Los trazos de la canción: la biografía espiritual de Bruce Chatwin

Literatura

Los trazos de la canción: la biografía espiritual de Bruce Chatwin

The Songlines: Bruce Chatwin’s Spiritual Biography

Isabel López Hernández
Universidad Politécnica de Madrid, Madrid, España

Los trazos de la canción: la biografía espiritual de Bruce Chatwin

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol. 48, núm. 1, e48361, 2022

Universidad de Costa Rica

Recepción: 11 Noviembre 2020

Aprobación: 04 Febrero 2021

Resumen: Los trazos de la canción podría definirse como la biografía espiritual del autor británico Bruce Chatwin (1940-1989). En esta obra vuelca todas sus obsesiones y se da cuenta en ella de que llegó la hora de explicar la naturaleza de su desasosiego, ese impulso inexplicable que le alejaba de casa insistentemente. Publicada dos años antes de su muerte, en ella vierte todas las ideas que habían estado madurando desde su niñez. La aventura de dos hombres explorando los lugares más remotos de la Australia aborigen logró, además, un gran éxito de público y crítica. Encontró en el mito indígena de la creación un espejo de todas sus preocupaciones sobre el nomadismo. Escribió sobre gente que da origen a su mundo en movimiento. Con el fin de analizar cómo el autor conjuga estas ideas, el presente artículo indaga, en primer lugar, en el nacimiento de su interés por el nomadismo y Australia. En segundo lugar, profundiza en cómo la filosofía aborigen le sirve como vehículo para explicar su propio impulso nómada. Finalmente, examina el capítulo de Los trazos de la canción titulado “De las libretas de apuntes”, puesto que constituye la columna vertebral de su filosofía personal.

Palabras clave: Bruce Chatwin, nomadismo, Australia, viaje, Blaise Pascal.

Abstract: The Songlines could be defined as the spiritual biography of British writer Bruce Chatwin (1940-1989). In this book he reveals his obsessions and he realizes that it is time to explain the root of his restlessness, that unexplainable urge to flee from home. Published two years before his death, he brings to light the ideas he had been nurturing since childhood. The adventure of two men exploring the virgin territory of Australia reaped enormous critical and public success. He found in the aboriginal creation myth a representation of his concern on nomadism. He wrote about people who create their world in motion. In order to analyze how the author incorporates all these ideas, the first section of the present article examines the origin of his interest in nomadism and Australia. Secondly, it deepens on how the aboriginal philosophy helps him explain his own nomadic urge. Finally, the article considers the chapter titled From the Notebooks, because it constitutes the backbone of his personal philosophy.

Keywords: Bruce Chatwin, nomadism, Australia, travel, Blaise Pascal.

1. Introducción

Bruce Chatwin publicó Los trazos de la canción en 1987, dos años antes de su muerte. Con esta obra logra plasmar de manera extensa las preocupaciones que habían dominado su trabajo y su conversación en torno al nomadismo (Clapp, 1997). Llega a la conclusión de que lo natural no es asentarse, sino vagar. Escribió sobre gente que da origen a su mundo en movimiento. Como ellos, él también crea al tiempo que viaja por Australia. La filosofía aborigen le servirá de vehículo a la hora de explicar esta emoción compartida por tantos. Consigue definirse a sí mismo. Los aborígenes atraviesan la misma situación de Chatwin, en cierto sentido. Emprenden la marcha de manera compulsiva, sienten la necesidad de recrear su mundo en movimiento, pero no saben por qué lo hacen. Buscan lo mismo. A medida que vaga por Australia cubre un recorrido interior que le ayuda a localizar el origen de su inquietud. Deduce que nuestra ansia de cambio de paisaje se debe a nuestro instinto migratorio, el mismo que obliga a los pájaros a buscar el sur en otoño. Chatwin celebra el movimiento de este modo, porque su vida había sido un constante ir y venir por el mundo. Al mismo tiempo, invita a perderse en Australia. Lo natural en el hombre es emprender un viaje y escapar a este país simboliza precisamente esta idea.

La semilla de la que brota Los trazos de la canción nace un 19 de diciembre de 1982, día en el que decide reunir su colección de apuntes sobre el nomadismo y volar a Sidney. Necesitaba mirar con nuevos ojos el conjunto de citas, notas de viaje y apuntes, su relato personal y obsesivo por el tema (Chatwin, 2002). Su conocimiento del mito aborigen de la Creación le ayudará a expresar su anhelo por el viaje. Por tanto, se puede afirmar que se conjugan tres ingredientes fundamentales con el nacimiento de esta obra literaria: el anhelo por descifrar su pulsión por el viaje, Australia y el contenido de sus libretas de apuntes. Se trata de un clímax intelectual. Por ello, Los trazos de la canción contiene una revisión de su niñez, coloreada como el origen de su desasosiego. Asimismo, describe la filosofía aborigen con el propósito de explicarse a sí mismo y justificar las ideas que habían bullido en su mente durante años. Realiza un relato conmovedor y elegante, aunque parcial, del mito que hace cobrar vida a su propio mundo (Clapp, 1997). Por último, empujado por su enfermedad, expone sus libretas de apuntes con cierto desorden, puesto que sus cuadernos, más que diarios, simbolizaban un sexto sentido a través del cual trató de percibir el movimiento del mundo. No escribía en ellos de una manera estereotipada. La técnica era sencilla y reflejaba su obsesión. Constituyen el equivalente de la experiencia nómada (Gnoli, 2002). Decidió incluirlos en su libro más íntimo, el que definiría su corriente de pensamiento y que se convertiría en su testamento vital. En cada una de sus obras anteriores trató sobre exiliados, subrayó las consecuencias de la renuncia al pasado nómada y dibujó héroes que intentaban recuperar su paraíso. Con Los trazos de la canción se retrató a sí mismo.

2. El nacimiento de su interés por el nomadismo y por Australia

El nomadismo fue un tema vital para Chatwin. Lo convirtió en un brillante eje literario sobre el que giraría toda su obra, un interés obsesivo y una “una manera de entender y de realzar sus estudios arqueológicos, sus investigaciones geográficas, sus historia y su neurosis” (Clapp, 1997, p. 240). Esta pasión comenzó un día que amaneció ciego, según la versión novelesca que cuenta el propio autor. El médico le sugirió que emprendiera un viaje donde pudiera ver horizontes lejanos. Su trabajo en la casa de subastas Sotheby's implicaba el examen minucioso de las obras de arte, actividad que terminó por perjudicar gravemente su salud ocular. A Chatwin le gustaba dramatizar y adornar esta historia, contribuyendo a alimentar el mito que rodeó su vida. Pero sí es cierto que permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar y mirar constantemente a los cuadros le provocó la ceguera. El viaje representó, desde ese momento, la única solución a sus males. Se marchó a Sudán, donde prendió su pasión por las tribus nómadas. Convirtió la vivencia en una señal que le había ofrecido el destino para la cura de su eterna inquietud, esa que le había transformado en un viajero infatigable. Durante su estancia en Sudán, tuvo la oportunidad de compartir con una tribu nómada unos valores opuestos a los vigentes en el mundo del arte. El viaje a África, recomendado por su médico como único remedio de esa ceguera psicosomática, fue el inicio de la búsqueda de una respuesta a la pregunta que marcó su creación literaria: ¿por qué viaja el hombre en lugar de quedarse en casa? Los faraones del antiguo Egipto habían desaparecido; sin embargo, la tribu con la que convivió había permanecido a lo largo de los siglos. Sintió que debía descubrir el secreto de su incansable vitalidad, el porqué de sus viajes sin principio ni fin. A partir de este momento, el nomadismo se erigió en uno de los temas que marcó la corriente de su pensamiento (Clapp, 1997).

