III.
SECCIÓN DE CÁTEDRAS

CÁTEDRA DE ESTUDIOS
SOBRE REGIONES

Hanzel J. Zúñiga Valerio

Los relatos de la pasión como memoria y narración ritual

Resumen: El presente artículo sintetiza elementos literarios y teológicos contenidos en los relatos conocidos como “la pasión” de Jesús en los evangelios canónicos. A partir de una ubicación en el género narrativo y en la labor de la memoria como reconstrucción selectiva, se presentan las principales conclusiones que la historiografía y la exégesis contemporáneas han obtenido de los textos que se refieren a la muerte de Jesús para, finalmente, comprender los mismos como narraciones rituales primitivas que responden a la degradación sufrida por la muerte ignominiosa y repentina de su líder en la cruz.

Palabras clave: Narraciones de la pasión, Muerte de Jesús, Teoría de la memoria, Jesús histórico, Historiografía, Antropología cultural.

Abstract: This paper synthesizes literary and theological elements once contained in the canonic gospel’s passages of “the passion of Christ”. The main conclusions that contemporary historiography and exegesis have obtain are introduced through the usage of the narrative genre and the selective reconstruction of memory. These refer to the death of Jesus in order to understand the texts as primitive ritual narratives that respond to the degradation suffered by the ignominious and sudden death of their leader on the cross.

Keywords: Passion narratives, Death of Jesus, Memory theory, Historical Jesus, Historiography, Cultural anthropology.

El estudio de los relatos de “la pasión” de Jesús, el galileo, tiene una doble dificultad para el investigador: en primer lugar, la cantidad de imágenes provenientes de la literatura, el arte y el cine evidencian el impacto que, en la cultura occidental, han tenido los últimos días de Jesús pero, a su vez, son elementos “distractores” para quienes buscamos reconstruir la historia a partir de las narraciones teológicas dadas; en segundo lugar, no queremos solamente realizar un trabajo “arqueológico”, sino, al mismo tiempo, comprender qué motivó a las comunidades originarias a conservar un drama, releerlo y reinterpretar la muerte ignominiosa de su líder. Teniendo en cuenta este doble reto, nos proponemos hacer una aproximación de los hechos convergentes y divergentes en torno a los relatos de la muerte de Jesús para, finalmente, interpretar esta narrativa en función de la ritualidad de los primeros seguidores/as de Jesús.

¿Qué son los relatos de la pasión?

El profesor R. E. Brown inicia su monumental comentario a los relatos de la pasión con una frase que describe el objetivo global de su obra:
“...explicar detalladamente lo que los evangelistas intentaron transmitir y transmitieron a sus auditorios mediante sus relatos de la pasión y muerte de Jesús” (2005, 41). Seguidamente explica cada punto: “los evangelistas” haciendo énfasis en las versiones diversas, “intentaron transmitir y transmitieron” recordando que una cosa fue lo escrito en el s. I con un objetivo y otra lo que –a lo largo de la historia– se ha interpretado, “a sus auditorios” aludiendo a la situación contextual, “mediante sus relatos de la pasión y muerte de Jesús” porque son realmente “relatos”, i. e., narraciones dramáticas.

¿Cuál es el valor tras estos textos conservados con tanto celo por la iglesia primitiva? Después del shock vivido ante la muerte violenta de su líder, las primeras comunidades buscaron en los textos sagrados del judaísmo y en la propia experiencia con el “Jesús pre-pascual” alguna explicación a partir de su contexto hermenéutico. Así, la muerte de Jesús fue interpretada tanto como una consecuencia de su vida, pero también, con la noción de sacrificio vicario. Los evangelios se centraron en comprenderla como la consecución lógica del proyecto emprendido: el “Reino de Dios”. Por eso, podemos decir que su muerte

. . . fue el resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino. . . (González de Cardedal 2005, 94-95).

A partir de este elemento histórico-teológico, cada evangelista adecúa su perspectiva destacando algunos puntos: Marcos y Mateo subrayan el abandono sufrido por Jesús soportando el suplicio de la cruz. No obstante, recuerdan también que esa soledad es aparente porque la persecución pasa y, en ella, se reconoce al verdadero enviado del Padre. Lucas, por su parte, señala que la muerte de Jesús no fue asumida por él con odio o rencor, sino que, en las situaciones límite, el perdón debe prevalecer como lo vivió Jesús, profeta y mártir (Brown 2005, 68-76). El cuarto evangelio, a diferencia de los sinópticos, hace un esbozo de cristología descendente del Jesús crucificado: entronizado en la cruz ha regresado a la esfera celeste al pasar “de este mundo al Padre” (Jn 13,1)1. En términos generales, las primeras comunidades cristianas leyeron la muerte de Jesús como prototipo de su actuación en medio de la persecución. En ese sentido recopilan los datos del pasado y los reinterpretan en el ejercicio de la memoria.

