la preeminencia del significante sobre el significado, separados por una barra resistente a la significación (s/S). Para Lacan, como es sabido, el significante genera el significado. Este se produce por la combinación de significantes, de suerte que la significación siempre remite a otra significación. Por eso sostenía Lacan que el significante en sí no significa nada; se necesitan al menos dos. Esto da lugar a un significante multívoco que no tiene significado adosado, de manera que el lenguaje se configuraría como un compendio de elementos covariantes en el que, si se modifica uno, se modifican todos.

Como en el ejemplo de la carta, lo que se pone de manifiesto es el problema del vacío. Ya se ha dicho que en la teoría de Lacan el Vacío nunca está vacío. De no tener esto en cuenta se pensaría erróneamente que Lacan concibe el inconsciente como una estructura que produce significaciones gracias a la libre articulación de sus elementos y no como una parcela atestada de significados ocultos. Dicho brevemente, el inconsciente tal como lo dispone Lacan tiene un significado que desvelar: la falta. Por eso, de nada sirve que la significación se articule por combinación aleatoria de los significantes, ya que estos siempre compondrán el mismo significado. Si en Lacan la significación remite a otra significación, no es por su carácter multívoco sino por su función metafórica, una sustitución basada en la falta. El algoritmo s/S hace creer que Lacan impulsa un lenguaje performativo cuando, en realidad, el paso de lo imaginario a lo simbólico pivota en la representación del vacío como significante. Por su parte, autores como Deleuze y Guattari barren el esquema del signo lacaniano y hacen morada en la barra intermedia, que escapa de la representación y que ya no es una barrera entre lo imaginario y lo simbólico, sino una bisagra polivalente que atraviesa ambos terrenos. Esta barra abre el hueco por el que se cuela lo real, agujero que huye tanto de la captura especular como de la simbolización fálica. Lacan, en cambio, insiste en hacer del agujero la marca de un vacío originario. En "Lituraterre", del Seminario XVIII (1971), el psicoanalista retoma el cuento de Poe, subrayando que la historia se salda sin recurrir al contenido de la carta. Pues bien, ¿qué es lo que queda de un significante cuando no tiene significación? La falta. Haciendo gala de juegos fonemáticos, Lacan (2003) responde: "A letter, a litter, una carta, una basura" (p. 19). Como la carta, oculta a la vista de todos, la falta en Lacan es también evidente.

Más interesante será pensar en esa basura remanente -objeto a del deseo-, como letra que escribe su propio goce. De entrada, la barra separadora ya no sería un muro entre lo imaginario y lo simbólico, como había dispuesto Lacan: la letra en la orilla de lo imaginario y el significante en la orilla de lo simbólico. No es casualidad que en "Lituraterre" definiese la letra como litoral, puesto que la letra debía separar esos dos dominios heterogéneos, correspondientes al goce y al saber. La letra en el sistema lacaniano traza “el borde del agujero en el saber”, convocando un goce que se amolda al hueco preparado por el significante. En cambio, nuestra propuesta es que el goce es ya una forma de saber, un saber no representativo que participa del inconsciente. No se olvide que la letra es lo real, el soporte gráfico del deseo, la escritura del inconsciente. Asumiendo que para Lacan el saber es un medio de goce basado en la repetición de significantes, diríamos más concretamente que el goce del saber se da en el hueco que abre la barra antes separadora que ahora une las dos orillas. Solo la letra ajena al significante primordial puede acometer esta apertura de lo real, lo que sugiere que hay algo más en el lenguaje que el orden de la metáfora. Efectivamente, lo que hay es la escritura afirmativa de la letra; la a del objeto a. En respuesta a la pregunta retórica de Lacan, lo que queda del significante sin signi­ficado es la tachadura del origen, una letra sin contenido que no designa un origen faltante. Este potencial, como se verá, es lo que la teoría lacaniana reprime bajo el rasgo unario de la letra, a pesar incluso de que el propio Lacan acuñó el neologismo lituratierra para distinguir la literatura que se apoya en el semblante -esto es, el Nombre del Padre- de la que lo lituraterriza, atraviesa y desorganiza.

Pues bien, esta escritura no se reduce a calcar, a imprimir, el significante. Al contrario, es una tachadura que desterritorializa la tierra en la juntura del litoral. Sobre esto, es llamativo que, apreciando Lacan la escritura como impresiones gráficas de la huella, recurra a James Joyce como ejemplo de formalización sintomática de la falta, siendo este mismo autor reivindicado por Deleuze y Guattari a título de escritor performativo. En este punto, entra en el debate la escritura oriental -básicamente china y japonesa- que tanto interesó a Lacan, por ver en ella la explicación de su idea de letra. Lacan constata que los caracteres chinos pueden combinarse y cobran sentido en función del contexto, de modo que cada ideograma abriga distintos sentidos según la partícula que le acompaña. Esto encaja con la definición de lenguaje como cadena de significantes en la que la alteración de uno hace variar al resto. Lacan se vale de esta particularidad de la escritura china y japonesa para refrendar la ausencia de significado esencial en los significantes, cuando al mismo tiempo reinscribe la falta dentro del significante primordial. En cambio, tal y como es teorizado por Deleuze y Guattari, el lenguaje lleva a sus máximas consecuencias el carácter articulable y no esencialista que adopta en la escritura oriental. Otro aspecto que interesó a Lacan de estas lenguas es que la letra tiene el trazo por fundamento. Lo singular de este tipo de letra es la caligrafía, que para Lacan desempeña literalmente el trazo como tachadura. El psicoanalista menciona incluso la pintura japonesa refiriéndose al vínculo de los kakemono con la letra, por mezclar en el mismo plano motivos plásticos y caligráficos. En este panorama, Lacan introducirá la falta como elemento regulador del poder de la letra, ahora entendida como trazo.

Sin perder de vista que el pensamiento lacaniano progresa en distintas fases matizando sus ideas acerca de la falta, pudiéramos localizar un momento destacado en el segundo viaje de Lacan a Japón, en 1971, cuando en el avión de regreso divisó desde la ventanilla los surcos dejados por la lluvia sobre la desierta planicie siberiana pareciéndole las incisiones de una escritura. “Es por el mismo efecto que la escritura es en lo real la erosión del significado, lo que ha llovido del semblante en tanto que él hace el significante” (Savio, 2019, p. 36). Lacan entendió estos surcos como la huella de lo que no se puede simbolizar, huella de lo que huye de la representación. Recuerda esta anécdota al block mágico de Freud en el que la escritura permanecía como huella -letra- que había erosionado la superficie. Lacan se afana en hacer que un origen en principio no representable sea finalmente representado como ausencia de un original perdido. Esta borradura original marca la falta. Como puede verse, lo simbólico sigue intentando significar lo real. Lejos de la lectura lacaniana, eso que no se puede representar no deja huella, pues es huella de sí. El trazo de la letra soporta un significante que está vacío, pero no por arrastrar una falta. Al contrario, el trazo encarna el objeto a como objeto parcial productor de deseo asignificante. Esto es lo que late realmente en la escritura china y japonesa. Tomando prestadas las palabras de Barthes (2007): “El signo japonés está vacío: su significado huye, no hay dios, ni verdad, ni moral en el fondo en estos significantes que reinan sin contrapartida” (p. 3). Si el signo japonés está vacío es precisamente porque no lleva sobre sí el significante de la falta. Para la letra oriental “no hay dios, ni verdad, ni moral”. Justo lo opuesto a Lacan, que refrenda la autoridad del dios paterno que todo lo significa5.

Teniendo en cuenta esta última apreciación podemos argumentar, sin secundar la interpertación lacaniana, que la escritura está vacía de contenido: no interesa por su mensaje, sino por su trazo. Es más, la escritura japonesa cuenta con un género caligráfico cuyo trazo, libre y abstracto, resulta prácticamente imposible de leer. Se llama caligrafía de estilo hierba, opuesta a la rigidez pragmática de la tipografía oficial, en la que prima la comunicación6. Idéntica situación se da en la escritura china7. Ello pone de relieve que el goce de la letra no es materia del ojo experto del analista, entrenado en la lectura, en la interpretación de sus signos. Como la carta de Poe, el signo oriental no manifiesta contenido alguno porque, de hecho, está vacío, y al decir esto lo descartamos como la representación de una ausencia. A este respecto pondremos como ejemplo la instalación titulada A Book from the Sky (Tiānshū) (1987-1991), del artista chino Xu Bing, consistente en un libro de más de seiscientas páginas dispuestas por las paredes y el techo de la sala. El libro recrea el estilo de la escritura oficial de las épocas Song y Ming, aunque los caracteres con los que está escrito son signos inventados por el artista, quien durante años se dedicó a crear desde cero un vocabulario integrado por cientos de ideogramas. A simple vista parecen letras chinas, pero mirados de cerca son enteramente ilegibles y asignificantes, tanto para el lego como para el experto o nativo.