Chatwin desvela en Los trazos de la canción que su obsesión por el movimiento nació en su propia niñez, puesto que la guerra y la profesión de su padre obligaron a la familia a un cambio de hogar continuo. En el texto analiza minuciosamente estos primeros años. Consideraba que en su familia existían dos tipos de personalidades: unos compartían con él ese sentimiento de inquietud que les empujaba a errar por el mundo; otros habían elegido el asentamiento como forma de vida: “Los hombres de la rama paterna de mi familia eran ciudadanos fiables y sedentarios –abogados, arquitectos, anticuarios– o vagabundos que corrían en pos de nuevos horizontes y que habían dispersado sus huesos por todos los rincones de la tierra” (Chatwin, 1988, p. 13). De su madre procedía su desasosiego y de su padre el amor por la geología (Shakespeare, 1999). Sus tías, con las que vivió una temporada, le transmitieron el anecdotario de esos familiares errantes y le protegían en cierto modo de ellos para que no siguiera sus pasos. Sin embargo, Chatwin intuía que una de ellas, Ruth, poseía, al igual que él, un alma viajera: “A juzgar por la forma en la que paladeaba palabras tales como Xanadú o Samarcanda o frases como ‘el mar oscuro como vino’, sospecho que ella también experimentaba la inquietud del peregrino de corazón” (Chatwin, 1988, p. 14). Fue precisamente Ruth quien le regaló una antología en verso elegida especialmente para viajeros: The Open Road. Chatwin cree que la lectura de este libro influyó de forma definitiva en su imaginación y cimentó en él las bases de su espíritu nómada. Su tía Ruth le reveló, además, el secreto etimológico de su apellido: “Nuestro apellido había sido Chettewynde, que, en anglosajón, significa el sendero sinuoso” (Chatwin, 1988, p. 17). El significado del sufijo windan le sirvió para crear leyenda y entrelazar la poesía, su nombre y la carretera misteriosamente desde sus orígenes (Shakespeare, 1999).

En sus primeros años también nació su interés por Australia. Estableció una conexión íntima entre su propia inquietud y el alma aborigen. Un libro de la biblioteca de su tía lo introdujo en el continente, “el país de la gente que vivía cabeza abajo. Un agujero perforado rectamente a través de la tierra desde Inglaterra les reventaría bajo los pies” (Chatwin, 1988, p. 12). Su fotografía favorita era aquella que mostraba a una familia aborigen en movimiento: “Eran individuos esbeltos y angulosos, y andaban desnudos” (Chatwin, 1988, p. 12). Se identificó con un niño que caminaba al lado de la madre. Desde aquel momento, los aborígenes y su mundo comenzaron a interesarle. Para Chatwin eran aquellos unos seres humanos que, de repente, sin ninguna razón visible, abandonaban sus quehaceres y emprendían la marcha, tal y como él haría en numerosas ocasiones: “Se quitaban la ropa de trabajo y partían: caminaban durante semanas y meses y aun años a través de medio continente, aunque sólo fuese por encontrarse con un hombre, y después volvían sobre sus pasos como si nada hubiera pasado” (Chatwin, 1988, p. 18).

De esta forma Chatwin encuentra analogías en cada acontecimiento de su vida. Muchas veces, inventaba o añadía algún aspecto para que la realidad se acercara a la idea que deseaba transmitir. Es lo que aquí hace. Para Chatwin, todo en su vida, como el regalo de su tía, The Open Road, y el libro sobre Australia en casa de esta, contribuyeron a que naciera su propia obsesión. Él mismo declaró que el texto debía considerarse una novela, porque había fabulado gran cantidad de episodios para apuntalar la historia que deseaba narrar (Ignatieff, 1987). Su obsesión nació en la niñez y le acompañó hasta el final de sus días. El resultado fue el abandono de su trabajo en Sotheby's en pos de una explicación al eterno vagar del ser humano. El nomadismo cristalizó como el tema que determinaría la corriente de su pensamiento. En Australia, por fin, halló la respuesta en la filosofía aborigen, representación de todas sus ideas. Volcó en Los trazos de la canción todos esos años de gestación de conceptos que ya había intentado acomodar en un libro inconcluso llamado La alternativa nómada, una compilación de material para una exposición en la Asia House Gallery de Nueva York. Aunque inacabado, este libro había significado su primer paso hacia la creación de una gran obra sobre nomadismo (Clapp, 1997) y vertería gran parte de las ideas en Los trazos de la canción. Quiso demostrar en aquel texto que el modo de vida de las tribus nómadas constituía un ejemplo de existencia ideal, ya que promovía comportamientos más bondadosos si se contraponían a las conductas de los colonizadores (Chatwin, 2008). Tardaría una década en resolver las incógnitas surgidas durante la redacción de esta obra inconclusa.

3. La filosofía aborigen como vehículo para explicarse a sí mismo

Chatwin dedica una parte importante de Los trazos de la canción a explicar la filosofía aborigen. De esta forma se autorretrata. Los aborígenes se hallan en la misma situación de Chatwin, en cierto sentido. Viajan de manera compulsiva, sienten la necesidad de construir su cosmos mientras caminan, pero desconocen la finalidad de ese ímpetu. Buscan lo mismo.

Chatwin fue a Australia para aprender por sí mismo y no a través de los escritos de otros lo que era un trazo de canción. La técnica narrativa que utiliza Chatwin para dar a conocer el complicado concepto de la creación del mundo aborigen es el diálogo. Construye un personaje, Arkady, con el que viaja por Australia y con el que establece una dialéctica a partir de la cual se logra comprender la cosmogonía aborigen. La técnica se basa en la obra de Diderot, Jacques Le Fataliste, aunque no comparte el antagonismo entre el maestro y el alumno que se observa en esta obra (Murray, 1993). Chatwin confesó en una entrevista con Michael Ignatieff (Ignatieff, 1987) que utilizó esta pieza literaria francesa como modelo porque pensaba que los filósofos del siglo XVIII expresaban conceptos profundos de una manera sencilla, justo lo que él pretendía: la claridad de expresión. Arkady le ayudará a aprehender el misterioso concepto, ya que cuenta con la confianza de la tribu Walbiri. Puede presenciar ceremonias secretas e incluso le animan a aprender las canciones. Arkady es un incansable viajero. Le fascina la belleza que encierra la filosofía de los trazos de la canción, como al propio Chatwin: “Le gustaban su coraje y su tenacidad y la astucia que desplegaban en sus tratos con los blancos” (Chatwin, 1988, p. 8). No le cuesta trabajo ponerse en marcha. Bruce y su compañero de viaje coinciden en casi todos sus puntos de vista. El trabajo de Arkady consiste en ayudar a la identificación de los trazos de la canción comprendidos en un territorio, desde Alice Springs hasta Darwin, donde iban a construirse unas vías férreas. Arkady reconoce que los buenos tiempos de los aborígenes han acabado, pero cree que por lo menos podían conservar su derecho a permanecer pobres. La Ley sobre los Derechos de la Tierra Indígena les concedió el título de su territorio, siempre y cuando no obtuvieran beneficio de ellas. Arkady ayuda a que este trato se cumpla y que los aborígenes puedan seguir creando el mundo en sus territorios, aunque no puedan vivir de ellos. Representan para él lo único indemne que queda en una sociedad corrompida por los poderes económicos.

El nombre que Chatwin elige para Arkady es muy significativo. Según Patrick Meanor (Meanor, 1996), podría provenir de la palabra arcadia, término utilizado para aludir a un lugar edénico, rústico y pastoril. Además, Arkadia es una región montañosa de Grecia central cuyo nombre utilizaban los antiguos poetas griegos para referirse a un tipo de vida ideal y a la felicidad rural. Puesto que la existencia de Chatwin podría resumirse en un constante estudio sobre el nomadismo pastoril, resulta difícil pensar que el nombre fuera producto del azar. A decir verdad, el periplo que Chatwin emprende con Arkady significa un viaje hacia el corazón del concepto aborigen de Edén. Un aspecto más lleva al lector a pensar que Chatwin meditó acerca del nombre más apropiado para su protagonista. El apellido de Arkady, Volchok, resulta ser un diminutivo de la palabra rusa lobo. En la cultura aborigen, a través de un animal totémico se consigue la conexión con la cosmogonía geográfica particular. En el caso de Arkady se trata del lobo, un animal fundamentalmente nómada (Meanor, 1996).

