Siwen Ning. Fragmentos del Celeste Imperio: La representación de China y su imagen literaria en la España del siglo XIX. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/ Vervuert, 2020, 383 páginas

Reseñas

Siwen Ning. Fragmentos del Celeste Imperio: La representación de China y su imagen literaria en la España del siglo XIX. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/ Vervuert, 2020, 383 páginas

Jorge Chen Sham
Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica

Siwen Ning. Fragmentos del Celeste Imperio: La representación de China y su imagen literaria en la España del siglo XIX. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/ Vervuert, 2020, 383 páginas

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol. 49, núm. 1, e52704, 2023

Universidad de Costa Rica

Ning Siwen. Fragmentos del Celeste Imperio: La representación de China y su imagen literaria en la España del siglo XIX. 2020. Madrid/Frankfurt am Main. Iberoamericana/ Vervuert. 383pp.

Este es un libro bien fundamentado y descriptivo que estudia el interés y el acercamiento de la sociedad española decimonónica al legendario “Celeste Imperio”, en un momento en que Europa se abre hacia el Oriente y se extiende el imperialismo colonial en búsqueda de materias primas y de un comercio mundial. ¿Qué sucede en la España del siglo XIX frente a estos retos del expansionismo capitalista?, y principalmente, ¿después de que la Europa galante sucumbiera sobre las “chinoiseries” y descubriera el “lejano Oriente”? En una breve “Introducción” (pp. 13-19), que muy bien pudo unir Siwen Ning a su “Marco teórico” (pp. 21-34), presenta un esbozo de las perspectivas que dan coherencia a este trabajo sobre la representación de la cultura china, con sus tipos y costumbres, sus artículos y crónicas, como se diría en buen lenguaje del costumbrismo español. En primer lugar, esgrime una diferencia entre la propuesta del abordaje colonialista y el exotismo siguiendo aquí a Lily Litvak, pero no contrasta ambos conceptos. Más bien esboza rápidamente que el encuentro entre dos civilizaciones y la irrupción violenta y a veces estereotipada del mundo civilizado en otro atrasado, propio de la “literatura colonialista”, no es lo que ofrece la España del siglo XIX, como tampoco lo es su condición espectadora ante la experiencia colonialista que se desata en esa irrupción desaforada de Europa en Asia y África, la cual suponía la expansión del capitalismo en el mercado de seres y de materias primas a nivel mundial.

Consciente de ello, Siwen Ning ve en esa apertura forzada de los cañones británicos y franceses en los puertos de Celeste Imperio un nuevo desencadenante y atracción hacia China en la prensa y en la narrativa españolas del siglo XIX (p. 16), porque una primera percepción la ofrecía las expediciones misioneras y los relatos de viaje del siglo XVI y XVII. Para ello, desea regresar sobre la noción de “otredad”, conformada a partir del establecimiento de la relación entre la imagen y el estereotipo; así, la representación se reviste de matices ideológicos y de crítica de la superioridad cultural al introducir los trabajos de E. Said y H. Bhabha. Su edificio nocional empieza por plantear esa idea de base de que toda representación produce sentido, cuyo catalizador es la “imagen” con sus chiclés, estereotipos/prejuicios, los cuales reenvían a una toma de conciencia ante el otro. Es así como interviene el estereotipo, en ese tránsito entre la cultura mirada y la que mira, pues la emisión de los juicios y de las observaciones siempre se hacen bajo un déjà-vu, asumido y sancionado en nuestras visiones de mundo. Lo importante para Ning es cuestionar este lugar preconcebido por la ideología colonial y lo hace bajo la guía del orientalismo de Said (su gesto descentrador de la autoridad es esencial para desarticular el eurocentrismo) y de las críticas de Bhabha a la ambivalencia del gesto colonial de desear/burlarse del colonizado.