Si las letras son, pues, ilegibles, no será por acoger el vacío de la carencia. La letra se torna una línea de fuga dentro del ordenamiento del nudo borromeo. Así pues, la escritura no se define por un supuesto contenido ni por un vacío moldeado a expensas de la metáfora fálica, sino por el deseo inconsciente. Las letras no aluden a un origen perdido, sino que son piezas asignificativas sin necesidad de representar o representarse como irrepresentables. “El valor de la escritura no está, entonces, en lo que quiere decir, en el ‘mensaje’, sino en la articulación significante. La marca, por ello, está primero; es anterior al sentido que se le otorga” (Savio, 2019, p. 34). Esta idea problematiza la visión lacaniana: la marca -el trazo- es conceptualizada como los surcos inscritos en el block mágico; una marca que no está vacía, sino llena de Vacío. De ahí que, para Lacan, la letra no sea el significante, aunque sí su efecto de desecho (litter). Démosle, pues, la vuelta a la escritura. Si la letra es el sostén del goce (grafo del deseo), ¿qué es lo que escribe la escritura? Escribe el goce y lo escribe en el cuerpo; en el cuerpo del goce Otro (no el goce fálico) que está más allá del lenguaje. Lo escrito es, pues, el goce; el goce de la letra. Sin embargo, desde Lacan, el goce se visualiza como la falta que indica el objeto a como causa del deseo, lo que instaura el goce bajo la marca del rasgo unario, llamado “significante amo” o Nombre del Padre. En cambio, el grafismo del goce no significa nada, está vaciado de sentido como también de falta. La letra a, como letra de goce, se escribirá como acontecimiento del cuerpo, y al escapar de la representación podrá introducir lo real abriendo huecos en la estructura de lo simbólico. No nos servirá entonces el Nombre del Padre para designar la escritura corporal del goce.

3. Shitao y el trazo de la pincelada única

"La pincelada única es el origen de toda caligrafía y de la pintura [...]"

(Shitao, citado en Racionero, 2016, p.130).

Expuesto lo anterior, se hace necesario revisar el rol del falo como significante balizador del goce y legitimador del deseo del Otro. Conviene cuestionarlo en su función de origen representativo del sujeto, pues a pesar de que este nace como efecto del lenguaje, nada tiene de performativo, sino que surge a raíz de una maniobra de simbolización. Así pues, no resulta válido el sujeto lacaniano de la fórmula “S barrada” ($), basado en el subterfugio metafórico de la función paterna que sustituye el S1 por el S2. Por lo tanto, debemos plantear una noción alternativa que revisite la curiosidad lacaniana por la caligrafía oriental, considerando además que el propio Lacan se había formado en lengua japonesa y estaba familiarizado con la práctica Zen (Blondelot y Sauret, 2015). Asimismo, según Roudinesco, Lacan estudió chino y trabajó sobre el libro del Tao Teh King con François Cheng, a quien consultaba para aprender a trazar algunas palabras chinas que le intrigaban. Esto condujo a Lacan a entablar vínculos con la teoría de la pincelada única de Shitao, célebre pintor chino del siglo XVII que destacó como paisajista y calígrafo. Su producción se enmarca bajo una fuerte impronta taoísta, aunque presenta también influencia del budismo Chan, que en Japón se llamaría budismo Zen. Shitao es, sobre todo, conocido por sus aportaciones a la teoría del arte con el Tratado de pintura del monje Calabaza Amarga, por el que Lacan demostró verdadero interés, como cuenta Cheng. Lacan alude al libro en el Seminario XIV: “La lógica del fantasma” (1966-1967) para referirse al “trazo unario”, apropiándose del concepto central de la teoría del pintor chino: la “pincelada única”.

Según Shitao, esta se basa en el Vacío taoísta, animada por el soplo o aliento rítmico de la energía vital (qi). La unión del pincel y la tinta encarna la del yin y el yan, que es el origen de todas las cosas. De ahí que el trazo único que sintetiza Shitao sea un trasunto del origen taoísta del cual deriva lo Múltiple, esto es, el Tao como el Uno de donde nacen el Dos, el Tres y así las Diez Mil Cosas8. No es casual que Lacan prestase especial atención a esta noción de origen, pues de aquí toma referencia para el significante vacío y la elaboración de su teoría de la letra9. Sin embargo, debemos señalar un aspecto clave que parece haber quedado olvidado en la aproximación lacaniana al taoísmo: que el Tao no compone un origen holístico sustentado en un Vacío faltante, sino un Vacío como origen performativo que es al mismo tiempo todas las cosas; un origen en proceso, en devenir. El Tao, no en vano, es la Vía. Una acepción que queda soslayada en la construcción teórica de Lacan. Así, al hablar del Tao se pone el acento en que es el Uno del que emana la multiplicidad de todos los fenómenos, pero se obvia que no es una emanación sino más oportunamente una complicación -por usar el término caro a Nicolás de Cusa, en vez de aquel más próximo a un enfoque plotiniano-. El Uno co-implica las Diez Mil Cosas. “El Tao es como un cuenco vacío que nunca se colma al usarlo. Insondable, en su profundidad reside el origen de todas las cosas” (Tsé, 2009, p. 17). Todo es en todo, como dijese Giordano Bruno.

Conforme a esta idea, y al contrario de Lacan, el Vacío del taoísmo no es una cuestión de ausencia, sino un Vacío implicativo, que contiene todo lo que no es (ser-potencial). Se comprueba que tampoco aquí hay un Vacío originario como carencia -vacío lleno de falta- sino vacío pleno de virtualidades. La teoría de Shitao afirma que la pincelada única diluye ambos extremos, los emborrona y con-funde; hace que el pintor sea uno con el Uno en una fusión indistinguible. Así, el pintor que domina el trazo fundamental es capaz de devenir-múltiple y manejar todas las otras pinceladas (Cheng, 2017, p. 156). Tal es el poder de la pincelada única, que constituye un origen múltiple. Este trazo no cesa de llamar a otros trazos, de modo que la pincelada única es, a la vez, una y múltiple: “Cuando domina el Único-trazo-del-pincel, el artista puede ir al encuentro de lo múltiple, de lo inmenso, sin perderse nunca; por el contrario, está en situación de acceder a un orden superior” (Cheng, 2007a, p. 97). Por ende, la pincelada única enlaza el Uno y lo Múltiple, fusionándolos en el agujero de lo real. El propio Shitao se refirió al trazo único como la “unidad del hombre y unidad del mundo que, a través del trazado mismo del signo, son entonces una sola cosa” (Cheng, 1993, p. 96). En esta medida, hay que puntualizar a Lacan cuando habla de lo real como Vacío-intermedio, ya que, como se dijo anteriormente, el vacío entre lo imaginario y lo simbólico había reunido ambas orillas en un único litoral. Lo real moldea un agujero afirmativo que produce, trazando, el deseo que une; como en la cadena del pecho materno y la boca del bebé.

Por tanto, habremos de reenfocar la interpretación que hace Lacan de la teoría de Shitao. Partimos de que lo real produce el goce al escribirse: el goce se produce en el trazo; pero este no es el trazo lacaniano, que persiste en someter la multiplicidad del trazo al significante fálico10. En contrapartida, el trazo como Vacío nada tiene que ver con trazar la falta, sino con escribir un deseo gozoso que no conoce la carencia. Un modo de llevar esto a cabo son los espacios en blanco -otros agujeros- que deja la pincelada al trazarse sobre el papel11. Estos huecos, como los puntos suspensivos que conectaban el seno de la madre y la boca del niño, unen pincelada y pincelada, logrando así un Vacío lleno de vacío potencial12. Solo de esta forma es posible comprender el carácter medianero del vacío sin incurrir en la postura lacaniana. Por otra parte, los espacios en blanco no se dan solo en pintura sino en poesía, artes hermanadas por el papel y la tinta, que integran una especie de ut pictura poesis13. No en vano, el propio Shitao ha sido llamado “poeta del pincel” (Fadón, 2006, p. 315). Esta confusión interartística es asimismo apreciable en el poeta, pintor y calígrafo Wang Wei, a quien se le atribuye la invención de la técnica monocromática: “La monocromía, la reducción del color a una única tinta, hace que en su pintura se advierta una relación de síntesis casi escritural […]” (Abad, 2004, p. 13). Por eso no sorprende que Lacan se interesase también por Wang Wei, aunque solamente para ejemplificar el proceso metafórico de sustitución de imágenes plásticas por imágenes literarias.