Existen varias teorías acerca de la figura que inspiró a Chatwin a diseñar el personaje de Arkady. Nicholas Shakespeare asegura que Toly Sawenko, su guía personal en Australia, comparte muchos rasgos comunes del carismático Arkady. Sawenko, cuando conoció al escritor británico, se encargaba de alzar mapas de los sitios sagrados aborígenes para el Aboriginal Land Council. Tal y como hacía su equivalente literario, asesoraba sobre el trazado de la línea férrea de Alice Springs a Darwin con el fin de sortear su paso por lugares sagrados. Comparten también la ascendencia ucraniana. Shakespeare asegura que el encuentro entre Bruce y Toly fue definitivo a la hora de delinear el personaje central del libro (Shakespeare, 1999). Sin embargo, Chatwin nunca construiría un protagonista basándose en una sola persona. Su proceso de creación reviste mayor complejidad. Así lo expresa Rushdie en Imaginary Homelands al negar que él mismo fuera Arkady, como Chatwin se atrevió a afirmar en una ocasión: “La verdad es, por supuesto, que Bruce es Arkady así como el personaje al que llama Bruce. Es las dos caras del diálogo” (Rushdie, 1991, p. 233). Gnoli prefiere definir a Arkady como una especie de Virgilio que representa el doble literario del escritor. Ciertamente, Chatwin utiliza a Arkady en muchas ocasiones para manifestar sus propias ideas y temores (Gnoli, 2002). Lo describió en el libro como alguien cuya mente le fascinaba, aunque parecía un orador en un escenario y sus palabras expresaban conceptos en gran parte manidos. Un temor que a él mismo le acuciaba. Sería más acertado afirmar que Arkady no es Toly ni Rushdie ni el propio Chatwin, sino todos ellos al mismo tiempo. Aunque sí es cierto que vertió en este personaje parte de sus preocupaciones y le ayudó a divulgar de una forma sencilla el complejo mundo aborigen.

Colin Thubron resaltó las dificultades con las que se pudo haber encontrado Chatwin al escribir Los trazos de la canción. Para este destacado escritor de viajes resulta imposible comprender otra cultura completamente, puesto que siempre existirá un abismo insalvable. Esta barrera se acentúa cuando se trata de explicar un concepto como el de la creación del mundo, tan diferente al occidental, al menos en apariencia (Murray, 1993). Sin embargo, Chatwin podría haber superado esta dificultad por la manera en que transmite la sabiduría aborigen. En una entrevista para la editorial Granta resumió así el argumento del libro donde reúne toda su filosofía:

Los trazos de la canción son un laberinto de caminos invisibles que se extienden por cada rincón de Australia. Los mitos de creación aborígenes hablan de antepasados totémicos –mitad animal, mitad hombre– que se crearon a sí mismos y emprendieron largos viajes por el continente, cantando el nombre de todo lo que se cruzaba en su camino y de ese modo creando el mundo a través de la canción. En realidad, apenas existe una roca o un riachuelo o un eucaplyptus que no sea un acontecimiento en uno o varios de los trazos de la canción. En otras palabras, toda Australia se puede leer como una partitura musical [...] (Ignatieff, 1987, pp. 30-31).

Junto a Arkady, otro personaje que contribuye con Chatwin a plasmar esta filosofía tan compleja es el Padre Flynn, que se asemeja al Padre Manuel Palacios de En la Patagonia. El autor había llegado hasta Australia atraído por una fotografía de su niñez en la que aparecía una familia aborigen en movimiento. Desde este instante se había identificado con una cultura cuya complejidad intentará desentrañar durante este viaje. La charla que mantiene con el Padre Flynn desvela el verdadero interés del escritor en el mundo indígena. Chatwin se preguntaba por qué los traslados eran una de sus constantes. O lo que es lo mismo, por qué el hombre no podía permanecer sentado sin renunciar con ello a su verdadera naturaleza. El Padre Flynn explica al autor que los aborígenes necesitan ser nómadas y requieren asimismo mantenerse en constante movimiento al vivir en pleno desierto y habitar en un territorio donde la lluvia podía tardar años en caer. Caminar en una tierra de tales características constituía una necesidad y permanecer en el mismo lugar equivalía al suicidio. Por tanto, se cumplía en ellos, como en Chatwin, la paradoja de que su hogar era aquel sitio que podrían abandonar cuando quisieran: “Todos esperaban contar con no menos de cuatro vías de salida por las cuales se pudiera transitar en caso de crisis” (Chatwin, 1988, p. 69). Flynn corrobora las ideas de Chatwin acerca de los males del asentamiento al explicar que todos los habitantes de Australia poseían un trozo de tierra antes de que los blancos llegaran. Todos heredaban como propiedad privada un fragmento de canción de su antepasado y, por lo tanto, el pedazo de suelo sobre el cual se extendía: “Los versos de cada individuo eran sus títulos de propiedad sobre el territorio. Podía prestárselos a otro. Podía tomar prestados otros versos en canje. Lo único que no podía hacer era venderlos o deshacerse de ellos” (Chatwin, 1988, p. 70). Para los aborígenes el concepto de “bienes” representaba algo maligno que actuaba en su contra excepto cuando no impidiera su eterno vagar. No existe certeza de la veracidad de todo lo expuesto por Chatwin a través de este personaje. Sin embargo, el innegable atractivo de las afirmaciones seduce al lector que sucumbe a la belleza de los conceptos (Murray, 1993).

Esta escala de valores aborígenes significa para Chatwin un modelo al que imitar. De igual modo, expresa su admiración por el Padre Terence, que junto al Padre Flynn, le ayudan a exponer los beneficios de la filosofía nómada. Terence, sacerdote irlandés de la orden del Císter, ha elegido vivir en una playa del mar de Timor tras renunciar a todo lo material. Pasa los días rezando, leyendo y escribiendo cartas. También se dedica a redactar un manual de pobreza. Para él las posesiones son los enemigos, porque al final se apoderan de uno:

Ahora, más que nunca, los hombres debían aprender a vivir sin objetos materiales. Estos llenaban a los hombres de miedo: cuantos más objetos materiales poseían, más tenían que temer. Los objetos se las ingeniaban para acoplarse al alma y dictarle luego a esta lo que debía hacer (Chatwin, 1988, p. 78).

En la cabaña de Terence podían verse algunas posesiones, pero Chatwin apunta que se disponía a emprender la marcha de nuevo precisamente por haberse encariñado de ellas. Para él, estar perdido en el desierto equivalía a encontrar el camino hacia Dios. Pero Chatwin se apresura a matizar que al Padre Terence le preocupaban más ahora los necesitados que su propia salvación. Acercarse al desierto significa para Chatwin aproximarse a nuestro lado más humano, a ese momento en el que el hombre, libre de posesiones, aún no había sido traicionado por el ansia de poder y riqueza representada en la figura de Caín: “El hombre nació en el desierto, en África. Cuando vuelve al desierto, se descubre nuevamente a sí mismo” (Chatwin, 1988, p. 78). El Padre Terence reconoce con dificultad que el concepto de trazos de canción se asemeja al precepto cristiano de “Yo soy el camino”, tal y como había discutido en una ocasión con el Padre Flynn. Del mismo modo que la Biblia comienza con “al principio fue el verbo”, la cosmogonía aborigen arranca “al principio fue la canción”. Sin embargo, Terence no comprende que los aborígenes no hayan dado el paso hacia la fe cristiana y adoren a Jesucristo. Aquí el referente mítico de Chatwin es el cristianismo. Resuenan en su libro las tradiciones judeo-cristianas en las que el viaje solitario por el desierto equivale a la purificación espiritual dando lugar a una epifanía. El viaje del autor sigue este paradigma y se convierte en un descubrimiento de sí mismo (Nicholls, 2019).

No solo el encuentro con estos personajes sorprendentes, las conversaciones y revelaciones que formulan, ayudan a Chatwin a explicar el mundo aborigen y lo que representa. Recurre también a la constante comparación con la cultura occidental, como sucede con el padre Terence, y las semejanzas con la fe cristiana. Una de las primeras analogías que utiliza se refiere a Rilke, poeta que compartía con los aborígenes la idea de concebir el mundo a través de la canción. Al igual que ellos, pensaba que la canción era existencia. El origen del mundo para los aborígenes se puede comprender al leer los dos primeros capítulos del Génesis, afirma Chatwin. La diferencia consiste en que “en el Génesis, Dios creó las ‘cosas vivas’ y después plasmó al padre Adán con arcilla” (Chatwin, 1988, p. 20). En Australia, los antepasados de los aborígenes se moldearon a ellos mismos a partir de ese material. Nacieron de esta manera miles, cada uno perteneciente a una especie totémica diferente. Cada antepasado recorrió entonces la tierra dejando a su paso las notas musicales que se convertirían en vía de comunicación entre las tribus. Por eso todo el país se puede considerar una partitura. Los antepasados son poetas en el sentido original de poesis, que significa creación. Su forma de crear el mundo es en cierto sentido como la Refutación de la materia del obispo Berkeley, según Chatwin, que consideraba la existencia como el hecho de ser percibido. No solo encuentra coincidencias con el mundo occidental. La idea de creación aborigen también contiene algo de budismo, porque ambos consideran el mundo una ilusión.