La historia es un proceso de reconstrucción nemotécnico. Es decir, toda narración histórica depende de la intencionalidad de los recuerdos de quien narra. No hay objetividad absoluta pero tampoco una simple invención homogénea. De ahí se desprenden los elementos comunes y, al mismo tiempo, la disonancia en los textos que contienen las tradiciones acerca de la muerte de Jesús. Los evangelios no son libros históricos, son teología de la historia, memoria de fe y testimonio que evalúa eventos históricos. Dicho de otro modo,

Los Evangelios no son libros de historia, ni lo pretenden. Son los grandes laboratorios de la memoria religiosa cristiana, que inauguran un nuevo modelo de comunicación literaria, desconocido hasta entonces en el mundo clásico, con una combinación entre composición escrita y tradición oral nunca antes experimentada. (Schiavone 2020, 12)

Hablar de “memoria religiosa” nos ubica muy bien en el objetivo del presente estudio porque trataremos de reconstruir elementos históricos y de comprender las narrativas como procesos rituales donde la interpretación recopila y transforma el recuerdo.

Memoria religiosa I: acontecimientos previos al arresto

La reconstrucción plausible de elementos que propondremos en esta y la siguiente sección debe comprenderse en el marco de la historiografía como ejercicio que relaciona los elementos fragmentarios presentes en el Nuevo Testamento. Los textos de los evangelios no pretenden hacer una descripción cronológica de una “última semana” de Jesús, sino que, en el marco de unos días buscan presentarnos acontecimientos relacionados de formas diferentes en cada obra para explicar el proceso de muerte de Jesús. Por esta razón, por brindar un ejemplo, no porque se nos narre el episodio dramático de los vendedores en el templo durante la “semana santa” quiere decir que haya acontecido dos o tres días antes del arresto. Es plausible que este y otros eventos pudieran haber sucedido en alguna de las otras visitas a Jerusalén, pero es colocada por los sinópticos allí en razón de incrementar la intriga hacia el clímax de la narración. Al final de estos dos apartados podremos entrever elementos antropológicos en el recuerdo transmitido por los documentos escritos.

Los evangelios sinópticos presentan una única “subida” de Jesús a Jerusalén en razón de simplificar la escena y colocar su “entrada triunfal” como inicio del fin. Se emplea el término griego ἀνάληψις, es decir, “elevación” porque el fin terrenal que se le avecina a Jesús es su puerta de ingreso al ámbito divino, en consonancia con el cuarto evangelio2. La imagen del asno o pollino que se utiliza puede prestarse para ambigüedades pues, a los ojos de sus contemporáneos, puede aludir al mesianismo regio de David (que pasea a su hijo Salomón para designarlo como su sucesor, cf. 1 R 1,33-40) o también la sencillez de un mesías humilde como en Zacarías (cf. 9,1-10). De tener un núcleo histórico, es muy plausible que sus contemporáneos comprendieran esta escena en código político porque el mesianismo, en toda la pluralidad que reviste el concepto durante la época del segundo templo, nunca puede verse vaciado de su dimensión regia. Esta entrada desafiante inaugura otras escenas que, de la misma forma, presentan a un Jesús confrontativo de cara al imperio romano y a sus emisarios.

En un segundo momento de esta semana, siguiendo una secuencia más o menos lógica, el hecho de que algunos consideren erróneo ver en la escena de la “purificación del templo” un acto violento de un Jesús sedicioso (Focant 2017, 556), es innegable la cuota “profético-apocalíptica” de esta acción desarrollada, posiblemente, en el patio de los gentiles. Hablamos de una protesta pública contra la forma de administrar el templo y contra la jerarquía sacerdotal impuesta por Roma. No es, solamente, una “cólera santa” como otros lo entienden (Wénin 2017, 572-573). El funcionamiento “interno” del templo no puede reducirse a su dimensión exclusivamente religiosa, sino que debemos contemplar su papel social. El grupo de sacerdotes (qohanim) oficiaban cotidianamente los sacrificios (‘olat tamid u “holocausto permanente”) en grupos de unos trescientos3: cada día se sacrificaba un cordero (mañana y tarde) acompañado de una mezcla de harina y aceite con una libación de vino. Los shabbat o días festivos había sacrificios suplementarios (en Sucot hasta setenta toros eran sacrificados en siete días). Los animales amarrados eran degollados de forma precisa, su sangre recogida en recipientes para asperjarla en derredor del altar, parte de su carne era incinerada mientras que otra quedaba para el templo. En toda esta labor, los sacerdotes eran atendidos por los levitas que les acompañaban cantando salmos. Para aquellos fieles que venían de sus trabajos, o de lugares distantes como el caso de los peregrinos, existía un complejo de baños rituales de purificación alrededor del monte del templo (miqwaot). Tres eran las fiestas de peregrinación: Pesaj (pascua), Shavou‘ot (pentecostés) y Sucot (cabañas) pero la más solemne de todas era (y sigue siendo para el judaísmo) Yom Kipur (día del perdón/expiación) donde el culto del templo llegaba a su máximo esplendor (Jaffé y Darmon 2017, 569-571). Teniendo en cuenta todo esto, el relato de la protesta de Jesús contra los cambistas es una nueva “grieta” en el lienzo de los evangelios que encubre tras de sí un conflicto mayor con las autoridades “sagradas” y, por ende, con los oficiales romanos presentes en la fortaleza Antonia que, ante cualquier altercado, reprimían violentamente a los alborotadores.

