Revista humanidades

Julio-Diciembre, 2015 ▪ Volumen 5, número 2 ▪ ISSN 2215-3934

DOI: http://dx.doi.org/10.15517/h.v5i2.21214

 

 

Rafael Gustavo Miranda Delgado

Doctor en Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Universidad Ricardo Palma,

Lima-Perú. Profesor en la Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela

 

Correo electrónico: rafaelgustavomd@hotmail.com

 

 

 

 

Lo político de la cultura. La de/colonialidad y la interculturalidad de lo nacional en la América Andina

 

 

 

 

Resumen

 

Este artículo pretende ubicarse en los entrelazamientos de lo político y las expresiones culturales, donde sus fronteras se difuminan en una compleja e irreducible realidad. Se busca hacer evidente la relación entre política y cultura, entendiendo a esta última, desde una perspectiva crítica y antropológica, como un espacio problemático, de luchas y tensiones. Para esto, se analizan los procesos de de/colonialidad de lo nacional e interculturalidad en la América Andina. 

 

Palabras claves:

 

 

 

The politic of the culture. The de/colonialism and interculturalism of the national in the Andean America

 

 

Abstract

 

This article seeks to locate in the intertwining of the political and cultural expressions, where their boundaries are blurred in a complex and irreducible reality. It seeks to make evident the relationship between politics and culture, understanding this, from a critical and anthropological perspective as a problematic space, struggles and intentions. For this, we analyze the processes de/colonialism of nation and intericulturalism in the Andean America.

 

Keywords: Politics, culture, de/colonialism, interculturalism, Andean America.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Si fuese europeo sería inglés y hablaría sobre Shakespeare, Wilde y otros.

O sería francés y hablaría sobre Montaigne, Voltaire, Valéry y otros.

O sería alemán y hablaría sobre Goethe, Schiller o Mann.

Pero como soy latinoamericano, hablo de todos ellos”

 

Jorge Luis Borges

 

 

 

 

Introducción

 

Este trabajo pretende ubicarse en los entrelazamientos de lo político y las expresiones culturales, donde sus fronteras se difuminan en una compleja e irreducible realidad. Para eso, el artículo se estructura en tres partes: 1) se reflexiona brevemente sobre la relación entre política y cultura; 2) se analizan los procesos de Colonialidad y De/colonialidad barroca en la América Andina; y finalmente, 3) se caracterizan las expresiones interculturales contemporáneas en la América Andina.

 

Lo político de la cultura

 

Como señala Zizek, la política propiamente dicha tiene su origen y está permanentemente relacionada con la tensión entre el cuerpo social estructurado y la parte, de la no-parte, que desestabiliza, cuestiona y desarma el orden establecido, a cuenta del principio vacío de la universalidad. Este actor cuestionador, que Étienne Balibar denominó el singulier universal, marginado o subordinado al cuerpo social estructurado, demanda y emerge como un participante en el diálogo político y en el ejercicio de poder, lo que es entendido, en mayor o menor medida, desde los distintos marcos metafóricos que dan cuenta del proceso político, como fuerzas en disputas por el poder y la legitimidad (2001, pp. 173-179).

 

La política, afirma Bauman, va más allá de lo relacionado con el ejercicio del poder; esta no está determinada de antemano, sino que se trata de un esfuerzo efectivo y práctico que busca criticar y cuestionar las instituciones y significaciones humanas que pretenden una validez de facto (1999, p. 93). Por esto, entendemos que nuestro análisis debe partir de este punto esencial indicado, que es donde se encuentran y se confunden la política y la cultura. Esta relación es la premisa fundamental para desnaturalizar las matrices de dominación-subordinación que se encuentran detrás de las algunas nociones y expresiones de cultura.

 

La cultura entendida como universalidad y patrimonio común, da paso a concepciones como la de cultura nacional, que tienden (y en algunos casos pretenden) monoculturizar, homogeneizar e invisibilizar las tensiones entre las diferentes cosmovisiones que se pueden plantear dentro de lo nacional, es decir, es un acto político administrado desde arriba. En palabras de Horkheimer y Adorno, “el denominador común –cultura– contiene ya virtualmente la captación, la catalogación y clasificación que entrega a la cultura en manos de la administración” (1998, p. 176).