En definitiva, el goce que se infiere de la teoría de Shitao no se corresponde con una metáfora construida por la función paterna. Es, al contrario, un deseo en devenir que mueve a la transformación y no a la sustitución; pues es necesario que el individuo sea atravesado por el soplo vital para adquirir el arte del trazo. Explica Shitao que es prioritario encontrarse en disposición receptiva: “La Receptividad, entonces, implica que el artista debe prestarse a los movimientos que generan el Yin, el Yang y el Vacío intermedio; es decir, los soplos vitales y dejarse comandar por los soplos internos que lo habitan” (Rivas, 2016, p. 643). Shitao formula pictóricamente la Receptividad según la práctica taoísta del no-método, cuyo sistema radica precisamente en el cultivo de la vacuidad14. El único método del no-método es la repetición rítmica del trazo, vinculada al ritualismo pictórico de Shitao (Kit, 2019). En el arte del pincel chino, cuando se traza una forma de pequeño tamaño el artista despliega la maestría técnica de la muñeca vacía, mientras que al trazar grandes formas mueve el codo. En ambos casos está inspirado por el qi que se fusiona con el pincel y hace que el cuerpo se involucre con el papel. Se debe alcanzar un alto grado de concentración mental, equilibrio físico y control muscular, adquiridos tras largos años de adiestramiento. Afirmaremos, por tanto, que el trazo que surge es el goce del cuerpo, pues el trazo viene del cuerpo; recoge la forma irrepetible del gesto, que es un movimiento de creación. En efecto, el gesto caligráfico parte de un movimiento inicial que funda una errancia de trazos sucesivos.

Este procedimiento se aleja del automatismo de repetición lacaniana, según el cual el inconsciente acoge la repetición como operación significante, huella que reinscribe la repetición de un goce perdido. Así Lacan supedita el poder emancipador del trazo a la repetición del trazo unario como Uno significante, falo simbólico. Escapando del Nombre del Padre, la letra de goce se muestra más próxima al concepto de tyche que introdujo Lacan en el Seminario XI para connotar el encuentro con lo real como algo inasible que persiste bajo el automaton. Desde lo escritural, se asemeja más al trazo de Shitao que al soporte del significante primordial cuya vacuidad expresa la falta. El vacío del trazo único no es, entonces, el puro significante de la carta de Poe, que carecía supuestamente de contenido. Contradiciendo la teoría lacaniana, el significante fundamental sí representa al sujeto para otro significante. En detrimento de esta idea, podemos defender que el trazo vale por sí mismo sin ser una función de representación. El trazo no representa a un sujeto para otro significante. Como se expondrá después, el efecto del trazo se encuentra en el objeto a como escritura de goce, no como pérdida que equivale a un plus de gozar. Y es que el plus de goce no debería presuponer una falta, como se extrae de la teoría lacaniana centralizada en el goce fálico, sino un en más productivo, lo cual, además, resulta igualmente aplicable al trazo de Shitao:

Shitao indicará al respecto que el trazo único es la huella tangible del soplo. Este tipo de arte pictórico, lejos de ser una mera recreación de la realidad o una descripción del espectáculo de la creación, se caracteriza porque la pintura misma permite agregar algo: la dimensión de “en más” que no existía antes. El pintor chino añade algo que no estaba allí antes y esto que agrega es un trazo que no es del orden de la representación (Rivas, 2016, p. 643).

El trazo como huella del soplo se aleja, por tanto, de la huella del block mágico. Nada comparte con la autonomía del significante lacaniano, que “es sin sentido y sin articulación, un significante no comprendido, en definitiva, una huella que conmemora la repetición de un goce perdido” (Carmine, 2012, p. 280). Al contrario, el trazo es un acto creador que no se limita a la representación, al calco del significante, sino que produce por sí mismo. La pincelada única abre mundos nuevos, de suerte que cada trazo no representa algo del mundo, sino que añade algo al mundo: “El pintor chino al crear su obra lo hace como la misma naturaleza, experimentar la creación produce un cambio en uno mismo y en la obra llevada a cabo” (Fadón, 2006, p. 39). Lacan afirma que ese primer trazo no representa nada, y así es, pero él lo equipara al rasgo unario, de modo que el trazo inicial estaría producido por el S2 desprendido del semblante. Lejos de esto, con anterioridad al trazo único no hay nada, ni origen ni falta. El trazo mismo es el origen; origen ubicado en lo real como agujero que diluye la barra divisoria entre lo imaginario y lo simbólico. En consecuencia, no podemos estar de acuerdo con Lacan cuando refiere la entrada en lo simbólico a partir del significante inscripto. Si el rasgo unario del lenguaje paterno inflige la diferencia del sujeto respecto del Otro, la pincelada única hace diferencia en la fusión de lo imaginario y simbólico, sorteando la falta inalcanzable. El origen se nos antoja así una in-diferencia creadora, diferencia que habita la indiferenciación, como la del origen no originario del taoísmo que integra el ying (femenino) y el yang (masculino). Diferencia radical que hace estallar la ley representativa de la diferencia sexual.

Urge, por tanto, explorar esta categoría de origen como alternativa a la falta lacaniana. Pero, ¿cómo volver a este origen? Lacan tiene claro que el regreso es siempre al falo y equipara dicho origen al de la indiferenciación taoísta que François Jullien (1998) llamó “insipidez” y caracterizó como “representación más allá de la representación” y “paisaje más allá del paisaje”15 (p. 120). Bien pudiera ser esta la definición de una pintura de Shitao; una no-representación, una forma sin forma que contiene el conjunto de concretizaciones posibles antes de toda diferenciación. Dicho esto, si lo real es aquello que precede a la simbolización, el paralelo taoísta sirve para armar otra idea de lo real al margen de Lacan, para quien lo real constituye siempre un acercamiento frustrado desde la representación fálica. Así, el lenguaje del psicoanálisis produce el trazo del Uno como ley simbólica. Si el individuo pretende la unión con el estado de indiferenciación, el psicoanalista se esfuerza por situarlo en la toma de conciencia de esa imposibilidad. El sujeto occidental pareciera estar fijado a la escritura del significante amo, al revés que en Oriente:

Al parecer a diferencia del sujeto occidental, en el sujeto japonés o chino la identificación fundamental no se realiza sobre un rasgo unario realizado por un solo significante, sino sobre una plurarización del rasgo unario, por eso la idea de ramillete y de constelación (Góngora, 2019, p. 41).

En esta línea, es revelador que, para Lacan, el psicoanálisis fuera imposible en Japón, ya que el sujeto nipón, gracias al dispositivo caligráfico, se mantenía en la barra de separación de lo imaginario y lo simbólico16. No es una observación inoportuna, sobre todo, cuando para volver al no-origen proponíamos reivindicar el objeto a como agujero productor de deseo. Además, como ya se apuntó, Lacan codifica el objeto a como causa y sostén del fantasma, siendo este la identificación del sujeto con el objeto a. El fantasma surge como suplencia imaginaria de lo real, de la imposibilidad de escribir la relación entre el Uno y el Otro. Lacan impone un “Uno y nada más”, el Uno que se escribe y que sentencia que el Dos no se puede escribir, impidiendo la relación sexual, según el famoso lema lacaniano. Como resultado, el sujeto solo tiene el fantasma al estar inscrito en la función fálica. De esto deriva un significante impregnado de goce que recibe el nombre de sinthome y que Lacan conecta a la ley edípica. El sinthome adopta la imagen de un cuarto anillo que cierra el nudo borromeo cuando el sujeto no atraviesa adecuadamente el complejo de Edipo. Dicho desajuste se traduce en la experiencia de la psicosis, neurosis o histeria, que Lacan estima formulaciones de deseo patológico que deben ser sometidas al significante primordial.

Frente a esta definición, sería interesante restituir el potencial del sinthome desde la escritura afirmativa de goce, sabiendo que el síntoma, al igual que la escritura, es un evento inconsciente del cuerpo. Diremos entonces que, al gozar su síntoma, el paciente esquiva la cura psicoanalítica. A este respecto, llama la atención que Lacan obligara al paciente a identificarse con el síntoma, pues no habría sujeto sin síntoma. La identificación con la letra del síntoma permite concluir la cura, al operar como sustituto de lo simbólico. El síntoma, repetición llevada al extremo, logra así ocupar el lugar del Uno. En suma, el Nombre del Padre se torna sinthome. Justamente, en el Seminario XXIII: “El Sinthome” (1975-1976), Lacan aborda el caso de Joyce y califica su escritura como sinthome que une los tres anillos borromeos desengarzados a causa de su neurosis. Aquí el sinthome cumpliría meramente una función de prótesis, de suplencia. La escritura queda anulada bajo la representación metafórica. Llegados a este punto, ¿por qué no gozar el síntoma de otra manera? Lo real se hace desde el fantasma, desde la escritura del objeto a que emparenta con el trazo de Shitao. Sucede así en Finnegans Wake, donde Joyce teje una escritura que no está hecha para ser leída, como ocurría en A Book from the Sky. Por eso, si el sujeto japonés o chino presenta un significante vacío, no es a consecuencia de la significación fálica de la falta, sino porque su lenguaje es neurótico, valga decir, lococéntrico17. En resumen, el sujeto oriental se identifica con la letra de su goce inaugurando un nuevo trazo, una nueva escritura.