Cuando Arkady regala a Chatwin un ejemplar de La Metamorfosis de Ovidio, se da paso a las comparaciones con los clásicos. La canción del antepasado lagartija, representado para él en un asentamiento aborigen, equivale a la historia de Helena. Arkady hace referencia a un día en Grecia mientras leía a Ovidio:

Se me ocurrió pensar que tal vez toda la mitología clásica representaba los vestigios de un gigantesco ‘mapa de canciones’: que todas las idas y venidas de los dioses y diosas, las cuevas y los manantiales sagrados, las esfinges y las quimeras, y todos los hombres y mujeres que se transformaron en ruiseñores o cuervos, en ecos o narcisos, en piedras o estrellas ... todos ellos se podrían interpretar en términos de una geografía totémica (Chatwin, 1988, p. 137).

Chatwin encuentra así ideas universales representadas en la filosofía aborigen. Pero más importante aún, Chatwin aprovecha para explicarse a sí mismo, como afirma Gnoli: “Las metamorfosis –o sea, los incesantes cambios que el movimiento dejaba a sus espaldas– fueron para Chatwin la manera de tomar distancia de sí mismo, de los propios orígenes y de la propia historia” (Gnoli, 2002, p. 35). A medida que avanza el viaje, son cada vez más obvias las transformaciones que Chatwin está sufriendo.

La explicación de las relaciones totémicas constituye una de las partes más complejas del libro, a pesar de su constante referencia a la cultura occidental. Por ejemplo, cada Wallaby hombre proviene de un padre Wallaby-universal que era el antepasado de otro Wallaby hombre o animal. Si matan a un Wallaby, todos los miembros del clan cometen actos de fratricidio y canibalismo. Chatwin aclara el concepto de las relaciones totémicas comparándolas a otros símbolos como el oso para el ruso, el león para los británicos y el águila para los americanos. La historia se repite:

Cualquier especie –explicó Arkady– puede ser un Ensueño. Un virus puede ser un Ensueño. Puedes tener un Ensueño varicela, un Ensueño lluvia, un Ensueño naranja del desierto, un Ensueño rojo. En los Kimberleys ahora tienen un Ensueño dinero. Y los galeses tienen puerros, los escoceses cardos y Dafne se transformó en laurel (Chatwin, 1988, p. 21).

Al igual que había hecho en sus obras anteriores, Chatwin medita acerca de las consecuencias de la pérdida de la libertad nómada, esa libertad para seguir en movimiento en contraposición al estatismo esclavista de la sociedad. Observa las ruinas de un mundo aborigen en el que una persona, mediante la canción, es capaz de proyectarse sobre su propio antepasado humano o animal, y, de este modo, se convierte en parte de la tierra misma. En el momento en el que se prohíbe a los aborígenes acceder a sus trazos de canción, su paraíso se derrumba (Meanor, 1996). Su Edén, además, no se limita a un lugar específico, sino a toda un área que abarca un continente entero. Cualquier rincón es sagrado para ellos, porque cada piedra, cada mínima parte de la tierra, encierra un significado mitológico vivo. Los aborígenes no han perdido el concepto de sagrado como un todo. Para ellos no existe diferencia entre el espíritu y el cuerpo, entre lo profano y lo sagrado, como tampoco distinguen entre el hoy y el mañana, porque los trazos de canción funden los extremos en un mismo concepto. No pueden evocar un paraíso primitivo porque viven en un estado edénico perpetuo regido por unas reglas que todos los miembros de la tribu cumplen. Arkady intentará por todos los medios evitar o al menos posponer la catástrofe que supondría disociar el trazo de la canción de la tierra misma, puesto que son una misma cosa. Procurará mantener viva la visión mítica de la creación aborigen, una creación que es constante, puesto que cada vez que un aborigen entona su trazo de canción está constituyendo el mundo de nuevo. Sin embargo, tal y como ocurre en En la Patagonia, el universo nativo está demasiado sometido al sedentarismo como para que esto no suceda. Muchos de ellos son ya adictos al alcohol y a las drogas.

La manera en la que Chatwin abordó la cuestión de los derechos políticos de los aborígenes australianos y la trascendencia de la relación de los seres humanos con la tierra, siempre hablando en términos generales y con su visión pacífica de la naturaleza humana en relación con su medio ambiente, hizo que sintonizara con una generación cada vez más interesada en una serie de actitudes e ideas filosóficas que se englobaban en la denominada New Age(Murray, 1993). A Chatwin, sin embargo, resulta difícil encuadrarle en cualquier posición ya no solo filosófica, sino también política. No acostumbraba a verter declaraciones de este cariz. Las consideraciones sociales y económicas rara vez se destacan en sus relatos. Esta última recuerda cómo en una ocasión Chatwin abordó un informe de la NSPCC (Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad con Los Niños) dejando de lado las implicaciones económicas del problema. El informe sugería que los niños encerrados durante largos períodos en edificios de apartamentos de muchos pisos podrían correr algún riesgo de desarrollo mental retardado. Planteó el tema con una explicación que ponía de relieve su psicología:

Viajar no sólo amplía la mente. Crea la mente. Nuestras primeras exploraciones son la materia prima de nuestra inteligencia... Los niños necesitan caminos para explorar, para orientarse en la tierra en la que viven, como un navegante se orienta por las señalizaciones conocidas. (Clapp, 1997, p. 254).

El problema le interesó a medida que se acercaba a su única obsesión. No reparó en el trasfondo político-económico que semejante informe ponía sobre el tapete. Pero conviene no olvidar que Chatwin no era un escritor social ni lo pretendía ser. Exponía las condiciones penosas de los aborígenes en Australia, como había hecho con los nativos de Patagonia, porque deseaba plasmar los males de la civilización. No aspiraba a elaborar un discurso político-social. Aquellos involucrados en el movimiento en defensa del derecho a la tierra en Australia no se lo perdonaron. Chatwin, por el contrario, asegura Susannah Clapp, opinaba que había publicado Los trazos de la canción para celebrar el rigor de los aborígenes:

En una cena en Sydney, un hombre muy inteligente discutió conmigo; dijo que nunca había encontrado aborígenes; dio a entender que los aborígenes eran ajenos a la realidad australiana. Entonces recobré la voz y dije que los aborígenes, o su destrucción eran tan importantes como la Colonia Penitenciaria en la conciencia de los australianos. (Clapp, 1997, p. 255).

Algunos comentaristas y antropólogos australianos rechazaron el libro por presentar una visión semicolonial del hombre blanco como héroe y por recurrir en exceso a la opinión de los blancos acerca de la cultura aborigen. Chatwin observó la idiosincrasia indígena bajo su perspectiva personal. Se erigió, sin que se lo pidieran, en defensa de una causa de la que, además, no era ni siquiera un experto. Este era el punto de vista de muchas personas con las que entabló relación durante su viaje a Australia. Creen que utilizó la información que le dieron con fines personales. Este fue el motivo de su decepción. Su información y conocimiento fueron manipulados. Según la opinión de estos conocidos con los que estableció contacto, sería erróneo pensar que el libro de Chatwin ayudó a los aborígenes australianos o que con él se contribuyó a extender el conocimiento de una cultura antes no conocida. La imagen que dio del continente fue falsa, según ellos. De poco sirve que “defendiera” o popularizara la Australia aborigen cuando lo que contó no se correspondía con la verdad. Pecó de lo que antes habían pecado otros. Recorrió el camino más corto entre la idea que deseaba transmitir y el conocimiento real de una cultura ancestral, por ejemplo, bombardeando con preguntas a población blanca que trabajaba con aborígenes en lugar de interactuar con los nativos para informarse (Nicholls, 2019). Durante la época dorada de los viajeros británicos, la información que los exploradores transmitían a sus conciudadanos pasaba el filtro de su mentalidad europea o, mejor dicho, imperialista. Describieron el mundo bajo esa perspectiva. Chatwin repitió la misma operación. Sin embargo, criticar a Chatwin por ello implica un desconocimiento pleno de su personalidad. Al escritor británico le preocupaba el hombre y ese desasosiego que le empujaba a viajar, sin atender a su raza, color, sexo o inclinación política. Como apunta Gnoli,

en el seno de los años sesenta y setenta, cuando la palabra nómada tenía un peso tan subversivo que se confundía - como dijeron Deleuze y Guattari- con el ritmo mismo de la máquina de guerra, Chatwin, como la salamandra, atravesó indemne el fuego de la ideología (2002, p. 25).