 

Así pues, podemos entender a las culturas como construcciones políticas, diálogos jerarquizados y problemáticos, además, como lugares de tensiones atravesados por conflictividades, marginalización y desigualdades entre los actores que constituyen el cuerpo social. La cultura, entonces, entendida desde una perspectiva crítica, se observa como un acto político, un campo de lucha y de disputa por el poder, donde la conceptualización de lo cultural no es declarativo ni estático, sino un programa de trabajo que visibiliza la diversidad, despierta los olvidos inducidos y privilegia la acción local como impulsadora de los procesos transformadores.

 

Colonialidad y de/colonialidad barroca de lo nacional

 

El proceso de colonialidad de la América Andina, entendido este como el espacio simbólico y cognitivo donde se construyen sus identidades étnicas, es uno de los más claros ejemplos del uso de la cultura como instrumento de poder. En ese sentido, la identidad racial de la población y su institucionalización de valor cultural, fue la base para la clasificación poblacional, atravesando esta, todos los ámbitos de la vida social. Se construyen, de esa forma, estructuras de escisiones acumulativas que han marcado una continuidad histórica hasta nuestros días.

 

Lo que Quijano (1999 y 2004) ha denominado como la colonialidad del poder, donde unos se miran naturalmente superiores a otros por su división identitaria racializada, dio inicio a la organización total del espacio y del tiempo en el metarrelato universal eurocentrado,1 que tuvo en la América Andina al europeo o europeizado, blanco y masculino, en el peldaño más alto de la división identitaria racial. Los chimús, chibechas, incas, aymaras y otros, desde ese punto en adelante indios, y los ashantis, yorubas, congos, bacongos, zulus y otros, desde ese momento en adelante negros, se ubican en lo más bajo de dicha división.

 

Este último grupo queda relegado a una identidad impuesta, homogénea y negativa, que buscaba olvidar las particularidades históricas, geográficas, socioculturales y lingüísticas de sus memorias e imaginarios. A ellos se les niega su contemporaneidad, en palabras de Johannes Fabián: la negación de la simultaneidad, y son despojados de su lugar en la historia de la producción de expresiones culturales.

 

Se configura, así, la primera geocultura de lo moderno/colonial, como un proceso de mestizaje o lo que Bolívar Echeverría (1998) denominaría codigofagia. Esta buscaba ocultar la reproducción de estas contradicciones diacrónicas que reproducen las matrices de dominación-subordinación, donde la ambigüedad fundacional de lo nacional es sistemáticamente transversada por rupturas que lo cuestionan.

 

Aquí, a pesar de los diferentes contextos, se encuentran rasgos de lo que Foucault (2005, p. 59) caracteriza como espacio biopolítico, donde el poder político y el poder en general, llegan hasta los cuerpos, trabajan, modifican y dirigen los gestos, las palabras, las maneras, los comportamientos y los hábitos: la producción total de la vida social misma. Aquí se superpone y se invierten recíprocamente lo cultural y lo político.  

 

Así las cosas, hablar de diversidad cultural de la América Andina, es hablar de una historia de violencia, de olvidos inducidos, de voces silenciadas y de luchas contra el discurso homogeneizador. Discurso que más tarde buscaría surgir como metarrelato invisibilizador de los conflictos y de las tensiones dentro de los Estados, es decir, constructor de una nación.

La idea moderna de nación tiene un doble origen que da lugar a una antinomia, esta, a su vez, atraviesa todo el pensamiento occidental. Por un lado, surge la noción de Herder del Volksgeist, o espíritu del pueblo, que concibe a las naciones como totalidades orgánicas, singulares, discretas y organizadas jerárquicamente en su interior; por otro lado, la ilustración, donde se concibe a la nación desde una perspectiva artificial que se basa en un vínculo contractual. Se define, de esa forma, un contexto democrático, en donde la nación tendería a fusionarse con el pasar del tiempo en una única comunidad fundada sobre los principios universales de la razón (Palti, 2002, p. 29).

