Natalia Fernández Rodríguez. Ojos creadores, ojos creados: Mirada y visualidad en la lírica castellana de tradición petrarquista. Kassel: Edition Reichenberger, 2019, 276 páginas

Reseñas

Natalia Fernández Rodríguez. Ojos creadores, ojos creados: Mirada y visualidad en la lírica castellana de tradición petrarquista. Kassel: Edition Reichenberger, 2019, 276 páginas

Jorge Chen Sham
Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica

Natalia Fernández Rodríguez. Ojos creadores, ojos creados: Mirada y visualidad en la lírica castellana de tradición petrarquista. Kassel: Edition Reichenberger, 2019, 276 páginas

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol. 48, núm. 2, e51411, 2022

Universidad de Costa Rica

Fernández Rodríguez Natalia. Ojos creadores, ojos creados: Mirada y visualidad en la lírica castellana de tradición petrarquista. 2019. Edition Reichenberger. Kassel­. 276pp.

El libro de Natalia Fernández Rodríguez mantiene todas las expectativas que su título anuncia: la incidencia de la mirada y el vínculo visual que implica en tanto artificio y procedimiento semiótico son de una gran pertinencia a la hora de plantear esa revolución, que la pintura italiana convoca desde el Quatrocento con el “ojo” del artista creador, al tiempo que la poesía de Petrarca tiene un corolario en esa renovación/tradición que el objeto amoroso despliega a partir de la poesía trovadoresca. Una “Introducción” (pp. 1-20), siempre justa y bien planteada, parte de la supremacía de la mirada en Petrarca, por cuanto “el recuerdo de la amada se hace imagen mental” (p. 1). La metáfora visual domina aquí, pues los procesos cognitivos del pensamiento se alían a la percepción sensible muy propia del neoplatonismo. La manera de mirar y su conexión con la exaltación del amor es innegable; parte no solo de la preeminencia del ojo en tanto mediación entre la realidad y la mente, sino también del acto poético en tanto representación mental de la “visión física” (p. 4). Fernández Rodríguez encuentra en la pintura italiana este debate que se decanta sobre la reflexión del “engranaje sujeto-objeto [y del] vínculo entre la percepción y la representación” (p. 5), los cuales problematizan los efectos en quien observa, porque las sombras, las luces y sus matices sobre lo corporal se vuelven el trasunto perfecto para asimilar la experiencia visual. La claridad de exposición conduce, por supuesto, a esa dinámica aleación entre Belleza y Amor, en donde la experiencia de conocimiento es análoga a una creación artístico-poética: la mirada del sujeto modela tanto al observador como al objeto observado (p. 11).

El “Primer capítulo”, “El modelo petrarquesco en los confines del Ut Pictura Poesis” (pp. 21-38), muy breve, por cierto, parte del tópico horaciano que hizo circular Simónides de Ceos de la siguiente manera: “la pintura es una poesía muda y la poesía es una pintura que habla” (citado en p. 21). La comparación encierra la necesidad de problematizar la representación, haciendo énfasis en “la capacidad enunciativa de la imagen y el poder ostensivo de la palabra” (p. 22). Por supuesto, la “mimesis” se plantea dentro de una sistemática de la comparación interartística para priorizar el sentido de la vista y aproximarnos al terreno de la percepción, que en Petrarca permitió comprender no solo el mecanismo de la imagen-palabra (p. 25), sino también sus mecanismos de interferencia/transformación. Para Fernández Rodríguez, de la imagen a la palabra se juega aquí el gran debate sobre las formas de representación visual, cuyos límites están en la introspección y en la memoria, por una parte, y por otra, en “la dimensión visual del enamoramiento” (p. 27), es decir, la belleza del cuerpo entra por los ojos e irradia, ya sea sobre el objeto sensible, ya sea sobre el marco-óptico del procedimiento semiótico, del ojo-ventana siempre abierto al mundo y al exterior.

El “Capítulo 2”, “Las pautas de la mirada entre los siglos XVI y XVII” (pp. 38-79), analiza la impronta del Canzoniere, exultante de amor y de contemplación extática con la cultura visual renacentista, porque la “visualidad” se transforma en un verdadero giro que impone lo que queremos y podemos ver (p. 40). La “mirada clásica”, como la denomina Fernández Rodríguez establece esa correspondencia entre Luz-Belleza-Amor y la triada percepción-imaginación-memoria; la analogía, de raigambre escópica (p. 41), unifica el ojo y el alma y graba su correlato en la imaginación como sostenía Dante Alighieri y confirmaba, luego, Marsilio Ficino en esa comparación del que contempla la divinidad y el ojo que capta la luz (p. 44). Pero en la misma época surge otra propuesta en los círculos florentinos en donde ganaba terreno la geometría y la arquitectura, propias de ese descubrimiento de la Antigüedad clásica; la representación de la mirada bajo la impronta de la “perspectiva” se impone, cuando la mirada humana se vuelve arte y apela al mecanismo del “espejo” y a sus procedimientos de refracción (p. 50). Así, el orden y la proporción racionalizan el espacio así observado, mientras que la metáfora arquitectónica es la “respuesta técnica al intento de representar la apariencia exacta de las cosas” (p. 52).