El Cap. I, “China en la prensa ilustrada (1836-1900)” (pp. 15-118), pasa revista a esas noticias y artículos que la prensa periódica aborda. Comienza con el Semanario Pintoresco Español (1836-1857), que dirigió Mesonero Romanos, en donde encontró Ning 28 publicaciones, algunas con grabados e ilustraciones como era común en esta aleación entre palabra e imagen visual, las cuales se encargan de extraer información o reproducir las opiniones de viajeros y estudiosos de otros países. Como se sabe, el fin de estas publicaciones era divulgar, instruir y satisfacer la curiosidad de los lectores, ávidos de conocimiento y de información. La mirada exótica domina, indica Ning (p. 44), para que la guía por la ciudad de Pekín y sus alrededores y los “usos y costumbres en relación con la vida social y cotidiana” (p. 45) se resalten. Luego se interesa por el Museo Universal (1857-1869), de carácter enciclopédico-divulgativo, en donde encontró 39 entradas. La aparición de este Semanario ocurre durante la Segunda Guerra del Opio (1856-1860), lo cual explica también la necesidad de informar sobre el conflicto bélico, mientras las fiestas del año nuevo lunar, la seda o la impartición de la justicia sean puntos de interés, que pueden contrastarse con la intervención militar inglesa y el sistema de administración del Imperio. Dos artículos del Museo Universal llaman la atención a Ning; en el primero, de 1860, el leonés Pío Gullón hace un ejercicio de contraste que habla de China como un lugar alejado y “apartada del avance y la civilización” (p. 88); en el segundo, de 1866, Carlos Rubio escribió un relato que permite plantear la imagen del mandarín, débil e ineficiente (p. 89). Por último, Ning hace un repaso a La Ilustración Española y Americana (1869-1900), que marca el último tercio del siglo XIX español, en donde ella hace la recensión de cerca de 200 colaboraciones entre artículos, noticias y misceláneas. Ha cambiado el lugar desde el cual se redactan estos textos, pues muchos provienen de China, en un momento en que el proceso de intervención colonialista de las potencias europeas es harto evidente y, en el ámbito de la prensa periódica, el influjo del viaje y las exposiciones universales dan forma a unos nuevos estímulos culturales, aunque el “té, seda y bibelots chinescos [sean] tres temas sempiternos en la etiqueta cultural y artística del país oriental” (pp. 95-96). Ning acota al respecto, “[e]n escasas ocasiones se aborda la cultura china en profundidad” (p. 96), pero hay artículos de fondo, que firman Emilio Castelar y Pedro de Prat sobre la guerra sino-francesa.

El Cap. II, “Viajes a China: memorias y proyecciones” (pp. 119-286) constituye la parte más extensa del libro. Examina, en primer lugar, dos libros de viaje escritos por diplomáticos en comisión oficial. Adolfo de Mentaberry del Pozo escribió Impresiones de un viaje a la China (1876) y fue primer secretario de la legación de Pekín, de noviembre de 1869 a principios de 1870, pues su plaza fue suprimida y tuvo que regresar, por lo que su estilo es “de ritmo rápido, entreverada de anécdotas, semblanzas y apuntes” (p. 120). Por su parte, Eduardo Toda Güell, quien llegó a China a finales de 1875 y fungió primeramente como vicecónsul en Macao y luego de Shanghái; su estadía se prolongó hasta 1882 y su extenso relato de viajes lo tituló La vida en el Celeste Imperio (1887), el cual “consiste en una excelente monografía sobre usos y costumbres chinas, narrada a manera de unas memorias” (p. 120). Siweng Ning analiza los dos libros en conjunto en un análisis comparativo que aborda sus impresiones sobre las ciudades chinas, la representación de los chinos con sus rasgos raciales y fisiológicos para especificar, en el caso de Toda Güell, las diferencias, por ejemplo, entre los habitantes de Cantón, los del Norte y los mongoles o la descripción de la coleta o trenzado, apelando a su origen con una explicación histórica en la imposición de los conquistadores tártaros (p. 133). Ning apunta el desencuentro cultural que implica las molestias de Mentaberry, cuando lo tratan de “venerable señor” y “la peculiar cortesía de los chinos” (p. 135), mientras Toda Güell toma su tiempo para explicar las “supersticiones” y el fatalismo que se explora en el apartado sobre usos y costumbres, en donde le llama la atención no solo la higiene corporal o la propensión de los cantoneses a ser omnívoros, pues “comen animales inmundos por creerlos buenos para la salud o por algún fin curativo” (p. 139), sino también sus costumbres de mesa y sobremesa, la etiqueta del banquete. Las mujeres ocupan un detalle especial en Mentaberry, pues gracias a su afición a la ópera, él se pregunta sobre el papel de las alcahuetas en las costumbres nupciales o de las kuneang, jóvenes cortesanas que distraen y consienten en los barcos-ramilletes. Ahora bien, Ning concluye, no hay afinidad o simpatía con la mujer china en Eduardo Toda Güell, pues “la contempla con distancia y como un mero objeto de estudio” (p. 146). En ese sentido, para Mentaberry, ella “vive bajo el yugo del mundo masculino y es sometida a la poligamia, a la clausura y a la ignorancia” (p. 149) y critica el matrimonio por conveniencia, las infidelidades, el concubinato, además del maltrato a las esposas.