 

En el caso de la América Andina, se puede afirmar que somos herederos de una concepción de la nación con raíces en la ilustración, donde los Estados modernos crearon la nación y no al contrario. Estas naciones, además, fueron construidas sobre procesos materiales objetivos de la mayoría o, en su defecto, impuestos; entre estos la lengua, la religión y la geografía. Se trata de un pasado común y articulado, con una manifestación de voluntad en una conciencia subjetiva artificial y que cuarta la libertad del individuo, pretendiendo una ficción de homogeneidad cultural nacional. Es el no-indio el que incorpora al indígena, el que lo invita a formar parte de la unidad, pero no unidad en la diversidad, sino en un deglutir, en una subordinación, donde el indio deja de serlo y ya no puede expresarse como tal. 

 

Como señala Palti (2002), siguiendo las ideas de Lord Acton, se pueden distinguir dos tipos de patriotismos opuestos entre sí. Uno relacionado con la nacionalidad, es decir, la nación ficticia; y otro relacionado con el Estado, que corresponde a la nación moral. Estas dos formas de patriotismo se refuerzan mutuamente, ya que la nación sin el Estado sería solo una construcción mental y potencialmente divisoria; y el Estado, sin la nación, conduciría solamente al despotismo.

 

Para Renan, la construcción del Estado-nación pasa por el error histórico, el olvido y por olvidar lo que se olvidó, para invisibilizar las tensiones y contradicciones de su fundación y superar dinámicamente lo que él llama el plebiscito diario de la identidad nacional. Es precisamente en este momento donde se manifiesta el auténtico sujeto nacional, ya que el haber olvidado que se olvidaron las antinomias del pasado, es decir, el deber olvidar, implica una decisión colectiva de formar uno de muchos, y se conjugan libertad y necesidad, subjetividad y objetividad, siendo el mecanismo espontáneo que constituye la identidad nacional.

 

Para esta construcción de lo nacional, es necesario el rescate de los hechos históricos recientes y remotos con carácter autocelebrativo de la historia nacional genealógica. En la América Andina, esto significó la legitimación de un poder interno que era la continuación, en la etapa republicana independiente, de las matrices de dominación–subordinación implantadas durante la Colonia.

 

En la América Andina, las minorías han llenado de concepto a lo indio y a lo negro, postulando un más allá de lo dado, sin negar lo nacional, sino como suplemento que desarticula el tiempo homogéneo de la narrativa nacional, la capacidad de articular y de la unisonancia que pretende lo nacional. Se traspasa, así, la matriz de exclusión que los marginó de la comunicación política en el espacio nacional. Es el reconstruir y relacionar de los pasados, especialmente desde abajo, haciéndolos históricos. El desarrollo de su latente historicidad. 

 

La crisis en el concepto de Estado, en la América Latina del siglo XIX, y del Estado-nación, en la actualidad, deja en evidencia el punto ciego de la narrativa nacional, revela la violencia originaria que le subyace y causa profundas conmociones políticas y sociales. Lo anterior hace inconcebible la nacionalidad desde una perspectiva genealógica en un Estado desintegrado; se plantea una relación conflictiva e inescindible entre Estado y nación.

 

Este doble exceso entre nación y Estado hace que estos permanezcan conceptualmente atados, a su vez, se imposibilita su coincidencia. La nación aporta el marco dentro del cual la voluntad puede articularse, y el Estado elimina el residuo facticida que impediría a la nación imaginarse como una comunidad. Como afirma Leford, si el concepto de nación adquiere un carácter genealógico respecto al Estado, es porque al fundarlo expresa un vacío inherente que permite establecerlo y amenaza permanentemente con fisurarlo (Palti, 2002, pp. 144-145).

 

Sin embargo, en la América Andina se presentan un conjunto de fenómenos cuestionadores que vienen a enriquecer lo nacional (o pluri-nacional). Estos fenómenos son la de/colonialidad del poder y la interculturalidad.

 

Existen múltiples mecanismos de colonialidad que producen y reproducen estas matrices de dominación, no solo a nivel nacional, sino también a nivel internacional; donde lo que podríamos denominar nuestra identidad macro, lo latinoamericano, queda inserta en las relaciones de poder Norte-Sur.2 No obstante, cuando observamos detenidamente en los intersticios, encontramos que en espacios etnográficos emergen expresiones que subvierten al poder impuesto, plantean intersubjetividades alternativas que cuestionan la naturalización del dominio y visibilizan el vacío de los conceptos homogeneizadores. En la América Andina ha tenido un carácter desmesurado y apasionado en contraposición a la mesura y racionalidad de la ética weberiana, es decir, una subjetividad barroca.