Frente a la anterior, se erige la “mirada barroca”, la del “fraude a la ilusión” (p. 61, las cursivas son de la autora), cuya insistencia en el modelo de la representación condujo por exhaustividad a posibles disoluciones. En Andreas Vesalio y en su De humani corporis fabrica (1543), se hallaba esos límites que ponderaban tanto el procedimiento de la anamorfosis como la insistencia en la perspectiva aérea, porque él cuestionaba la linealidad generando el valor contrapuntístico de lo excéntrico (p. 62). Su consecuencia es siempre la distorsión de la imagen que pone en escena el engaño o la trampa, “que terminará convirtiendo la anamorfosis en un emblema de vanidad y desengaño al entrar en la órbita de la visualidad barroca” (p. 63), pero que muy tempranamente L. Battista Alberti en su tratado De Pictura (1435) planteaba en términos del impacto de la distancia en la percepción, así como el modo en que la luz irradiaba e impactaba sobre el objeto en sus contornos y magnitudes (p. 65). Por eso, el claroscuro barroco pone en juego la amalgama del horror y la luminosidad, de una mirada convulsa “que priorizó la ambivalencia y la multiplicidad por encima de la voluntad ordenadora y sintética” (p. 67) y se decantó por esos contrastes tan sugerentes de la carne-espíritu e ilusión-engaño.

Todo ello conduce, en efecto, al desarrollo del sujeto observador en el “Capítulo 3”, “Las tensiones de Narciso: La configuración de un sujeto que se mira” (pp. 81-128). Partiendo de esa concepción de amor trovadoresco de la frustración y el sufrimiento ante el desdén de la amada y las promesas nunca cumplidas del enamorado (p. 81), Fernández Rodríguez desarrolla aquí el mito de Narciso dentro de esa configuración de amor frustrado y vanidad, como un castigo para “que llegase a amar sin poseer aquello que amara” (p. 82), por cuanto amor desesperado y autocontemplación se convierten en sus mitemas. Aquello que ama Narciso lo conduce a la muerte y únicamente es un reflejo, “su propio reflejo” (p. 82) de su deseo, en esa confusión que se produce y provoca el cuerpo material gracias a la mediación de los ojos y de la mirada en el alma de quien ve y después experimenta así. Puesto que la percepción sensible engaña y la belleza es siempre del orden del proceso-itinerario de la mirada, el poder destructor de los ojos de la amada y la mirada que se devuelve activan, en su intercesión, “los resortes del enamoramiento” (p. 84) con la ulterior perdición del sujeto. También ocurre con Medusa y en Orfeo: una mirada que aniquila y que convierte en piedra a quien se deja tentar. Pero volviendo a Narciso y al privilegio del autoconocimiento gracias a la búsqueda de la contemplación/trascendencia, es Leon Battista Alberti quien transformaba a Narciso en el inventor de la pintura, porque la imagen reflejada en el espejo del agua, de la refracción, implicaba la construcción de la subjetividad (p. 86), de quien mira y se transforma al tomar conciencia del desdoblamiento y de la disgregación. Se trata de una perspectiva distorsionada como encuentra Fernández Rodríguez en el soneto de Lupercio de Argensola “Oh piadoso cristal, que me colocas” o en el de Lope, “Si al espejo, Lucinda, para agravios”.

Ahora bien, la mirada conduce a un proceso que problematiza los avatares de la conciencia en ese vaivén entre frustración y esperanza (p. 95), para que en Petrarca el amante se escenificara dentro de unas coordenadas de confesión sentimental: mostrar-contar su historia desde la ventana del poema. Es decir, “comunicar la experiencia vital en forma de poesía desde una mirada desdoblada: la del enamorado que se contempla a sí mismo en dos momentos temporales” (p. 96), engarza, obligatoriamente, la mirada del poeta y la mirada del amante dentro de una confesión que es el poema. El recuerdo hay que plantearlo aquí en la forma clásica de los loci imagines (p. 97) que actualizan el teatro de la memoria que aspiraba a actualizar o a devolver la realidad de lo vivido, del doliente enamorado, por ejemplo a través de la “herida” como en el soneto de Boscán, “Si en mitad del dolor tener memoria” o de los escollos-obstáculos de la naturaleza en Garcilaso de la Vega, en el soneto “Vime al través en fuertes peñas dado”.