Merecen atención especial los comentarios sobre las creencias populares, ritos funerarios y fiestas, que en ambos autores se califican de “supersticiones” (p. 158), con esa mirada eurocéntrica que sanciona y condena lo extraño y sataniza lo exótico, al reducirlo, como lo hace Enrique Gaspar en su Viaje a China (1887) con esta frase lapidaria: “Todo aquí es vergonzante o rudimentario; no hay nada franco y decidido” (p. 179), dentro de un esquema argumentativo que comienza en la fisionomía y luego se extiende hacia una mal comprensión de lo etnográfico y lo idiosincrático. Del mismo Gaspar, Siwen Ning analiza la novela El Anacronótepe (1887), con esta maravilla de la ciencia ficción decimonónica que es la cámara del tiempo, pues el científico Sindulfo García y su amigo Benjamín capitanean una expedición para encontrar la fuente de la inmortalidad, remontándose al año 220 a Honan, capital de la dinastía Han, en donde se celebran las exequias por la muerte de la emperatriz Hien-ti (p. 199). La ambientación es perfecta en una obra que documenta la época de los Reinos Combatientes y de las disputas entre confucianismo y taoísmo (p. 206), para que se profundice sobre aspectos de la cultura china bajo esa búsqueda de una sociedad secreta y ocultista, como de los secretos de la inmortalidad en una época temprana del desarrollo de la civilización china frente a la decadencia actual de un imperio en declive (p. 212). Siwen Ning analiza, por último, la labor de Luis Valera, quien ejerció la carrera diplomática como primer secretario de la legación de Pekín y vivió la Revolución de los Bóxer, hasta junio de 1901. Su extensa crónica Sombras chinescas: Recuerdos de un viaje al Celeste Imperio aparece en 1902 (dos tomos) narra su periplo desde que salió de Marsella para ocuparse principalmente en el trayecto de Shanghái a Pekín. Esta obra contrasta con las anteriores, porque la Shanghái “euro-americana” aparece cosmopolita y dinámica en sus flujos humanos y mercaderías, frente a las “angostas” y “oscuras” calles de la ciudad vieja. Ning observa en esta oposición “la constante sensación de incertidumbre y de peligro [que] perturban poderosamente la visión” (p. 232), mientras “en esta experiencia del viajero desataca sus sensaciones antes que las descripciones del paisaje callejero” (p. 232). Aquí, el régimen narrativo se desestabiliza porque las sensaciones, olores y sabores principalmente, marcan la diferencia que Valera lleva al terreno de la comparación entre la ciudad como un fétido cuerpo en descomposición (p. 253). En cambio, Pekín aparece como una experiencia inaudita porque el diplomático tiene la suerte de entrar en la Ciudad Prohibida, él la denomina la “Ciudad Violeta” (p. 235); así resalta el privilegio de entrar en palacios y templos, de sentarse en el trono del emperador y entrar hasta en la alcoba de la emperatriz Cixi. Pero esta admiración del viajero-turista se opone a su incomprensión del arte y arquitectura chinas, que los achaca a su aislamiento del progreso, el respeto inveterado a la tradición y el desdén por la novedad que han causado la “decadencia” de la civilización china (p. 237). En una palabra, Ning habla aquí de un “desencuentro” (p. 238) y lo es, cuando las diferencias y las comparaciones conducen a una incomprensión y a simplificaciones harto evidentes (p. 241).