 

La subjetividad barroca, según Wolflin y Maravall, es contemporánea con los elementos que la integran, alejando así al evolucionismo modernista. Su temporalidad es la de la interrupción -que en verdad es suspensión-, esta provoca maravillamiento y novedad, además, suspende la forma, por lo que desemboca en la destrucción de la forma misma. Lo anterior se compara con el abordaje violento y terrible de las formas en Miguel Ángel, que solo encuentra expresión en lo informe, y con el éxtasis místico de Santa Teresa (o de Mariana de Jesús, la azucena de Quito) donde la más intensa representación religiosa se expresa en la imagen profana de la mujer en profundo goce orgásmico. Emergen, así, las rupturas en las continuidades aparentes que imprimen el carácter abierto e inacabado de la sociabilidad barroca, sugiere un proceso incompleto, un momento hacia la consumación (De Sousa, 2009, pp. 244-245).

 

El barroco emerge como un ethos subalterno al de la modernidad, un ethos como conciencia cultural, su subjetividad es lúdica y subversiva, privilegia los márgenes y la periferia, hay desproporción en sus fiestas, carnavalización de la práctica social y re-encantamiento del sentido común. Es reinventar la emancipación social y la sociabilidad caótica entre el vértigo y la inquietud, esto hace posible la descanonizacion y subversión de la práctica (De Sousa, 2009). La América altiva y apasionada, en su barroco, se apropió e hizo suya las imposiciones, transformándolas para sí. En esa transformación del otro, se confundieron entre dominados y dominantes.

 

Estas voces subalternas que hablan en un tono bajo, pero cuestionador, son articuladas en una sociología de la ausencia como alternativa antihegemónica. Estas otorgan un cosmopolitismo que deriva en una inteligibilidad mutua, identificando que es común y que une, además, provocan una autorreflexión comprometida a escribir una historia que no tiene lugar en la versión autorizada. Dichas voces, muchas veces enfrascadas por el ruido de los mandatos estatistas, rompen el monopolio historiográfico de la voz de mando de lo nacional que busca homogeneizar su discurso sobre la relación con el pasado.

 

De la misma forma, estas voces nos relatan historias que, por su complejidad, tienen poco que ver con el discurso estatista. Son opuestas a simplificaciones, interrumpen el libreto de la versión dominante, rompen su argumento y enmarañan su trama, cuestionan su coherencia y disuelven su linealidad en nudos y enredos, incluso, la cronología misma es sacrificada en el altar de un tiempo caprichoso. Lo anterior en busca de subvertir la jerarquización que privilegia un conjunto particular de contradicciones como principales o dominantes (Guha, 2002; De Sousa, 2009).

 

La interculturalidad de la América Andina

 

Las diversas crisis contemporáneas (económicas o de legitimidad de los metarrelatos homogeneizadores hegemónicos) potencian la irreverencia cuestionadora y la libertad de ideales. Se ha agotado y visibilizado el vacío del concepto nación en la América Andina, este ya no media más entre lo universal y lo particular, donde la marginalización en el espacio nacional y la libertad abstracta de lo universal hace que la identidad se reafirme en lo inmediato, en lo primordial y se plantee como conflictividad. En este contexto ha emergido una de las expresiones más significativas de de/colonialidad: la interculturalidad.

 

La interculturalidad es un proceso de larga duración y que surge de los intersticios. Esta encuentra su especificidad actual en la entrega de retórica por parte de la academia y la llegada a las esferas más altas de la política en Ecuador y Bolivia.

 

Posee, además, una genealogía y significado diferente de los términos multicultural y pluricultural,3 no es un hecho dado, sino que está por construirse. Es una insurgencia que no se conforma con el respeto y la tolerancia, sino que apunta a un proyecto epistémico, político, social y ético del constructo social, promueve el conflicto como generador de cambio, cuestiona el orden hegemónico y plantea un hecho concreto de de/colonización. De igual forma, interpela la genealogía de la exclusión y jerarquización, enfrenta a la biopolítica con una re-existencia de la vida, propone un diálogo de interpelación coherente con los intereses contrapuestos, es decir, ve a la cultura como lugar de luchas, sus sentidos y prácticas traspasan la esfera de lo político (Walsh, 2002 y 2010).