El “Capítulo 4” con el título sintético de “La mirada del cuerpo y la representación artística de la mujer” (pp. 129-192), el más voluminoso del estudio, se dedica al objeto de la mirada del poeta y a las vicisitudes-exploraciones del enamorado. Sobra decir que la mujer es una creación de la representación de mirada, en tanto inspiradora y destinataria de pasiones como de la revelación de unos versos que, como Narciso, tal vez solamente busquen centrarse en “la mirada hacia la mujer” (p. 130). Porque la dama es una figura construida por el deseo de quien mira y bajo el escrutinio de quien observa, el Canzoniere manifestaba no solo la construcción de la individualidad con arreglo a la convención autobiográfica de la experiencia, de modo que su mostración se dirige a una oscilación “entre la mimesis de lo visible y la presentación de lo invisible” (p. 132, las cursivas son de la autora), es decir, la mujer-cuerpo y la mujer espíritu, respectivamente. Su primera consecuencia es la mostración de un cuerpo conflictivo con lo sensible como punto de partida de una idealización de la dama, de un ascenso espiritual que el neoplatonismo ponderaba por medio de fórmulas y clichés de la tradición cortés o cancioneril. Se produce cuando la vía de la contemplación libera también al amado de todo deseo carnal, ejemplo de ello es el soneto de Quevedo “Que vos me permitáis solo pretendo” (p. 137). La intermediación del cuerpo en el anhelo espiritual muestra también la tensión con esta tradición neoplatónica y Fernández Rodríguez lo demuestra en el soneto de Garcilaso de la Vega “Con ansia extrema de mirar qué tiene”, en esa coartada de voyeurismo frente al anhelo de elevación (p. 141).

Pero el cuerpo femenino en la mirada masculina desemboca en correlatos metapoéticos, cuando el cuerpo ideal se vuelve contemplación artística (p. 158), como en el soneto de Góngora “¡Oh claro honor de líquido elemento [!]” (p. 157), pues la donna angelicata se vuelve etérea y fluye. No solo desencadena una ósmosis en tanto fuente y llegada de una superior belleza, sino también Eros-Amor es el artífice del furor poético (p. 160): ejemplar es el soneto de Gutierre de Cetina “Como de duro entalle una figura”, en donde la formulación del recuerdo recurre a la metáfora especular en tanto parangón del acto que esculpe a la amada. Ello conduce a ponderar la noción de Belleza que irradia el alma del artista-poeta y que, “grabada en los ojos del alma” (p. 163), se activa y surge como imagen mental; magnífico es el soneto de Hurtado de Mendoza “Tu gracia, tu valor, tu hermosura”. Pero podría darse una tercera situación, cuando el poeta se queja y se lamenta de que el retrato sea insuficiente y se aborden las consecuencias del espejo roto en ese anhelo de emular a Pigmalión. En la coincidencia de la naturaleza de imitación (natural) y la reflexión metapoética, el poeta puede sucumbir al encanto y no pueda resistir a los encantos de la sensualidad y la mirada de los cuerpos, como sucede en el soneto de Cetina “Si de una piedra fría enamorado”, con su lamento y desazón de ser atrapado en la ilusión, del engaño a los ojos (p. 183). Al quejarse de ese ejercicio de grabar, el amante-poeta se queja de no encontrar los términos adecuados de comparación, como en el caso de Lope de Vega en el soneto “Lucinda, el alma, pluma y lengua mía” (p. 186).

El “Capítulo 5” tiene como título “La otra mirada, anhelo y consumación” (pp. 193-231) y ese otro componente del reflejo que es la mirada de la amada, letal o vivificadora (p. 193). De esa dialéctica nace la expresión de los afectos por parte del amante-poeta, para que Fernández Rodríguez ahora se interese por “la mirada femenina y la autocaracterización lírica del amado” (p. 194). El tópico del “ojo agresivo” de la belle dame sans merci, como en la poesía trovadoresca, alerta al poeta-amante a proteger sus ojos, porque sabe de su atracción irresistible. Esa mirada femenina se recubre del campo semántico de la luz y convierte al enamoramiento en un cruce de miradas que se reproduce en forma de “juegos de claros y sombras” (pp. 194-195), al tiempo que los choques se producen en oposiciones como ausencia/presencia o piedad/desdén. Corresponde a la mirada anhelada, cuando ese recuerdo es ineficaz y el acto de mirar sublima a la amada y lo redirecciona para que su impacto se presente en términos de calificar su capacidad visual a través de la luz (p. 197). Los matices lumínicos perfilan los vaivenes del estado de ánimo, es decir, son concomitantes a esa dialéctica entre los ojos de la amada y las reacciones perceptivas. Clásico es el ejemplo del soneto de Cetina “Como se turba el sol y se oscurece” (p. 207), en donde se desarrolla una doble analogía, la mirada de la amada-la luz y ausencia de mirada-desdén; o el caso de Lope de Vega, que fusiona luz física y luz espiritual para reafirmar la contemplación mental que lleva hasta el cielo en el soneto “Estando ausente de tus ojos bellos”.

Culmina este bien planteado, rico y bien argumentado libro con un balance que su título encierra: “Conclusiones. Un pacto entre Narciso y Pigmalión” (pp. 233-238), pues bajo la estela de estas dos figuras de la mitología, la impronta visual y la creación poética se ensalzan para que los procedimientos de la mirada sean asidero de actos de autocontemplación o de creación vivificante (p. 236), en los cuales no solo se revelan múltiples tensiones, sino también se plantean las ilusiones que el tiempo y el amor, siempre frágil y efímeros, producen. Hay, por último, una bibliografía exhaustiva y un índice onomástico y de primeros versos.

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