Para Chatwin el trashumante era un ser apolítico. Su actitud implicaba una posición fuera del Estado no en contra de él. Sin embargo, se da la paradoja de que, al rechazar la oposición civilización-barbarie, estaba lanzando una profunda crítica al sistema. Admitió que no compartía aquel sentimiento de ególatra autoestima que Occidente, en particular, demostraba de sí mismo, como apunta Gnoli (2002). Del mismo modo, cuando en sus cuadernos de notas señala que las pautas de dominación y las estructuras jerárquicas llegan con los asentamientos, también está profiriendo un discurso político contra el poder establecido. Chatwin siempre estará al lado de los débiles y se percibe esta línea ideológica en ciertos comentarios del libro (a los aborígenes se les presenta como más sabios y considerados en una Europa de materialismo descerebrado), a pesar de mantener siempre la objetividad y la neutralidad. Resulta muy complicado plasmar experiencias viajeras en un libro y no recurrir a comparaciones o críticas hacia la cultura propia, aunque no sea este el principal objetivo. Chatwin era consciente de que se enfrentaba a un gran dilema. No conocía la cultura aborigen con la suficiente densidad, aunque esta tampoco era su intención. A decir verdad, tampoco disponía de tiempo suficiente para dedicarle la energía necesaria. La muerte le acechaba. Pero, en cualquier caso, siempre se habría topado con ese abismo que separaba dos culturas diferentes. Un abismo, en la mayoría de ocasiones, imposible de salvar. Hubo críticos que se quejaron de su intento de traducir el concepto de trazo de canción desde el lenguaje aborigen al inglés eliminando su auténtico sentido y transformándolo en un discurso interesante y misterioso. Esto último es lo que Chatwin deseaba y no puede reprochársele que lo hiciera. Era un escritor europeo, relacionaba y comparaba la cultura aborigen con la suya propia (Murray, 1993). Chatwin se atrevió a presentar su teoría pensando que contribuía a descubrir algo importante. Vio en la cultura aborigen la explicación a su desasosiego, como antes la había vislumbrado en la sonrisa de los Nemadi y decidió, por fin, poner por escrito, en forma de respuesta, aquello sobre lo que había estado reflexionando durante muchos años. No pretendía elaborar un tratado sobre la cultura aborigen, como él mismo manifestó en una ocasión:

Podría haber elegido vivir en un asentamiento aborigen. De ser así, hubiera tenido que experimentar algún tipo de ritual iniciático. Pero mi postura era permanecer como observador, acercarme lo más posible sin tener que pasar por todo aquello. Sencillamente no quería que fuera de esa manera (Chatwin, 1987, p. 34).

También lo hace explícito en Los trazos de la canción:

Yo había viajado a Australia con el propósito de intentar aprender por mí mismo, y no a través de libros ajenos, lo que era un Trazo de Canción... y cuáles eran sus efectos. Obviamente, no iba a llegar al fondo de la cuestión, ni tampoco pretendería tanto. (Chatwin, 1988, p. 20).

Está dejando claro, desde el principio, que el mundo aborigen va a observarse bajo su punto de vista. Por otra parte, Los trazos de la canción no han dejado de ser nunca un libro de éxito, a pesar de las críticas. Además, las nuevas líneas de investigación académica relacionadas con la escuela ecocrítica realizan una relectura del texto que favorece la postura del autor. El libro se puede leer como una contribución a la visión del acto de caminar como una estrategia de representación de una geografía postcolonial. La narrativa emerge como una peregrinación, más que como ejemplo del orientalismo de Said (Morrison, 2012). Caminar refuerza la construcción de la identidad, idea muy cercana a las preocupaciones que Chatwin intentaba resolver con esta obra y, concretamente, con la exposición de sus cuadernos de notas.

4. De las libretas de apuntes: la columna vertebral de la filosofía personal de Chatwin

La manera que elige de explicar la conexión entre el mundo aborigen y su preocupación por el nomadismo es a través de la exposición de las ideas en su cuaderno de notas. El contenido de estas confiere fuerza al núcleo del libro, a pesar de su aparente desorden, y proporcionan una respuesta a lo planteado no solo en la obra en sí, sino también a su propia vida como viajero infatigable. Chatwin demuestra que sus lecturas han provocado en él una metamorfosis vital. Si no hubiera leído acerca de Australia, nunca habría llegado hasta allí; si no hubiera leído los fragmentos que expone, no habría alcanzado las raíces de su desasosiego. El libro, que había seguido una estructura narrativa lineal hasta ese momento, comienza a avanzar en una dirección totalmente diferente, hasta tal punto que Los trazos de la canción gira hasta plasmar una sucesión de textos pertenecientes a otros.

Una de las razones por las que optó por esta manera de presentar su obsesión radica en las inminentes dolencias de su enfermedad, que pronto le conducirían a la muerte. Se sentía tan débil y vulnerable que, al ser incapaz de construir un hilo argumental sólido, no tuvo más remedio que elegir el mal menor y simplemente copiar las notas acumuladas a lo largo de los años referentes al tema. Superpuso citas, observaciones y pequeñas anécdotas, dejando al lector reconstruir por sí solo el tema planteado. Sin embargo, Meanor opina que la técnica utilizada de yuxtaposición de citas responde al espíritu de escritor creativo que afloraba en Chatwin. No podía utilizar un discurso lineal cuando el mundo aborigen, donde encuentra respuestas a su inquietud, es precisamente atemporal y no lineal. Un análisis de esta cultura no podía llevarse a cabo con métodos de análisis europeos, dice Meanor. Nombra influencias como Charles Olson, que empleó una técnica similar en su Maximus Poems y que, además, consideraba que la forma no era más que una extensión del contenido. Meanor también lo compara con Paterson, de William Carlos Williams, y con Cantos, de Ezra Pound, puesto que, como Chatwin, se vieron forzados a generar nuevas estrategias narrativas debido a la inmensidad de temas y a los requisitos formales de sus obras (Meanor, 1996).

Chatwin era consciente de lo ambicioso de su proyecto. Antes de exponer sus inquietudes personales y sus conclusiones acerca del origen del desasosiego humano, decidió expresar de algún modo su temor a no ser comprendido. Chatwin no pretendía desarrollar una teoría filosófica que definiera la moral humana. Como Gnoli afirma, solo puso por escrito ese deseo de imaginar un estado de felicidad primigenia gozada por el hombre durante un tiempo en el que aún no había sido aprisionado por las convenciones civiles. Quiso mostrar la poca valía de la sociedad occidental, su inoperancia (Gnoli, 2002). Expresa su miedo a través de la lectura de Songs of Central Australia, de Theodor Strehlow. Chatwin conocía la obra de este escritor desde hacía muchos años, e incluso propuso al Sunday Times escribir acerca de él en 1972. Lo consideraba un genio. En una ocasión manifestó:

Su Songs of Central Australia –tan excéntrico como puede parecer– no se trata sencillamente de una especie de tratado etnográfico, sino quizá el único libro del mundo, el único verdadero intento desde La Poética de Aristóteles, de definir lo que es canción (y con canción se incluye a todo lenguaje). (Shakespeare, 1999, p. 409).