 

Lo indígena se ha convertido en lo contrademocrático por excelencia. Rosanvallon (2007) señala que el gran problema político de nuestro tiempo son las críticas que reciben los sistemas democráticos actuales. Hay una disociación entre legitimidad y gobernabilidad, las alternancias de las mayorías políticas aplazan, pero no resuelven las tensiones sociales.

 

A partir de estas críticas, surge la desconfianza que genera una contra democracia, que no es lo contrario de la democracia, sino que se contrapone a la democracia exclusivamente formal y se expresa principalmente como poder de control, de obstrucción y de enjuiciamiento por parte de los ciudadanos. La sociedad civil es más activa, demanda que sus intereses y opiniones sean tomados en cuenta más concreta y continuamente, y la actividad democrática desborda lo representativo- electoral. La contra democracia se manifiesta de manera permanente, es la vida inmediata de la democracia. 

 

El levantamiento Indígena Nacional en Ecuador y el llamado primer Bloqueo Nacional de Caminos en Bolivia en 1990, marcan la emergencia del movimiento indígena en la América Andina, reconfigurando las fuerzas sociales y políticas de sus respectivos países.

 

En Bolivia, los cocaleros de los Yungas y el Chapare, los aimaras del Altiplano, los ayllus de Potosí y Sucre y los pueblos indios del Este, con sus protestas y bloqueos de carreteras, han logrado anular o modificar medidas como la pretensión de redefinir la propiedad del agua para un posible pase a manos privadas y decretos presidenciales que imponían el cierre del mercado de coca. Se construyen, de esa forma, movimientos sociales que, si bien son de carácter regional o local, comparten el núcleo identitario indígena que cuestiona el rasgo resaltante del núcleo invariable del Estado boliviano durante 178 años: su monoetnicidad. Y es que en Bolivia grandes franjas de territorio y sectores de la población, mantienen valores colectivos distintos al del Estado boliviano, que convive con dos sistemas institucionales paralelos.

 

Las formas comunales prevalecen sobre las estatales, como en el Chapare, los Yungas, el Altiplano septentrional y el norte de Potosí, donde las subprefecturas y puestos de policía van desapareciendo y las lealtades se van desplazando hacia reivindicaciones etnonacionales de las masas indígenas. Así, el Estado va perdiendo su monopolio sobre el capital de reconocimiento, se evidencia, en palabras de Braudel, una crisis de la longue durée, generada por el agotamiento institucional e ideológico del Estado. En el Este, Santa Cruz, Beni y Tarija están los empresarios, en el Oeste, La Paz, Cochabamba, Potosí y Oruro los sectores indígenas, ambos queriendo dominar una administración estatal vacía en representación (García, 2006, pp.  67, 68 y 76).

 

En Ecuador, la virtual totalidad de las identidades o etnicidades indígenas han logrado aglutinarse en una organización común, entienden que la liberación de la colonialidad del poder no pasa por la eliminación de las otras identidades. Estos pueden compartir una autoridad política común, como el Estado, y plantean la des/colonialización del Estado en la institucionalización de uno nuevo, como condición necesaria para la democratización de esta organización política, logrando, entre otros objetivos, introducir reformas en sus cartas constitucionales.

 

Estas expresiones son síntomas de la necesidad de re-escribir el contrato social, además, constituyen un espacio informal de movilización, una des-limitación de lo social y cultural; la práctica de una subpolítica. En el intento de formalizar esta política informal, mediante concepciones de aquella a esta, se informaliza la propia política formal, lo que deriva necesariamente en la reformulación de la política en general, otorgándole, a través de este proceso, sustancialidad a lo político (Mires, 1994, pp.  94, 99 y 105).

 

El interculturalizar y plurinacionalizar de las constituciones4 boliviana y ecuatoriana, sirven como proceso de acción y lucha, para repensar y refundir las lógicas monocultural y uninacional, heredadas de la Colonia. La plurinacionalidad entendida no como división, sino como estructura más adecuada, es complemento de la interculturalidad. Las cartas políticas de Bolivia y Ecuador se centran en lo plurinacional y tienen, respectivamente, como ejes transversales los conceptos de vivir bien o suma qamaña y buen vivir o suma kawsay. Estas son ejes centrales en las visiones y prácticas sociales indígenas sobre la vida y plantean la de/colonización como razón crítica en la vida y para la vida (Walsh, 2002 y Walsh, 2010).