4. ¿La vagina es (in)significante?

"La sentencia de Lacan, 'La mujer no existe', indica que en el inconsciente no hay significante para la 'la mujer'”

(Wright, 2000, p. 54)18.

Según lo comentado, el neurótico es aquel que no pasa adecuadamente por el complejo de Edipo, es alguien que no consigue superar la fase del espejo para identificarse con la castración que marca la entrada en la simbolización. Lacan establece que el neurótico queda anclado en la imagen materna que encarna sin sospechar la deformación del ego superpuesto. Pero, ¿y si en esa identificación reflectante el individuo desarrollase su libre deseo inconsciente? Proponemos, pues, otro modelo especular, otro espejo distinto del lacaniano, y para ello tomaremos como referencia el que esboza Luce Irigaray en Espéculo de la otra mujer (1974). Empezaremos preguntando lo que suele quedar en los márgenes de la teoría psicoanalítica: ¿cómo funciona el complejo de Edipo en las niñas? Lacan lo resume en la envidia del pene y el consiguiente alejamiento de la niña respecto de la madre por no haberle dado el ansiado miembro. Al transferir al padre el vínculo que mantenía con la madre, esto es, al sustituir el objeto de deseo, llegará la niña a ser una mujer no neurótica. Tiene, pues, que cambiar de zona erógena, de la clitoridiana peniana a la vagina. Como observa Irigaray (1977, p. 23), poco o nada dice este sistema de las mujeres y de su goce. De lo comentado se extrae que la castración es un requisito fundamental tanto en la edipización del niño como de la niña, de cara a ocupar sus respectivos roles en lo simbólico tras haber identificando al padre como portador del falo. Pero esta sexualización es asimétrica, ya que para Lacan no es posible la simbolización del sexo femenino.

El sexo de la mujer es irrepresentable. La niña se identifica con una carencia de la madre, carencia simbólica y física, pues, aunque Lacan insista en su distinción, lo cierto es que funcionan por vinculación connotativa. En esta medida, la ausencia del significante en la madre va aparejada a la imposibilidad de representación de la vagina, no solo como elemento simbólico, sino como órgano real19. El argumento habitual es que en el sexo femenino el falo simbólico está como ausencia. Lacan vuelve a centralizar en torno al falo, reiterando la dialéctica del ser-tener como base de la diferencia sexual; pero al final evidencia que, más allá del eufemismo simbólico, es determinante el hecho físico de la no tenencia del órgano, el cual, en sus palabras, adquiere la relevancia funcional de un fetiche20. Con lo cual, el falo simbólico va unido al pene del varón, razón que justifica que se de por asumido el falo en la figura paterna, mientras que a la mujer no se le permite la simbolización. Esta coyuntura servirá para revertir la sexualización de la mujer basada en la no simbolización de su deseo origen: en la expresión de Irigaray, el deseo de la mujer funciona como agujero y allí lo situaremos en su mayor grado de eficacia. Si Lacan acuña la sonora frase “la mujer no existe” (pues no tendría lenguaje, imágenes, grafismos, representaciones), veremos que, al contrario, la mujer desarrolla lo que antes se llamó representación más allá de la representación, una representación no-representativa que es producción afirmativa de lo real. Así que la mujer no existiría, mejor dicho, porque existe un lenguaje amo en el que ella no tiene opción a decir nada21.

El deseo de la mujer se convierte para Lacan, por tanto, en un arcano misterio, un continente oscuro e inexplorado (no se olvide que para Freud y discípulos la vagina como órgano femenino no ha sido descubierta), un enigma al margen de la letra: la mujer encarna un “logogrifo”, una nueva esfinge para otro Edipo22. En esta medida, al carecer de simbolización, la mujer no tendría nada que perder:

Efectivamente, la niña ya no tiene que sentir ningún tipo de temores, puesto que ya no tiene nada que perder. Puesto que no tiene ninguna representación de cuya pérdida sentir miedo. Puesto que lo que podría perder no tiene eventualmente ningún valor (Irigaray, 2007, p. 72).

Tampoco aquí habría economía sexual para la representación de la mujer. Solo la ley del falo. Castrar a la mujer es inscribirla en la ley del mismo deseo, del deseo de lo mismo. Una alternativa es la escritura corporal de la neurosis, a saber, un retorno a la fase pre-edípica, que el psicoanálisis tilda de regresión y estancamiento involutivo, cuyo efecto rastrea en la sintomatología de la histeria, no en vano, la enfermedad del útero. La fuerza del discurso histérico radica en desarmar las identificaciones del significante fálico que reduce todo a la economía de lo mismo. La mujer histérica logra darle la vuelta mediante su deseo, articulado como mimetismo histriónico, repetición hiperbólica, simulacro lúdico y crítica burlesca23. El psicoanálisis, por su parte, ha procurado, desde Charcot, domeñar el habla de la histérica. De hecho, Lacan distingue el modo “mujer” y el modo “histérica”, pues en su opinión, la mujer quiere gozar, mientras que la histérica quiere ser (el falo). “Es a través de la mascarada que la ‘no tenencia’ del falo en la mujer se transforma en ‘ser’ el falo” (Homer, 2005, p. 100)24. Lacan encierra así el potencial disruptivo de la histeria en el dominio fálico, aunque no podrá evitar que escape. La polimorfa expresión histérica conlleva una lectura del goce más acorde a la mascarada según Judith Butler, que a los propiamente lacanianos. Esta idea de mascarada se plantea en términos performáticos y desarticula la noción del espejo como significación de lo mismo: “La mujer apuntalará este redoblamiento especular, devolviendo al hombre ‘su’ imagen, repitiéndole como ‘mismo’” (Irigaray, 2007, p. 45).

La repetición mimética de la histérica habla en clave de síntoma, no testimonia una carencia, sino que denuncia la castración. Lo mismo es desmontado por la repetición de lo mismo que le hace diferir. Repetición casi deleuziana, en la medida en que contradice la representación, emparentando así con el trazo único. Este nuevo espejo refleja de una manera distinta; es un espejo cóncavo, como describe Irigaray, un espejo que mejor denominaríamos “espéculo”. La elección de este vocablo constituye una afrenta contra la teoría lacaniana: según Irigaray, si en vez del espejo usamos un espéculo, veremos que el vacío de la falta es, en realidad, la formación deseante, rica y múltiple del goce femenino. Goce que para el psicoanálisis permanece inarticulable en el lenguaje. Con todo, esto que Lacan problematiza -el hecho de que la mujer goza sin ley- será precisamente el desencadenante subversivo del espéculo. Si Lacan estableció que la libido es únicamente masculina, la multiplicidad policéntrica del deseo de la mujer introduce una ruptura en la identificación fálica. El espéculo redirecciona la identificación en el gesto de volver al origen. Un origen que no es el que traza Lacan. El origen de la mujer es (re)encontrarse, no identificarse con ninguno de sus goces en particular, no ser jamás simplemente una, sino habitar su cuerpo-deseo hecho a base de objetos parciales, como un universo en expansión:

Luego, de alguna manera, la mujer tiene sexos por todas partes. Goza un poco por todas partes. Sin mencionar siquiera la histerización de todo su cuerpo, la geografía de su placer es mucho más diversificada, múltiple en sus diferencias, compleja, sutil, de lo que uno se imagina… en un imaginario demasiado centrado sobre lo mismo (lo igual) (Irigaray, 1977, p. 27).

Tiene sentido que esta sexualidad rica y múltiple despertase inseguridades en el significante amo, decantándose en representaciones simbólicas como la castradora vagina dentata25. En este contexto, si la envidia del pene es la imposición del deseo de lo mismo, ¿por qué no analizar también la envidia de la vagina?, ¿de la matriz?, ¿de la vulva? (Irigaray, 2007, p. 43). La respuesta de Lacan sería “porque no son significantes”26. De ahí la necesidad de significar la vagina libre de la falta, como producción deseante, como síntoma de otra economía libidinal.

5. Masson calígrafo y El origen del mundo

“La cortina era el panel de Masson; el falo, siguiendo su razonamiento, se encontraba en el interior del cuadro"

(Savatier, 2009, p. 211).