Pero la obra de Strehlow fue duramente criticada por los activistas de los derechos de la tierra. Le acusaron de robar información sagrada a aborígenes ancianos y de utilizarla en su propio beneficio, aunque su propósito consistía en mostrar que “los aspectos de la canción aborigen tenían su gemelo en hebreo, griego antiguo, escandinavo antiguo o inglés antiguo: las literaturas que reconocemos como propias” (Chatwin, 1988, p. 83). Había captado la conexión entre canción y tierra. Deseaba llegar a las raíces de la canción misma. Nadie le agradecería su intento. Sin embargo, a Chatwin la lectura del libro de Strehlow le empujó a escribir y desprenderse de ese temor a lanzar ideas que le bullían en la cabeza porque en Songs of Central Australia vio “nada menos que la clave para desvelar algunos misterios de la condición humana” (Gnoli, 2002, p. 33), llegando a afirmar que “La lectura de Strehlow me había despertado el deseo de escribir algo. No estaba borracho –todavía– pero hacía mucho tiempo que no estaba tan próximo a la borrachera. Cogí un bloc de papel amarillo y empecé a escribir” (Chatwin, 1988, p. 85). Una vez que se ha liberado de sus temores y ha aprendido a través de sus lecturas cuál es la raíz de su inquietud, comienza a elaborar su propia teoría, es decir, su propio trazo de canción (Meanor, 1996) anunciando: “En el comienzo” (Chatwin, 1988, p. 86).

En este capítulo titulado “En el comienzo” Chatwin detalla en apenas 12 párrafos la creación del mundo aborigen:

El lodo chorreaba de sus muslos, como la placenta de un recién nacido. Luego, como si aquél fuera el primer vagido del niño, cada Antepasado abrió la boca y gritó: ‘¡Yo soy!’. ‘Yo soy... Serpiente... Cacatúa... Hormiga... Melera... Madreselva...’ Y este primer ‘¡Yo soy!’, este acto primigenio de imposición de nombre, fue definido, entonces y por siempre jamás, como el dístico más secreto y sacrosanto de la Canción del Antepasado (Chatwin, 1988, p. 87).

Indagar de nuevo en el origen del mundo, unido a sus lecturas, sus conversaciones con Arkady y sus viajes, le dan la respuesta a su eterna pregunta: por qué el hombre viaja en lugar de quedarse en casa. Todo parece encajar de una manera perfecta en su tesis. Todo lo vivido desde su viaje a África huyendo del sedentarismo materialista cobra sentido una vez que ha captado la esencia de la cultura aborigen. El hombre había nacido para caminar, y, concretamente, para caminar en el desierto. Cualquier desvío en otra dirección lleva a la infelicidad. Recurre a la creación del mundo aborigen como una forma de explicar que él mismo ha tenido que remontarse al comienzo de sus inquietudes para entrelazar y unificar todo lo leído y vivido. En la Patagonia necesitó llegar hasta la cueva para emprender un nuevo camino al comprender que lo trascendental era el viaje, no su objetivo. En Australia ha descubierto, caminando, que el hombre recuperará su libertad y su felicidad si regresa a la simplicidad de la vida en el desierto, como los aborígenes, como los Nemadi con los que convivió, como todas aquellas tribus nómadas que no han sido aún dominadas por otras civilizaciones.

Tras explicar en el capítulo “En el comienzo” cuál es la intención de su obra, se dispone a dar argumentos para su teoría en otro gran apartado llamado “De las libretas de apuntes”, donde incluye apuntes, conversaciones, citas de notables escritores, breves anécdotas y otro tipo de material inclasificable relacionado de una u otra forma con la pasión del hombre por el viaje. A lo largo de la vida de Chatwin sus libros de notas han ido reflejando las respuestas a sus inquietudes. Todo el material de sus cuadernos lo utiliza el autor para revelar obsesiones, preocupaciones y, más importante, exponer argumentos. Su pasión por el nomadismo la desvela pronto en el libro. Cuenta a Arkady cómo huyó del mundo del arte tras su célebre afección en los ojos. Se fue a Sudán en busca de amplios horizontes y compartió un período de su vida con una tribu nómada de la que aprendió lecciones fundamentales: “los nómadas habían sido la palanca motriz de la historia” (Chatwin, 1988, p. 27). Los faraones habían desaparecido; sin embargo, la tribu con la que había convivido perduró a lo largo de los siglos. Sintió que debía descubrir el secreto de su incansable vitalidad, el porqué de sus viajes sin principio ni fin. Esta tribu africana compartía con los Pintupi, la última tribu salvaje australiana introducida en la civilización blanca, la misma escala de valores: lo más apreciado eran unas piernas fuertes. Chatwin resalta el hecho de que siempre sonreían. Sus hijos, a pesar de las duras condiciones ambientales, crecían sanos y fuertes. No importaba el continente ni la raza. Todo respondía a una misma idea. Parecía que lo natural en el hombre era mantenerse en movimiento. Por ello Chatwin decidió abrir sus cuadernos de notas y hacer frente a la verdadera razón por la que estaba en Australia:

Pensé que, antes de que se apoderara de mí un enfermizo espíritu sedentario, debería reabrir aquellas libretas. Debería asentar sobre el papel un resumen de las ideas, citas y encuentros que me habían divertido y obsesionado, y que esperaba que arrojaran luz sobre lo que para mí es el problema de los problemas: la naturaleza de la tendencia humana a desplazarse de un lado a otro (Chatwin, 1988, p. 188).

Chatwin admitió en una entrevista (Ignatieff, 1987, pp. 26-27) que tal yuxtaposición de citas literarias y pensamientos fue una ocurrencia ingeniosa de abordar el tema. Recordó un ensayo de Walter Benjamin donde expresaba que el libro ideal sería una recopilación de citas. También contaba con el ejemplo del poeta y ensayista vienés Hugo Von Hofmannsthal, que escribió una obra donde mezclaba citas y pensamientos personales. De las libretas de apuntes debe las bases de su argumento al dicho de Blaise Pascal que considera la permanencia en una habitación cerrada como fuente de todas las desgracias. ¿Por qué el ser humano tiene que emprender grandes viajes o cambiar de ciudad?, se preguntaba. Pascal encontró la respuesta en nuestro irremediable deseo de combatir la inmortalidad. Se necesitan distracciones que eviten recapacitar sobre lo que carece de explicación. Chatwin elabora su propia solución a la pregunta de Pascal. Quizá la necesidad de distracción, “nuestra manía por lo nuevo, era, en esencia, un impulso migratorio instintivo afín al que experimentaban las aves en otoño” (Chatwin, 1988, p. 188). Las notas tomadas en Suráfrica, junto a todo lo aprendido acerca de los trazos de la canción, confirmaron su teoría. Al revisar ahora estos apuntes comprende que hacía mucho tiempo que se había confirmado su teoría:

Lo que aprendía allí –junto con lo que sabía ahora acerca de los Trazos de la Canción– parecía confirmar la conjetura que había acariciado durante mucho tiempo: que la selección natural nos ha programado –desde la estructura de nuestras células cerebrales hasta la estructura de nuestro dedo gordo del pie– para una vida de marchas estacionales a través de un territorio que nos saca llagas y que está cubierto de zarzas. (Chatwin, 1988, p. 189).

De ser esto así, el desierto sería el hogar; por ello, las posesiones encadenan y esconden tras de sí una opresión. Este argumento explicaría su propia experiencia personal que le llevó a renunciar a Sotheby's y a su mercado de objetos. Los Nemadi, cuando se les prohibió cazar, decidieron esperar la llegada de mejores tiempos en lugar de dedicarse al pastoreo, sabiendo que esta actividad les conduciría a la violencia. Para Chatwin, en esa renuncia residía el secreto de su sonrisa. Al mismo tiempo esa felicidad interior escondía un secreto aún más valioso:

La sonrisa, añadí, era como un mensaje de la Edad de Oro. Me había enseñado a rechazar drásticamente todos los argumentos en favor de la perversidad intrínseca de la naturaleza humana. La idea de retornar a la simplicidad original no me parecía ingenua ni anticientífica ni desconectada de la realidad (Chatwin, 1988, p. 155).