 

Sin embargo, se debe advertir el peligro de la exacerbación o instrumentalización de estas reivindicaciones con otros fines, ya que potenciarían un monologuismo que podría contradecir la perspectiva dialógica, haciendo de la identidad cultural una auto-descripción autogenerada, para así eximir a las auto-representaciones colectivas de cualquier cuestionamiento en la esfera pública. Lo anterior impediría la interacción social entre diferentes y fomentaría los enclaves de grupos y los separatismos, al igual que equipararía a la política del reconocimiento con la política de la identidad, alentando así a la reificación de las identidades de grupo (Fraser, 2000, p. 61).

 

Como señala Todorov, la cultura solo puede evolucionar a partir de los contactos interculturales (1988, p. 22). Estas dinámicas interculturales vienen a enriquecer lo nacional, a razonar pública y críticamente lo nacional y pluri-nacional, en este re-conocimiento, lo indio y lo no indio se re-encuentran en un espacio otro, de co-inclusión, de diálogo no jerarquizado. 

 

Por su parte, lo afro, o mejor dicho lo mulato, de las costas de la América Andina, tiene como principal espacio de intersubjetividad de/colonial las expresiones estéticas de la vida cotidiana. Como Zea (1976, p. 166) recupera de Deústua, es en el campo estético donde la libertad logra sus máximas creaciones, además, esta misma libertad actúa como creadora en el campo moral, dando a las sociedades normas propias.  

 

La música es un espacio privilegiado para entender esta afirmación. Como lo señalara el etnomusicólogo John Blacking, la música es la organización humana del sonido, y representa una de las principales formas de expresión de las relaciones entre los seres humanos y de estos con el mundo, incluso, no se conoce sociedad alguna que no tenga algún tipo de música (Quintero, 2004, p. 20).

 

La música polivocal, comenta Quintero (1998 y 2001), con extraordinarios niveles de elaboración en los siglos XVIII y XIX, se basó en los pilares de la racionalidad occidental, lo que denominó Bach: la escala bien temperada que ordenaba el universo sonoro. Esta, en su proceso racionalizador, según Finkelstein, liberó la expresión sonora de su ámbito comunal inmediato, otorgándole al oído la posibilidad de examinar racionalmente la relación entre sus componentes y las leyes que debían gobernar dichas posibilidades con una clara jerarquización de los instrumentos y distanciando a los músicos de su público. Se identificaba, entonces, con una manera particular de entender el mundo, de organización social y su racionalismo sistémico newtoniano, como una gran industria.

 

En contraste y transgrediendo las prácticas sonoras de la alta cultura europea, la música mulata5 quiebra las jerarquizaciones de los instrumentos, elimina la distancia entre músicos y público con el baile y el seguimiento de la clave. En el performance confunden lo emotivo y lo conceptual, lo elaborado-establecido y lo espontáneo, lo predecible y la sorpresa. De igual forma, celebran las improvisaciones, donde las individualidades no se diluyen en la colectividad, pero tienen sentido solo en términos de esta, y, en la expresión pre-discursiva del cuerpo, reflejan la historia de un mundo social constituyéndose nuevo.

 

Estas expresiones interculturales, críticas y autocríticas, constituyen un espacio nuevo de lo nacional y pluri-nacional, donde las identidades ya no se construyen intrínsecamente, unas separadas y opuesta a las otras, sino que es un re-conocer al otro en igualdad jerárquica, donde ya no hay espacios para la deshumanización del otro. 

 

Reflexiones finales

 

Los parroquialismos y sus diversos instrumentos con pretensiones homogeneizadoras en la América Andina, han naturalizado e invisivilizado una serie de lógicas de poder que coaptan las libertades dentro de un metarrelato hegemónico. Sin embargo, estos esfuerzos no han sido del todo exitosos, debido a las diversas expresiones que subvierten, cuestionan y desestabilizan la univocidad de cosmovisión que este metarrelato plantea, es decir, constituyen un horizonte de sentido otro.

 

Las expresiones que buscan un proceso de/colonial e intercultural deben buscar una articulación intersubjetiva que permita visibilizar las alternativas no-hegemónicas, no en una omisión o simple negación del actual metarrelato hegemónico identitario, sino en un desborde, en un dialogar con esta, ya no desde una posición de inferioridad, sino en un diálogo horizontal no jerarquizado. De lo contrario, solo sería un parroquialismo más. Por lo que la de/colonialidad y la interculturalidad son partes propiciadoras y consecuencia de este mundo otro nacional y plurinacional de la América Andina.    