En el intento de abordar el reto que nos ocupa se tomará como caso de estudio el cuadro de Gustave Courbet, El origen del mundo (1866), que fue adquirido por Lacan hacia 1955 y donado al Estado francés tras la muerte de su segunda esposa, Sylvia Macklés, más conocida como Sylvia Bataille, por haber estado casada previamente con el escritor surrealista Georges Bataille. Al poco tiempo de comprar el cuadro, Lacan y su mujer hicieron un encargo a André Masson, quien a la sazón era cuñado del analista, ya que el pintor surrealista había contraído matrimonio con Rose Macklés, hermana de Sylvia. El encargo consistió en una pintura destinada a hacer las veces de pantalla para tapar el lienzo de Courbet. Con este propósito Masson realizó una obra que tituló Tierra erótica y que fue instalada en una estructura corredera de madera compuesta por un sistema de doble marco que permitía deslizar fácilmente la pintura de Masson, para dejar a la vista o, en la expresión de Roudinesco, enmascarar el erotismo, considerado aterrador, de aquel sexo en estado bruto.

Masson había pintado un paisaje “surrealista” sobre un fondo oscuro; un paisaje extraño cuyas líneas principales seguían el contorno de El origen del mundo. Un espectador que no conociera el cuadro no vería más que unas colinas inocentes donde se erigían los senos, vegetación allí donde la enagua (o la sábana) formaba pliegues, así como en el emplazamiento del vello púbico, y unos relieves imaginarios donde Courbet había pintado minuciosamente las nalgas y los muslos, todo ello entre algunas nubes y flores que recordaban el estilo japonizante […] (Savatier, 2009, p. 198).

Resuelve Masson una especie de composición daliniana paranoico-crítica en la que puede verse una imagen escondida dentro de otra. De forma que el sexo de la mujer del cuadro de Courbet estaba expuesto sin ser percibido, del mismo modo que la célebre carta de Poe estaba a la vista de todos, sin que nadie, salvo Dupin, lo notase. Formalmente, la pintura de Masson guardaba cierto aire de paisaje chinesco y remedaba un dibujo lineal de carácter gráfico y trazo continuo, casi escritural. Teniendo en cuenta las declaraciones de François Cheng, no es de extrañar el encargo: “A Lacan le gustaban los ideogramas -por su forma y por su manera ingeniosa de sugerir el sentido-, así como la caligrafía. […] También me habló de André Masson, a quien él consideraba un calígrafo occidental” (Aubert et al., 2001, p. 186). ¿Por qué Lacan se refería a Masson como “calígrafo occidental”? Antes incluso de su encuentro con el surrealismo y los dibujos automáticos, Masson ya era aficionado a los grafismos espontáneos hechos sin levantar el lápiz del papel, enlazando unas figuras con otras, que solía aplicar en sus cuadros (Vermeersch, 1992). Eran pinturas realizadas con arena pegada al lienzo, sobre el que luego vertía los colores muy disueltos, como tinta líquida, creando así una línea sinuosa; precisamente, una técnica muy parecida a la que empleó en Tierra erótica. En esta práctica Lacan encontraría seguramente afinidades con los caracteres orientales y los surcos del block mágico sobre la planicie siberiana27.

Antes de llegar a manos de Lacan, el lienzo de Courbet había conocido una larga historia de ocultamiento y lagunas temporales -espacios en blanco- en los que anduvo desaparecido. Sus anteriores dueños lo habían mantenido a salvo de miradas indiscretas cubierto con una cortina verde y tapado tras el cuadro de un paisaje. Lacan lo colgó en una ubicación privilegiada del despacho en su casa de campo de Guitrancourt, donde solía recibir exquisitas visitas a las que agasajaba con el ritual de iniciación cuasi mistérico de descorrer la pintura de Masson para des-velar El origen del mundo ante la sorprendida audiencia. Como una especie de sumo sacerdote (Savatier, 2009, p. 229), Lacan imponía a sus invitados un contrato de silencio y les conminaba a no hablar con nadie de la obra. El analista evitaba también prodigar la localización del cuadro. En este sentido, Lacan no solo silenció la obra al guardarla tras la creación de Masson, sino que la redujo al régimen del mutismo excluyéndola de los circuitos de exposición, hasta tal punto que durante algún tiempo no se supo dónde estaba el polémico cuadro de Courbet y circulaban muchas dudas sobre si era o no propiedad de Lacan. Sea como fuere, el analista deliberadamente lo ocultó (Barzilai, 1999, pp.13-14). Así pues: “El cuadro de Courbet no solo era l’innominato, el que nunca se nombra, sino también el que no se muestra” (Savatier, 2009, p. 212).

Lacan desplegó sobre él un velo físico y simbólico. El cuadro era l’innominato no solo porque Lacan no permitía que se hablase de él, sino porque ni él mismo lo nombraba, emplazándolo así a la nulidad28. Únicamente en la conferencia “La función del velo” del año 1957 habló de manera indirecta, aunque alusiva, sobre El origen del mundo. En la citada conferencia, Lacan discurre acerca del ejemplo de una cortina sobre la que se pinta algo que indique la ausencia del objeto de deseo que se encuentra tras ella29. Así, la pintura de Masson opera como velo que muestra la falta, un velo que desvela la carencia de aquello que oculta. Ocultar sería, por lo tanto, dejar la falta al descubierto. Según esto, la vagina pintada por Courbet, como también la carta de Poe, estaría presente por ausente, pues su esencia es ser carencia. Se deduce de esto que Lacan sugiere un paralelismo entre la vagina inexistente, por irrepresentable, con el vacío de significado que asigna al significante. Pero como ya sabemos, el significante no se encuentra vacío, sino lleno de falta, y es esa falta la que termina equiparándose a la vagina: “El objeto imaginario del falo -al cual se dirige el deseo de la madre- permanece siempre en cierto modo enigmático, indefinido y ‘velado’” (Hook, 2006, p. 71)30.

No es esta la interpretación de la vagina que propicia el espéculo. Lacan siempre verá la carta como la consecuencia del significante fálico, ya que no está donde le corresponde, falta en su lugar. El psicoanalista lacaniano, otro detective como Dupin, tiene también los ojos velados, lleva unos anteojos tintados que le permiten ver la falta que va buscando:

Así la carta robada, como un inmenso cuerpo de mujer, se ostenta en el espacio del gabinete del Ministro cuando entra Dupin. Pero así espera él ya encontrarla, y no necesita ya, con sus ojos velados de verdes anteojos, sino desnudar ese gran cuerpo (Lacan, 2003, p. 29)31.

Para Lacan el cuadro de Masson cumpliría una función evolucionada de aquella cortina verde que cubrió inicialmente El origen del mundo. Lo oculta mostrándolo y lo muestra ocultándolo, como el velo transparente sobre el pubis de Lucrecia pintado por Lucas Cranach el Viejo. Sutil velo que muestra el sexo femenino solamente porque lo cubre. El problema de Lacan sigue siendo la representación de la falta, lo cual intenta solucionar con la noción del velo, como puede apreciarse:

El problema para Lacan es cómo representamos simbólicamente la ‘falta’ -algo que por definición no está ahí-. Su solución es la idea del ‘velo’. La presencia del velo sugiere que hay un objeto detrás de él, el cual cubre el velo, aunque esto es solo una presuposición por parte del sujeto. De esta manera, el velo permite la perpetuación de la idea de que el objeto existe. Así, niños y niñas pueden tener relación con el falo en base a que este siempre permanece velado y fuera de su alcance (Homer, 2005, p. 57)32.

Lacan vela la entrada de la mujer en lo simbólico, tapona la abertura a lo real abriéndola mediante la barra que separa goce y saber. Obstruye el orificio femenino, agujero deseante del que todo parte (origen del mundo). Origen no originario, sin falta, situado en el espacio en blanco del trazo único, pues ya el taoísmo planteaba el regreso al origen como vuelta a la madre, aunque Lacan lo viese como la entrada a un inescrutable continente33. Adviértase que en la teoría lacaniana no hay más origen que la castración, efecto atribuido al velo. En el Seminario VIII: “La transferencia” (1960), Lacan explicaba la castración valiéndose de una fotografía del cuadro Psique sorprendiendo a Cupido de Jacopo Zucchi y de un boceto de dicha pintura realizado expresamente por Masson. La imagen encarna la paradoja del complejo de castración: en medio de la noche, Psique sorprende a su amante con una antorcha que ilumina la búsqueda del objeto de deseo perdido. Psique desea saber el goce. Así, aparece mirando directamente el sexo ausente de Cupido, que el pintor ha ocultado a la vista del espectador con un jarrón de flores. Lacan remarca que debajo del florero, el artista no representó ningún pene preexistente. Sin embargo, esta observación no hace sino reforzar la existencia de un vacío fálico, lleno de falta. Resulta un fetiche velado que existe solo porque es inalcanzable, sirviendo para instaurar la castración y el cumplimiento edípico. “Lacan insistía en que el falo cumple su rol simbólico en sociedad solo cuando está velado. Solo en tanto que velado es el falo el significante de su propia ausencia, su propia castración” (Levine, 2008, p. 62)34.