Chatwin va más allá. Se declara defensor de aquellas teorías filosóficas que afirman que el hombre es bueno por naturaleza. Chatwin predice que el futuro de la humanidad depende de la capacidad de renuncia. Si el hombre cumple las reglas del ascetismo, podrá sobrevivir: “El renunciamiento puede dar resultados, incluso a esta altura de la historia ... Estoy de acuerdo, asintió Arkady. Si el mundo tiene futuro, este ha de ser ascético” (Chatwin, 1988, p. 155). Chatwin lanza un mensaje muy claro en este libro:

La verdadera libertad es la libertad espiritual de las posesiones, la felicidad generosa e irreverente del nómada; esta libertad no es una fantasía de los viajeros o los poetas románticos o los antropólogos primitivistas, sino una realidad enraizada en las experiencias más tempranas de la tierra que aún perviven y brillan en las vidas de aquellos pueblos nómadas aún no civilizados. (Meanor, 1996, p. 113).

Para Chatwin este constituía el mensaje oculto tras la complejidad de la filosofía aborigen. Los objetos por sí solos carecen de valor. El hombre, a lo largo de su evolución, ha ido otorgando a las posesiones una categoría que no es inherente a ellas. Los aborígenes, al permanecer en contacto con la idea esencial contenida en esta verdad absoluta, no tropezaron con las dificultades derivadas del afán por la propiedad privada. Su mente se mantuvo libre de los objetos. Como él mismo manifestó en una entrevista con Michael Ignatieff, los trazos eran el concepto más fascinante con el que se había encontrado puesto que “Hacen burla de aquellas teorías pregonadas en nombre de la ciencia: que el hombre es un depredador territorial cuyo impulso es atacar o destruir a su vecino” (Ignatieff, 1987, p. 31). Comparte la visión del hombre de Rousseau y constata la demostración de la teoría en el mundo aborigen.

De las libretas de apuntes constituye, por tanto, la columna vertebral de su filosofía personal. Las notas aportan espiritualidad al libro. Proporcionan la llave que permite comprender el sentido último de la obra. Recoge opiniones compartidas por otros grandes genios que, como él, padecían la enfermedad del domicilio. Abre la serie con Baudelaire, que da nombre a la inquietud de tantos viajeros. Le sigue Rimbaud, el denominado hombre con suelas de viento, y su pregunta existencial sin respuesta: ¿qué hago yo aquí?, planteada en mitad de un viaje en Etiopía. Chatwin cita también a Kierkegaard, quien asegura en una carta a un amigo, que se sentirá bien mientras camine todos los días. De Robert Burton escoge la prescripción para la cura de la melancolía: “Para esta dolencia (la melancolía) no hay nada mejor que cambiar de aire, que vagabundear en una y otra dirección, como aquellos zalmohenses tártaros que viven en hordas y que aprovechan la oportunidad de disfrutar de tiempos, lugares, estaciones” (Chatwin, 1988, p. 196). Las clasificaciones también ocupan lugar en sus notas. Existen dos clases de personas: los que viajan y los que se quedan en casa, según Kipling; opinión compartida por Baudelaire, que comparaba la vida a un hospital: “A cada enfermo lo posee el deseo de cambiar de cama. Uno preferiría sufrir junto a la estufa. Otro cree que se recuperaría si descansara junto a la ventana” (Chatwin, 1988, p. 193).

Uno de los ejes centrales de sus notas se define a partir de las reflexiones acerca de la condición sagrada del acto de caminar, otra de sus preocupaciones favoritas junto a la contraposición del viaje frente al sedentarismo y los orígenes de la agresión. Para Chatwin, los tres están íntimamente ligados entre sí. Pensaba que andar, viajar, moverse, en definitiva, restablecía la armonía en el hombre. Evitaba que se cometiesen crímenes por la ansiedad acumulada al anclarse. Los nómadas no se preocupaban por la idea de la propiedad privada ni por el territorio. Las guerras y la violencia no se generaban por esta razón. Antes que Chatwin, esta idea ya se había enunciado. Una cita del filósofo islámico Ibn Jaldún confirma que otros muchos comparten sus teorías: “Los hombres decaen, moral y físicamente, a medida que gravitan hacia las ciudades” (Chatwin, 1988, p. 226). Lo natural en el hombre es viajar, como lo confirma la definición de ser humano en tibetano: “El que marcha, el que realiza migraciones” (Chatwin, 1988, p. 228). La consecuencia de la renuncia al mundo nómada, es decir, el origen de la civilización, fue el nacimiento de la agresión. Caminar ayuda a la desaparición de los crímenes. Los nómadas, a menudo calificados de aberrantes y bárbaros por aquellos que han optado por el sedentarismo, no sienten interés en los conflictos originados por las luchas de territorio, como les ocurre a los aborígenes. “La tradición de la fogata del campamento enfrenta la de la pirámide” (Chatwin, 1988, p. 216), dice Chatwin a través de la cita de Martin Buber. En otra ocasión Chatwin sugiere que “ningún pueblo experimentó jamás tan vivamente como el judío las ambigüedades morales del asentamiento sedentario” (Chatwin, 1988, p. 224). El ritual migratorio conocido como Hadj (viaje sagrado) se realiza, apunta Chatwin, “para desarraigar a los hombres de sus hogares pecaminosos y reimplantar, aunque sólo fuera temporalmente, la igualdad de todos los hombres ante Dios” (Chatwin, 1988, p. 231). Encuentra apoyo a su teoría en personajes históricos como San Francisco de Asís, fundador de la primera orden eclesiástica mendicante, los franciscanos, defensores de la pobreza absoluta y la vida en los caminos suplicando limosnas. Junto a él aparece un epidemiólogo húngaro que conoció en el Monte Athos. Este aseguraba que el hombre no estaba hecho para el asentamiento. Por ello sufrían terribles enfermedades infecciosas que se desencadenaban al permanecer hacinados en un mismo lugar.

Siguiendo un estudio etimológico, Chatwin llega a la conclusión de que el asentamiento implica la pérdida de la inocencia. Se adoptan métodos corruptos derivados del ansia de poseer y la defensa de la propiedad privada. Casi todas las expresiones monetarias –capital, stock, sterling– hunden sus orígenes en el mundo pastoril. Los animales domésticos equivalen a currency, “cosas que corren”, del francés courir.

Descubre apoyo para sus teorías en el viaje mitológico del héroe. Este modelo representa para Chatwin las diferentes edades del hombre y su comportamiento en cada una de ellas: la separación, la iniciación y el regreso. El héroe siempre volverá a emprender el viaje después de haber destruido a la bestia y disfruta después de su hazaña. Viaja con el fin de exterminar al gigante o monstruo que amenaza con destruir a la población. Gana el héroe, demuestra su masculinidad y recibe un premio, la dama, un tesoro o tierras. Pero una vez conseguido todo lo que deseaba, llega un momento en su vida en la que el desasosiego se vuelve a apoderar de él y debe iniciar la marcha: “Nuevamente lo hostiga el desasosiego. Vuelve a partir: ya sea para morir en combate, como Beowulf, o para enderezar rumbo a un destino misterioso y desaparecer, como el ciego Tiresias se lo profetiza a Ulises” (Chatwin, 1988, p. 250). El triunfador, a pesar de su éxito y felicidad, emprende de nuevo su viaje. El cumplimiento de este ciclo vital simboliza el comportamiento ideal del hombre. Cada etapa del ciclo del héroe (la separación, la iniciación y el regreso) se corresponde con cada una de las clásicas edades del ser humano: “Cada Edad se inaugura con una nueva barrera que hay que sortear o con un suplicio que hay que soportar. La jerarquía del Héroe se elevará proporcionalmente a la medida en que completa, o parece completar, esta carrera de obstáculos” (Chatwin, 1988, p. 250). El resto de los mortales, al no ser héroes, se dedican a malgastar su tiempo y terminan envueltos en desarreglos emocionales. Por supuesto, esto último no le ocurre al héroe. Chatwin inició su marcha a Patagonia con la idea de reproducir gran parte de este esquema. Partió como un narrador que abandona el hogar para ir a un país lejano en busca de una bestia legendaria. En Australia dio un paso más al descubrir que la metáfora del viaje está en el corazón de toda narración: “Me parece bastante interesante que de una manera u otra todas las grandes leyendas épicas antiguas –ya sea la Odisea o Beowulf– son relatos de viaje. ¿Por qué razón la metáfora del viaje se esconde en el corazón de toda narración?” (Ignatieff, 1987, pp. 27-28). Chatwin había enlazado la idea de trazo de canción y mito, como explica Ignatieff: “En tu versión del mito, el joven inexperto viaja al desierto australiano en busca de sabiduría y se encuentra al pueblo aborigen dedicado, precisamente, a la misma labor” (Ignatieff, 1987, p. 30). Según Ignatieff, el resumen de la teoría de Chatwin sería el siguiente: el ser humano tiene su origen en África, donde gradualmente adquirió una serie de comportamientos instintivos que le permitieron sobrevivir y vencer a sus depredadores:

A medida que se adquirieron una serie de pautas instintivas nómadas de comportamiento, también se obtuvo un sistema de significados, una serie de mitos que han permanecido grabados en el cerebro a lo largo de millones de años... y estas son las estructuras narrativas que aún hoy reaparecen... (Ignatieff, 1987, p. 30) .