 

 

 

Notas

 

1       La obra de Hegel y Said son paradigmáticas en este sentido. El Occidente existe en la medida que existe el no-Occidente, punto de partida de la historia universal. La construcción de la historia universal de Hegel y Said parte del parroquialismo europeo occidental, donde la historia, según ellos, va desde Oriente a Occidente, Asia es el principio,  aberrante, inferior, irracional, no-civilizado,  salvaje, incapaz de construir su alteridad y pseudo humano,  pero debido a la amenaza amarillo, las hordas mongoles y el fundamentalismo islámico  son peligroso por lo que se deben controlar mediante la guerra, ocupación, investigación científica o ayudar al desarrollo, y Europa Occidental el fin último, es humano, el lugar de la consumación de la trayectoria civilizadora de la humanidad, donde  se evidencia una superioridad histórica demostrada por la conquista y sometimiento de los demás pueblos del mundo, y América, carente de los dos grandes instrumentos del progreso, el hierro y el caballo, es débil e inmaduro, física y espiritualmente impotente, África no es parte de la historia universal, por lo que el Sur, África y América son por excelencia el lugar del buen salvaje, un recurso, que inspirado en esclavitud natural de Aristóteles y en la idea bíblica de sucesión de imperios, hay que dominarlos.  (Lander 1993, pp. 16, 17, 20 y 22). La promesa de la modernidad era el dominio de la naturaleza por el hombre, y el Sur era parte de la naturaleza.    

2     Esta lógica dicotómica ha sido ampliamente usada por fines metodológicos. La realidad es más compleja, dinámica y fluida. Aquí advertimos que Norte y Sur son usados metafóricamente para dar la imagen de la carga que estas voces contienen, que no necesariamente coincide con su especificidad geográfica por, entre otros fenómenos, la periferializacion del centro y la centralización del poder en la periferia que se reproducen a niveles continentales y dentro de los países.

3     Los términos multicultural y pluricultural son descriptivos y caracterizan la existencia de múltiples culturas, su tolerancia y respeto en un lugar específico. Lo multicultural es un relativismo cultural, que plantea un grupo de culturas que no se relacionan y se encuentran en un marco de una cultura dominante, promoviendo la administración de la conflictividad y el orden nacional; y lo pluricultural, refleja una convivencia de culturas en el mismo espacio, con sus realidades y particularidades. (Walsh 2010, p. 70)

4     Las constituciones contemporáneas de Bolivia y Ecuador son, en el sentido de Van Cort, multiculturales. Para Van Cott (2000) una constitución multicultural debe tener al menos tres de estos seis elementos: reconocimiento formal de la naturaleza multicultural de las sociedades y la existencia de pueblos indígenas como colectivos sub estatales distintos; reconocimiento de la ley consuetudinaria indígena como oficial y como derecho público; reconocimiento de los derechos de propiedad y las restricciones a la alienación y división de las tierras comunales; reconocimiento del estatus oficial de las lenguas indígenas en el territorio y los espacios donde los pueblos están ubicados; la garantía de una educación bilingüe; y el reconocimiento del derecho a crear espacios territoriales autónomos.

5     Para música mulata en la América Andina oír: Los ritmos de Imbabura y Esmeraldas de Ecuador, especialmente papa roncon, la música de cajón en Perú, especialmente en el Callao, y la Saya de Bolivia, especialmente en los Yungas. Y más al norte geográfico, en la América Andina ampliada, oír: la salsa de Venezuela y Colombia, especialmente la de Oscar de León, los tambores de Barlovento y el merengue en Venezuela, la guaracha también de Venezuela, especialmente los melódicos, la cumbia, la champeta y el mapale en Colombia.

 

 

 

 

 

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Zizek, Slavoj. (2001). “Un alegato izquierdista contra el eurocentrismo”. En Capitalismo y geopolítica del  conocimiento. Buenos Aires: Ediciones del signo.

 

 

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Recibido: 28-Abril-2015

Aceptado: 10-Julio-2015

 

 

 

 

 

 

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