En este sentido, le ocurrirá a Lacan como a Barthes en su libro S/Z (1970), que dedica a la novela de Balzac Sarrasine. En esta historia, arguye Barthes, los espacios de escritura vacíos son signo de la falta de Zambinella, el castrado protagonista que encarna a una diva de la ópera, cuya verdadera identidad, marcada por la falta, ignora su enamorado. Huecos que componen un relato de carencia35. Puntos suspensivos que en lugar de trazar la letra a de goce, entre el seno materno y la boca del bebé, escriben una Z como letra de mutilación y barra de separación significante reinscrita en el dilema del juego identificativo:

Sarrasine recibe la Z zambinelliana según su verdadera naturaleza: la herida de la carencia. […] Por eso, la barra (/) que opone la S de SarraSine a la Z de Zambinella tiene una función pánica: es la barra de la censura, la superficie especular, del muro de la alucinación, el filo de la antítesis, la abstracción del límite, la oblicuidad del significante, el índice del paradigma y, por tanto, del sentido (Barthes, 2004, p. 89).

En esta obra, Barthes se vale asimismo del recurso al velo tratando de justificar el significante y la ausencia del objeto de deseo que impone la castración36. Sin embargo, el velo no es un elemento meramente simbólico al servicio de la falta, como pensaba Lacan, sino más bien el agujero productor de deseo que une los litorales. Con lo cual, la verdadera batalla del goce es escópica (Lacan, 2005, p. 81) y no solo especular; batalla que se libra en la dialéctica del desvelamiento-ocultamiento. Por eso mismo, si el psicoanálisis decía que la mujer no tiene nada que perder, es porque tampoco tendría nada que mostrar, nada que exhibir, nada que dar a ver. Se presenta como una falta constitutiva. Solo puede darse a ver como nada. Como el no-pene que Psique busca en Cupido37. La teoría lacaniana reterritorializa así el deseo de la mujer y su regreso vaginal. Una denuncia parecida podría hallarse en la artista Doris Hakim con su obra The Palimpsest of Love (2019) en la que el cuadro de Courbet se muestra como una especie de block mágico, cubierto por capas de escritura con frases semitransparentes, correspondientes a versículos de los libros sagrados de los tres monoteísmos. Nuevamente, surcos del semblante que superponen a la vagina la escritura de la ley simbólica del Nombre del Padre. Aquello que el psicoanálisis llamó logogrifo, profundo misterio que solo tapado tiene acceso a la representación, descubre su poder subversivo precisamente en su cualidad de no-representable y no porque se le niegue el lenguaje, sino porque se resiste a hablar esa lengua, se resiste a la representación de lo mismo, a decir siempre el mismo deseo. Habla la lengua de la madre, del primer cuerpo a cuerpo, que deja huella por vía del goce (Soler, 2006, p. 139). Lacan acuñó el término lalengua (lalangue) para referirse a esta lengua inconsciente que no cede ante la organización simbólica del lenguaje38. A este respecto, que no sea significante no quiere decir que no tenga sentido: “Lalengua es algo que se mama, es la parte materna y gozosa de la lengua. Lalengua permanece íntimamente ligada al cuerpo, por lo tanto, eminentemente cargada de sentido. Lalengua es una lengua de sentido, plena de sentido” (Nasio, 1998, p. 68).

En la libre versión del cuadro de Courbet realizada por Masson se rastrean ya presencias de esta resistencia. Su técnica, antes descrita, adopta la apariencia de una pintura textual conocida como semiografía. Curiosamente fue Barthes quien acuñó este término en el texto Sémiographie d’André Masson para el catálogo de una exposición en la galería Jacques Davidson en Tours, en 1973. Asimismo, es relevante que Masson acometiese la realización de semiogramas mayormente durante su “período asiático” (que Barthes denomina también “textual”). El propio Barthes vislumbra en estas creaciones de Masson la presencia de la pincelada única como regreso al origen indiferenciado: “El trabajo de Masson durante este período […] engloba[r] simultáneamente origen y presente perpetuos de todo trazado: no hay más que una única práctica, que se hace extensiva a cualquier funcionalización, y que es el grafismo indiferenciado” (Barthes, 1986, p. 159). En este contexto, no se pase por alto tampoco el gusto de André Masson por el budismo Zen y, especialmente, su interés en la pintura como acto de escritura, gracias al cual rescata el vacío sin carencia de los espacios en blanco que veíamos en la pintura china:

En una pintura mediocre las formas están separadas por intervalos muertos, y los espacios en blanco son espacios negativos. Pero cuando un cuadro está cargado de qi, hay intercambios de corriente entre las formas; su interacción hace vibrar el vacío. […] André Masson aportó lo que quizá sea una de las mejores descripciones del papel del qi, sin ninguna alusión a la pintura china: “Una gran pintura es una pintura en la que los intervalos están cargados con tanta energía como las figuras que los circunscriben” (Leys, 2016, p. 389).

Además, las semiografías de Masson, como insiste Barthes (1986), demuestran que la verdad de la escritura reside “en la mano que se apoya, traza y se mueve, es decir, en el cuerpo que late (que goza)” (p. 159). Estas semiografías entablan así un vínculo directo con la pincelada única de Shitao en tanto escritura de goce, y al igual que la escritura oriental antes analizada, se caracterizan por ser “ilegibles”, también en la expresión de Barthes. Esta forma plástica, más bien caligráfica, que empleó Masson para ocultar el lienzo de Courbet, reúne, por tanto, lo pictórico y lo escritural componiendo imágenes ideográficas que son excedentes de su propia función; vacías sin carencia, a diferencia del litter que era un desperdicio del deseo fálico. Recuérdese que, en la escritura, para Lacan, la letra estaba en lo real y el significante en lo simbólico. Llegados aquí, se entienden los aspectos por los cuales Lacan consideró a Masson un calígrafo contemporáneo, pero también se comprende, sobre todo, que su escritura pictórica (o pintura textual) tiene implicaciones que van mucho más allá de los planteamientos de Lacan. Esta es, finalmente, la caligrafía de Masson, libre de la deuda lacaniana.

6. Nota conclusiva

Si Lacan apartó la vagina como origen no solo de la vista, sino también del lenguaje, cabe concluir que para el analista el sexo femenino desemboca en un vacío como ceguera, consistente en no ver lo evidente, pero sobre todo, en considerar que la vagina es equivalente a la ausencia del falo. “Ahora bien, ¿y si el ‘objeto’ se pusiera a hablar? Esto es, también a ‘ver’, etc. ¿Qué desagregación del ‘sujeto’ se anunciaría con ello?” (Irigaray, 2007, p. 121). Ver es hablar. La batalla por la representación escópica va de la mano de un replanteamiento del inconsciente como lenguaje. Si la mujer no tenía nada que dar a ver, es porque no tenía nada que decir. Este dilema implicaba un conflicto de lenguaje: urge, pues, comprobar quién y de qué habla. De qué goce habla, qué goce escribe. Si acaso sigue hablando del deseo de lo mismo. Al contrario, el objetivo del espéculo, como se ha intentado mostrar, consiste en implementar para el goce femenino una representación más allá de la representación y un lenguaje ajeno al significante amo. La mujer nunca hablará fálicamente. Siguiendo a Irigaray, el goce femenino debe poder hablar de sí mismo sin pasar necesariamente por el imaginario fálico. En esa medida, siempre hay en la mujer algo que goza más allá del falo; la promesa de otra economía deseante.

Convencido de que el sexo femenino es la falta significada por lo simbólico, Lacan encuentra que la mujer es del orden de lo imposible; que, sencillamente, “la mujer no existe”. Contra esta idea, hemos propuesto una noción distinta de goce, y por ende, de trazo, de lo real. Una idea diferente de lo vacío, que no esté lleno de falta. En esta línea, hemos explorado también otra idea de origen para no hacer de la falta el vacío esencial. Pues no hay origen que falte. Volver al origen es escribir el deseo sin falta. Sobre todo, se ha intentado exponer que, en contra de lo afirmado por Lacan, sí hay un significante que se significa a sí mismo: el significante primordial. De modo que en la teoría lacaniana la falta es originaria y no el resultado de la relación de a dos en la cadena de significantes. Con lo cual, el Otro no debería conceptualizarse por identificación asimilativa de la falta que impone la castración (tampoco por reflejo especular). El trazo inicial -el trazo único- da lugar a una deriva errante de trazos, pero estos no son la cadena de significantes, sino espacios en blanco que producen un universo de sentido múltiple. Por tanto, tampoco consiste en una escritura automática que, como el psicoanálisis, juegue a desvelar el contenido oculto del inconsciente, sino que se trata más bien de una semiografía. En suma, estas páginas han procurado evidenciar que la carencia está implícita en lo simbólico, encubierta en el interior de la autonomía del significante, y así han intentado contribuir a desocultar el gran pacto de silencio del psicoanálisis: la ausencia de reflexión sobre una falta de la cual habla siempre el lenguaje analítico, aunque sin hablar de ella, como la carta de Poe o el cuadro que Lacan nunca mencionaba y siempre silenciaba. Se ha pretendido aquí, en definitiva, exponer una alternativa a la falta para trazar el goce.