Un paradigma de este tipo de relato sería el del hombre que abandona el hogar y se dirige al desierto para encontrarse a sí mismo.

Solo los aborígenes distinguen los caminos por donde transcurre el trazo de la canción. Esta sabiduría equivale, dice Chatwin, al Santo Grial. El símbolo, en este caso, no está centrado en un único objeto, sino latente en cada uno de los rincones del continente. Como comenta Meanor (1996), los trazos de la canción concentran la dimensión divina del mundo aborigen y devuelven de esta manera el significado original de sagrado que se identifica con la plenitud. No existe separación entre lo profano y lo celestial, el cuerpo y el espíritu, ni entre la tierra y el alma. Los aborígenes no han renunciado a su unión con la naturaleza. Han mantenido intacto el vínculo que les une a ese tiempo pretérito de feliz trashumancia. Por esta razón, personifican una amenaza a los intereses nacionales de su país. Se les considera el último bastión prehistórico que se interpone al hombre moderno y su deseo de explotación de la tierra. Chatwin advierte que si se destruye ese vínculo con la tierra presente en la tradición aborigen (Arkady lucha para que esto no suceda), se aniquila la interdependencia del hombre y la naturaleza ilustrada en la idea de mito. Sostiene que el ser humano a medida que adquiría su instinto nómada, desarrolló una serie de mitos que han prevalecido en su cerebro a lo largo de toda su evolución. La renuncia al impulso nómada equivale al rechazo del propio lenguaje que había construido gracias a esos mitos. Los aborígenes quieren, precisamente, evitar que esto suceda. Al destruir el lazo con el núcleo más antiguo del ser, se rompe el cordón umbilical que une al ser humano con su origen más ancestral. Pierde sus referencias más primitivas, el significado original y más puro de las cosas. Esos mitos se reproducen en todo relato. A través de ellos se crean las narraciones que rememoran el devenir del hombre, su nacimiento, su lucha y su muerte. El héroe al partir en busca del Santo Grial vivifica ese recorrido que le une a su origen. El camino que traza es el alma de su propia historia. Los aborígenes son héroes fieles a esa tradición que les traslada al nacimiento de la capacidad de expresión.

La cultura indígena australiana ha mantenido intacto este momento en la historia del hombre en el que uno mismo equivalía al camino. Como Jane Dorrell apunta en su libro The Ancestor and the Song, el tema tratado en Los trazos de la canción no era en absoluto algo nuevo para Chatwin:

Chatwin llevó a cabo el mismo proceso en el Territorio Norte que en Patagonia diez años antes. Había escrito un libro absorbente acerca de un mundo que estaba desapareciendo, un mundo en el que se creía que si uno se dedicaba toda la vida a caminar y a cantar el trazo de la canción de su antepasado, se convertía finalmente en el camino, en el antepasado y en la canción (Meanor, 1996, p. 100).

Los trazos de la canción representan para él la creación, sin distinción de razas, ni nacionalidades. Estos trazos se extienden por todos los continentes y sus orígenes son milenarios:

Los hombres han dejado un rastro de canción allí donde han pisado (canción de la cual podemos captar un eco de cuando en cuando), y de que estos rastros han de remontarse, en el tiempo y el espacio, hasta un rincón aislado de la sabana africana, donde el primer hombre abrió la boca para desafiar los terrores que lo rodeaban, y gritó la primera estrofa de la Canción del Mundo: ¡YO SOY! (Chatwin, 1988, p. 322).

Los trazos de la canción pertenecen a todos, porque, para Chatwin, el hombre, cada vez que camina, recrea su propia espiritualidad. Es decir, los trazos de la canción no son algo, específicamente, australiano, sino una experiencia originaria y por ello universal, a la cual el hombre habría debido atenerse (Gnoli, 2002). Si el ser humano hubiera continuado la lógica de esta inmensa partitura musical, habría encontrado su propio territorio ya subdividido y delimitado. Ni la fuerza ni el poder ni las ambiciones habrían podido sustituir o romper la armonía de estos invisibles fragmentos de canción. Sin embargo, el hombre violó aquel espacio original. Repudió esa pureza existencial donde hubiera sido feliz. Tal y como Rousseau sostenía, las personas optaron por renunciar a su naturaleza y decidieron dar el salto a la sociedad civil perdiendo así su inocencia. La filosofía aborigen ha ayudado a comprender el significado del acto sagrado de caminar y las consecuencias del cese de su práctica. Chatwin va más allá y se imagina a Adán, al que identifica con el homo sapiens, vagando por el paraíso y nombrando con cada pisada una flor aquí, una piedra allí. Se figura al hombre inventando el mundo a medida que avanza. Para él los trazos de la canción, como afirma Gnoli, equivalen al nacimiento del hombre y su capacidad para nombrar las cosas “según la más clásica de las triangulaciones: sujeto, objeto y predicado: Imaginó, en otras palabras, que en esa retícula misteriosa nacía también el discurso” (Gnoli, 2002, p. 33).

5. Conclusión

Los trazos de la canción constituye la biografía espiritual de Bruce Chatwin porque en esta obra cubre un recorrido interior que le ayuda a localizar el origen de su inquietud, ese impulso que le alejaba del hogar insistentemente. Antes de morir, necesitaba explicar la naturaleza de su desasosiego y vuela a Australia en busca de un hilo argumental que otorgue coherencia a las inquietudes sobre el tema anotadas durante años en sus libretas de apuntes. Encontró en el mito indígena de la creación un espejo de todas sus preocupaciones sobre el nomadismo. Celebró el movimiento y llegó a la conclusión de que lo natural no es asentarse, sino vagar. Durante la redacción del manuscrito sentía la certeza de estar caminando hacia el final y aceptaba con tranquilidad el desenlace. Como Rushdie indicó, con este libro, Chatwin se libró de ese peso que había estado soportando toda su vida como escritor desde que comenzó a redactar el tratado inconcluso La alternativa nómada. Una vez puestas por escrito todas sus ideas acerca de los nómadas, el viaje, el desasosiego y otros tantos asuntos relacionados, podría crear, hablar o escribir sobre lo que quisiera. Aparece en la reflexión de Rushdie una nota triste. Chatwin solo escribió un libro más después de Los trazos de la canción, Utz: “Sólo disponemos de Utz para imaginar lo que hubiera sido capaz de hacer una vez que su odisea australiana le había ayudado a expresar las ideas que le habían perseguido durante tantos años” (Rushdie, 1991, p. 235). Esta obra sugería que Chatwin comenzaba algo nuevo. Sin embargo, el autor no quedó satisfecho del todo e incluso introdujo cambios en ediciones extranjeras. Esta insatisfacción nació de la sensación de que el libro había sido publicado antes de estar listo. Había una cantidad ingente de detalles que le hubiera gustado revisar, pero su estado físico no se lo permitió. No tuvo más remedio que aceptar ciertas incoherencias de las que era consciente. La muerte le había impuesto la clausura de su obra. Chatwin había llegado al final del camino: “Tal y como escribí en mis libretas de apuntes, los místicos creen que el hombre ideal caminará por sí mismo hasta una muerte justa. El que ha llegado vuelve atrás” (Chatwin, 1988, p. 334). De esta manera acaba su declaración de fe, encaminándose inevitablemente hacia la muerte.

Bibliografía

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Chatwin, B. (1987). Interview. Bruce Chatwin and Michael Ignatieff. En The Story-teller (pp. 27-34). New York: Granta.

Chatwin, B. (1988). Los trazos de la canción. Barcelona: Ediciones Península.

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