En el Cap. III, “Narraciones ficticias inspiradas en China” (pp. 287-347), Siwen Ning se preocupa por trazar las claves de esa proyección de la cultura china dentro del “orientalismo” occidental. Agrego aquí los relatos de Luis Valera, que Ning aborda en el capítulo anterior, tales como algunos relatos de Visto y soñado (1903) y la novela corta El templo de los deleites clandestinos (1910), centrados no solo en la imaginación del viaje, sino en el desarrollo de motivos y elementos orientales que sirven ahora para plasmar más adecuadamente la trama y el espacio y su concepción teosófica y espiritista que perfecciona en sus narraciones. Ning concluye que la cultura china se analiza desde unos arquetipos occidentales que conducen a generalizaciones (p. 281) y es lo que se despliega en relatos y crónicas que aparecen en prensa periódica con el objetivo de trasladar al lector a ese mundo de “ensueño y fantasía” (p. 288), de vetustez, rareza, desemejanza y otredad, propios del último tercio del siglo XIX, tal y como sucede en los cuentos “El cordón de seda”, de José Fernández Bremón (1871, La Ilustración de Madrid), “Leyenda china”, de Enrique López Martín (La Ilustración Española y Americana, 1896) o “El primer reloj” de Eduardo Zamacois (La Ilustración Española y Americana 1897). Merecen atención especial dos cuentos de Emilia Pardo Bazán, “Agravante” (El Liberal, 1892) y “El templo” (El Imparcial, 1901), en donde la imagen de la China eterna y legendaria se convierte en una alegoría para aludir a la actualidad española (p. 333), mientras destacan relatos de aventura que se publican en la casa editorial Bastinos de Barcelona. Llama la atención que aparezcan dos colecciones con el título de Cuentos orientales, la primera de Julián Bastinos de 1874 con “El rebelde de Nankín”; la segunda de Magdalena de Santiago-Fuentes, de 1908, en donde aparece “Fo-hi”, mezcla de aventuras y de forja de un héroe.

Con el sugestivo título de “La China leída, la vista y la imaginada, a modo de conclusión” (pp. 349-361) cierra el libro. Siwen Ning precisa de nuevo el agrupamiento de su corpus-materiales de estudio, los viajeros, las publicaciones periódicas de no ficción y la narración final, para insistir en los mecanismos de reproducción de la imagen de una sociedad y de cultura ajenas, cuyas representaciones se cristalizan en estereotipos. Niwen Sing enfatiza que los viajeros, articulistas o escritores ven, leen y escriben sobre la realidad de China para producir una serie de calificaciones (explícitas o implícitas), las cuales se convertirán en estereotipos. Y estos a su vez circulan y se transmiten para acabar formulando un imaginario colectivo. Resume todo un programa heurístico en materia de la representación y sus modos de producción-circulación, y termina haciendo un balance y evolución por este corpus en estudio, observando tres constantes. En primer lugar, el punto de vista, del distanciamiento refinado de los primeros textos frente el acercamiento progresivo que implica es ser cronista; en segundo lugar, el desplazamiento y la observación, de la experiencia indirecta de aquellos que se nutren y se alimentan de la proyección de terceros versus el encuentro directo de quienes viajan y se confrontan a su propio viaje; y tercero, la creación de personajes y lugares comunes que configuran estereotipos, desde personajes como el mandarín, el comerciante, el obrero, la princesa, hasta el opio, la seda, el templo chino, la piedad familiar. En fin, todos ellos fantasean y recrean ese “Celeste Imperio” para que el entorno histórico y las circunstancias del que enuncia condicionen y permeen nuestros imaginarios.

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