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Notas

1 “Lo que es importante en este punto es que el niño se identifica con esta imagen del espejo. La imagen es él/ella. […] Al mismo tiempo, sin embargo, la imagen es alienante en el sentido de que llega a confundirse con el yo [self]. La imagen, de hecho, llega a tomar el lugar del yo [self]. […] Para Lacan, el ego emerge en este momento de alienación y fascinación con la propia imagen. El ego es formado por, y a la vez, toma forma a partir de las propiedades organizadoras y constitutivas de la imagen. El ego es el efecto de las imágenes; es, en breve, una función imaginaria” (Homer, 2005, p. 25). La traducción es mía.
2 “El deseo y el inconsciente se fundan en el reconocimiento de una falta fundamental: la ausencia del falo. El deseo, por tanto, es siempre la manifestación de algo que está faltando en el sujeto y en el Otro –el orden simbólico–” (Homer, 2005, p. 72). La traducción es mía.
3 “Siendo así, ¿a título de qué privilegio denominamos a este significante falo? ¿Por qué elegir precisamente una referencia al sexo masculino? ¿Por qué ‘falo’? La respuesta a esta pregunta reside en la primacía que el psicoanálisis otorga a la prueba de la castración en el desarrollo de la sexualidad humana, prueba en la cual el falo es el pivot” (Nasio, 1998, pp. 39-40).
4 “Por medio de la represión primaria y la metáfora paterna, la mediación del lenguaje se impone al deseo. Más concretamente, es el significante paterno el que inaugura la alienación del deseo en el lenguaje. […] El deseo permanece para siempre insatisfecho porque hubo de convertirse en lenguaje” (Dor, 2004, p. 118). La traducción es mía.
5 “En esta perspectiva, se podría sospechar que el falo (el Falo) es la figura actual de un dios celoso de sus prerrogativas, que pretende, en cuanto tal, ser el sentido último de todo discurso, el patrón de la verdad y de la propiedad, en particular del sexo, el significante y/o el significado último de todo deseo, más allá de que, emblema y agente del sistema patriarcal, continuaría cubriendo el crédito del nombre del padre (del Padre)” (Irigaray, 1977, p. 62).
6 “Esta escritura, a la que llamamos cursiva, es una especie de atajo: fluye, abrevia y, a menos que la hayas estudiado, a la gente, en la actualidad, le resulta bastante difícil leerla. A menudo, su forma puede ser completamente irreconocible. De hecho, los garabatos so parecen más bien briznas de hierba que otra cosa” (Kerr y Sokol, 2019, p. 93).
7 “Hasta hay, además, un estilo de caligrafía (particularmente emocionante y creativa) que vuelve el texto original prácticamente ilegible para la mayoría de los observadores: la llamada escritura-hierba (cao shu) en su forma ‘loca’ (kuang cao) es una especie de taquigrafía desenfrenada, realizada en un frenesí de inspiración embriagadora. Sólo los que la practican y los especialistas pueden descifrarla, y sin embargo, incluso para el observador común, constituye uno de los estilos más espectaculares y atractivos. Su carácter ilegible no plantea ningún obstáculo para el gozo del público ordinario, porque (como acabamos de decir) este gozo no reside en una apreciación literaria de los contenidos, sino en una comunión imaginativa con la dinámica del manejo del pincel” (Leys, 2016, p. 336).
8 “El Trazo Único reúne la paradoja de ser lo más elemental técnicamente hablando y sugerir lo más complejo filosóficamente pensando. […] Estéticamente el trazo es considerado como el privilegiado canal a través del cual el ritmo espiritual se expresa y por lo tanto se presenta como el único intermediario capaz de transmitir la visión del espíritu en el universo de las formas, trazar ya es decir” (Fadón, 2006, p. 87).
9 “François Cheng, que hace revivir aquí su encuentro con Lacan, nos confirma que Lacan elaboró su teoría de la letra -especialmente en ‘Lituraterre’- desarrollada a partir de la teoría china de la pintura. La letra deja huella del goce imposible de escribir. Huella de lo vivo en el goce, la letra designa un borde, el ‘borde del agujero en el saber’. Entre centro y ausencia. A la ausencia, Lao-Tse la llama Vacío. De ella nacen el yin y el yang, y por eso subsiste entre ellos el Vacío-intermedio que reside en el corazón de todas las cosas” (Aubert et al., 2001, p. 14).
10 “Y después, en cuanto significante poderoso, el Trazo significa siempre más de lo que manifiesta; pues siendo una plenitud en sí, convoca la transformación que lleva en germen” (Aubert et al., 2001, p. 183).
11 “Para conseguir este resultado, en pintura y en caligrafía se aplica la pincelada con una carga de tinta que es deliberadamente insuficiente; de este modo, la marca de tinta queda estriada con ‘espacios en blanco’ que muestran la dinámica interna de la pincelada; esta técnica se denomina fei bai, que significa ‘blanco volante’” (Leys, 2016, p. 395).
12 “Las llamadas porciones ‘vacías’ del papel no deben considerarse como vacíos completos; estos espacios unen pincelada con pincelada, exhiben una armonía inherente a las pinceladas, y se inspiran en la irregular belleza del espacio entre las estrellas del cielo nocturno” (Brubaker, 2011, p. 257). La traducción es mía.
13 “El vínculo entre caligrafía y escritura poética parece directo y natural, pero el que existe entre poesía y pintura no lo es menos para un chino. En la tradición china, la pintura se llama wu-sheng-shi, ‘poesía silenciosa’, y ambas artes pertenecen a un mismo orden. […] Lo que une en primer lugar a la poesía y la pintura es precisamente la caligrafía. Y la manifestación más singnificativa de esta relación ternaria -que constituye la base de un arte completo- es la tradición que consiste en caligrafiar un poema en el espacio en blanco de una pintura” (Cheng, 2007b, p. 23).
14 “El ‘no-método’ (wu-fa) ilustra una aplicación directa de la no-acción (wu-wei), como se argumenta en el Tao Té Ching, a la pintura. Tal como aparece en el capítulo sesenta y tres del Tao Té Ching, que insta a ‘actuar sin acción’, es un recurso para evitar toda acción no natural, así también el método del no-método de Shih-t’ao aboga por la sola realización de lo que es natural” (Coleman, 1978, p. 48). La traducción es mía.
15 “Todo viene de la fase de indiferenciación, y todo retorna a ella. La virtud de la insipidez consiste precisamente en hacer que coincida nuestro espíritu con este estado más fundamental de las cosas: en la medida en que ningún sabor nos atrae más que otro, ni está privilegiado respecto a otro, mantenemos la balanza ‘equilibrada’ entre todas las virtualidades (sentido de qi) […]” (Jullien, 1998, p. 35).
16 “[Lacan se refería a] un modo específico de goce que atribuía al ‘sujeto japonés’ por el hecho de la existencia de un funcionamiento caligráfico de su escritura. E ilustraba con un simple trazo horizontal la pureza de esa caligrafía, imposible de alcanzar, según él, por un sujeto occidental. Esa función de la letra, la teorizaba bajo el nombre de litoral, y la situaba entre saber y goce” (Roudinesco, 1995, p. 516).
17 “Para los europeos, el ‘yo’ es una entidad a priori que trasciende todas las circunstancias: todo empieza por ‘yo’, incluso si, como dice Pascal, ‘el yo es odioso’. No es así en japonés […]. El ‘yo’ se define en función de la circunstancia por su relación con el otro: su validez es ocasional, al contrario de lo que ocurre en las lenguas europeas, donde la identidad se afirma con independencia de la situación. Precisando, Augustin Berque cita una fórmula del lingüista japonés Takao Suzuki: ‘El yo de los japoneses se encuentra en un estado de indefinición, diríase de ausencia de coordenadas, en tanto que un objeto particular o un interlocutor concreto no aparezca y el locutor no pueda determinar su naturaleza exacta’. Privilegiando, para destacarla, esta característica, Augustin Berque señala que Alexis Rygaloff define el japonés, al igual por otra parte que el chino, como una lengua ‘lococéntrica’” (Nakagawa, 2008, pp. 25-26).
18 La traducción es mía.
19 En otras palabras, esta asimetría significa que la niña no es capaz de identificarse simbólicamente con la madre, y que tiene que ‘tomar la imagen del otro sexo como la base para su identificación (simbólica)’. Ella no puede asumir su sexo a nivel simbólico de una forma directa […]. El hecho de [es] que la vagina como órgano real no pueda ser directamente simbolizado –debido al hecho de que en el caso de la mujer ‘lo simbólico carece de material’ […]” (Chiesa, 2007, p. 84). La traducción es mía.
20 “Pero en cuanto a su propio deseo, ella encuentra su significante en el cuerpo de aquél -que se entiende que lo tiene- a quien se dirige su demanda de amor. Sin duda, no debemos olvidar que el órgano que está revestido de esta función significante, adquiere valor de fetiche” (Lacan, como se citó en Irigaray, 1977, p. 58).
21 En el texto “Cosi fan tutti”, Irigaray da la réplica al Seminario XX: “Encore” (1972-1973): “[Lacan:] ‘No existe la mujer más que excluida por la naturaleza de las cosas, que es la naturaleza de las palabras, y es necesario decir que, si hay algo de lo que se quejan bastante por el momento, es justamente de eso -simplemente no saben lo que dicen- ésa es toda la diferencia entre ellas y yo’. Helo aquí claramente enunciado. Las mujeres se encuentran en posición de exclusión. Es de lo que se pueden quejar… Pero es su discurso, en tanto que hace la ley -¿‘es esa toda la diferencia entre ellas y yo’?-, el que puede saber qué sucede con esta exclusión” (Irigaray, 1977, p. 86).
22 Irigaray comienza su Espéculo de la otra mujer citando la conferencia de Freud sobre la feminidad: “‘Damas y caballeros, […] El problema de la feminidad les preocupa porque son ustedes hombres. Para las mujeres que se encuentran entre ustedes, no constituye problema alguno, porque son ellas mismas el enigma del que nosotros hablamos’. Así, pues, se trataría de que ustedes, hombres, hablaran entre ustedes, hombres, de la mujer, que no puede estar interesada en la escucha o la producción de un discurso relativo al enigma, al logogrifo, que representa para ustedes” (Irigaray, 2007, p. 7).
23 “Jugar a la mímesis es entonces, para una mujer, tratar de reencontrar el lugar de su explotación por parte del discurso, sin dejarse reducir simplemente a ella. Es volver a someterse -de lado de lo ‘sensible’, de la ‘materia’…- a las ‘ideas’, en particular acerca de ella misma, elaboradas en/por una lógica masculina, pero para hacer ‘aparecer’, por un efecto de repetición lúdica, lo que debía permanecer oculto: el recubrimiento de una posible operación de lo femenino en el lenguaje. Es también ‘desvelar’ el hecho de que, si las mujeres imitan tan bien, es porque no se reabsorben simplemente en esta función. Siguen estando también en otro lugar: otra insistencia de ‘materia’, pero también de ‘goce’” (Irigaray, 1977, p. 72).
24 La traducción es mía.
25 “De este modo, lo que desean [las mujeres] no es precisamente nada, y al mismo tiempo todo. Siempre más y otra cosa que este uno -un sexo, por ejemplo- que les dan, que les prestan. Lo que es frecuentemente interpretado, y temido, como una suerte de hambre insaciable, una voracidad que los va a engullir enteros. En tanto que se trata sobre todo de otra economía, que desvía la linealidad de un proyecto, que mina el objeto-fin de un deseo, que hace explotar la polarización en un solo goce, que perturba la fidelidad a un solo discurso…” (Irigaray, 1977, p. 28).
26 “Por este hecho, todo lo que concierne a las zonas erógenas de la mujer no tiene el más mínimo interés para el psicoanalista: [Lacan:] ‘Entonces a este goce se le llama como se puede, vaginal, se habla del polo posterior del cuello del útero y de otras estupideces, viene al caso decirlo’. La geografía del placer femenino no merece ser escuchada. Las mujeres no merecen que se las escuche, sobre todo cuando intentan hablar de su placer: ‘no saben lo que dicen’ […]. Ni siquiera se plantea la cuestión de saber si, en su lógica, ellas pueden articular algo, sea lo que fuere, o ser entendidas. Esto supondría aceptar que puede haber otra lógica que perturbaría la suya. Es decir, que cuestionaría el dominio” (Irigaray, 1977, p. 88).
27 Además, el propio Lacan tuvo contacto estrecho con los surrealistas, llegando a publicar varios textos en la revista Minotauro. Compartía intereses clínicos y formación médica con el fundador del movimiento, André Breton, sin olvidar la impronta de la escritura automática y la imagen paranoico-crítica aplicada al significante en la tesis doctoral de Lacan (Constantinidou, 2012).
28 “Por increíble que resulte, nunca mencionó El origen del mundo en ningún texto o seminario. No podemos hacer otra cosa que leer su obra entre líneas para intentar descubrir una alusión aquí o allá, pues algunos textos dejan entrever el cuadro solapadamente” (Savatier, 2009, p. 207).
29 “¿Qué puede materializar para nosotros, de la manera más precisa, esta relación de interposición que hace que lo que se pretende se encuentre más allá de lo que se presenta? Se trata del velo, de la cortina, una de las imágenes fundamentales de la relación humana en el mundo. El velo, la cortina delante de algo, es lo que mejor permite imaginar la situación fundamental del amor. También puede decirse que, con la presencia de la cortina, lo que está más allá como carencia tiende a realizarse como imagen. Sobre el velo se pinta la ausencia, esta es la función de cualquier tipo de cortina. La cortina adquiere su valor, su ser y su consistencia precisamente por ser aquello sobre lo que se proyecta y se imagina la ausencia. La cortina es, por así decir, el ídolo de la ausencia. […] Este es el sujeto y este el objeto, y más allá la nada, o el falo en tanto que carencia en la mujer. Pero cuando se coloca una cortina, se puede pintar algo sobre ella que diga: el objeto está más allá. […] Sobre el velo se puede imaginar, o lo que es lo mismo instaurar, como captura imaginativa y lugar del deseo, la relación con el más allá, que es fundamental para la instauración de la relación simbólica” (Lacan, como se citó en Savatier, 2009, p. 210).
30 La traducción es mía.
31 El énfasis es mío.
32 La traducción es mía.
33 “En el taoísmo, la realización del yo [self-realization] significa un retorno, retornar a la propia infancia y a la ‘entrada femenina’ [female gate]: la fuerza vital del valle nunca muere –así se llama el oscuro femenino. La puerta de acceso [gateway] a lo oscuro femenino –así se llama la raíz del mundo” (Jinli, 2011, p. 158). La traducción es mía.
34 La traducción es mía.
35 “Por ejemplo en Sarrasine, en un lugar que se sitúa en la primera mitad del cuento, el narrador, que conoce el secreto de la historia que cuenta -que Zambinella, de la que está enamorado el escultor Sarrasine, no es más que un castrado-, se niega a hacer conocer su secreto. A la joven que le pregunta quién es tal anciano, que en realidad es el castrado envejecido, le contesta: ‘Es un…’ Los tres puntos suspensivos esconden la palabra ‘castrado’ para el que conoce el final del cuento. […] Si en Sarrasine, Balzac pone tres puntos suspensivos en lugar de la palabra ‘castrado’, es por dos razones inextricables. La primera pertenece al orden simbólico: hay un tabú que pesa sobre la palabra ‘castrado’. La segunda pertenece al orden operatorio: si en ese lugar el autor hubiera escrito la palabra ‘castrado’, sería el final, todo el relato se detendría” (Barthes, 2005, p. 93).
36 “[…] el escultor arranca a la Zambinella sus velos para alcanzar aquello que cree es la verdad de su cuerpo; por su parte, el sujeto de Sarrasine, a través de los repetidos engaños, se dirige fatalmente hacia el estado verdadero del castrado, el vacío que hace las veces de centro. […] detrás de la tela imaginada por Frenhofer no hay otra cosa que su superficie, la confusión de líneas, la escritura abstracta, indescifrable, la obra maestra desconocida (incognoscible) a la que llega el pintor genial y que es la señal misma de su muerte; debajo de la Zambinella (y por lo tanto en el interior de su estatua), está la nada de la castración, de la que morirá Sarrasine después de haber destruido en la estatua ilusoria al testigo de su fracaso: no es posible autentificar la envoltura de las cosas, detener el movimiento dilatorio del significante” (Barthes, 2004, pp. 102-103).
37 “Ahora bien, la chiquilla, la mujer, no tendría nada que enseñar. Expondría, exhibiría la posibilidad de un nada que ver. En todo caso una nada de forma-pene, o que pudiera sustituir al pene, que mirar. […] La “castración” para la mujer consistiría en no tener nada que enseñar, en no tener nada. […] Nada que ver equivale a no tener nada. De ser, de verdad(Irigaray, 2007, p. 39).
38Lalangue evoca el habla que es transmitida antes del lenguaje sintácticamente estructurado. Lacan dice que lalangue, como palabra, significa la lengua madre: en otras palabras, las primeras cosas oídas, en paralelo a las primeras formas del cuidado corporal […]. A diferencia de lo Simbólico, lalangue no es, por tanto, un cuerpo constituido, sino una multiplicidad de diferencias que no han tomado forma” (Soler, 2014, p. 26). La traducción es mía.
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