Otro punto a considerar, previo al proceso de Jesús, lo encontramos los relatos de la “última cena”. Estos preservan una tradición litúrgica anterior a los textos sinópticos: hacen recuerdo de Jesús en una comida festiva con sus discípulos para que este acto memorial se convierta en patrón de repetición (Dunn 2009, 40). Esta cena de despedida se convirtió, muy temprano, en el ritual central de las comunidades primitivas. En ellas, el cristianismo paulino las asoció a la muerte de Jesús y los relatos de la pasión juegan, en este desarrollo, un papel fundamental al poner en el escenario una entrega que debe ser imitada. Los sinópticos entienden, pues, la comida pascual de Jesús en el contexto de las cenas judías de bendición. El pan ácimo partido (recuerdo de la multiplicación de los panes) es asociado directamente con el cuerpo de Jesús y la copa con su sangre (recuerdo de la alianza de Ex 24,8) de tal forma que los comensales adquieren en la comida una nueva comunión con él en su muerte y resurrección (Gnilka 2019, 286). En la comunidad mateana este relato adquiere un sentido determinante desde la interpretación de “la nueva Torá” predicada por Jesús (Mt 5-7): participar de la “cena del Señor” es participar de la fuerza salvadora de su muerte practicando el “perdón de los pecados” y la comunión (Luz 2005, 182-183). Lucas, por su parte, destaca el hecho de que la pascua de Jesús (mirar hacia atrás) está en relación con el banquete futuro del Reino (Bovon 2010, 271-289). Su comensalidad y fraternidad, en la que todos –“pecadores” y “justos”– se sientan en la misma mesa, evidencian la llegada del Reino y los bienes mesiánicos que este trae (Borobio 2000, 9-11)4.

A pesar de las diferencias que encontramos en los relatos de la cena entre los mismos sinópticos, el esquema fundamental de la tradición presentado por Pablo en 1 Co 11 se mantiene: 1) “tomó” (λαμβάνω) pan, 2) “dio gracias” (εὐχαριστέω) o “pronunció la bendición” (εὐλογέω), 3) “partió” (κλάω) el pan y 4) lo “dio” (δίδωμι, único ausente en 1 Corintios) a sus discípulos (Cabié 1992, 318). A nivel histórico, la influencia paulina en la conformación de esta tradición ha sido determinante: sin saber exactamente las palabras dirigidas por Jesús en dicha comida de despedida, sí podemos afirmar que la comunidad primitiva releyó esta tradición como una entrega o donación anticipada a lo que sucedería al día siguiente. Es evidente la vergüenza inicial que la narración no esconde ante la huida de los discípulos y la negación de Pedro5. No hay razones para dudar de estos relatos en su núcleo histórico: la comunidad cristiana jamás crearía un relato donde presenta a los más cercanos colaboradores de Jesús abandonándolo, más aún, uno de los suyos “traicionándolo”6. En la narración se contrapone la entrega plena al abandono pues “todos huyeron” (Mc 14,50).

Finalmente, en lo que se refiere al día de la muerte de Jesús existen dos posibilidades provenientes de las fuentes evangélicas: los sinópticos consideran que Jesús tomó su última cena la noche del “primer día de los ácimos” (Mc 14,12), es decir, en la transición del día 14 al 15 de Nisán (ya de noche sería 15 en la tradición judía), su cena sería un seder y su muerte se ubicaría propiamente el día de la pascua (el viernes, ya habiendo celebrado la cena). No obstante, Juan afirma que fue “en la vigilia de la Pascua” (Jn 13,1-2), es decir, el día antes del seder (del 13 al 14 de Nisán) y la cena no fue, de manera alguna, una cena pascual. Esta diferencia cronológica ha sido un quebradero de cabeza para exégetas y teólogos7, en particular por la intención de los sinópticos de asociar la muerte de Jesús con el sacrificio del cordero pascual8, cosa que en Juan no es evidente. Los problemas se incrementan al constatar que aquello hoy considerado como el corazón del seder, el hagadá (el relato de la salida de Egipto), no se formalizó y no formaba parte de la cena sino hasta después de la caída del Templo (año 70 de nuestra era). Aunque muchos elementos de la cena pascual están presentes en los sinópticos el gran ausente es el cordero (no comerlo la noche de pascua consistía una falta similar a consumir alimentos durante el día de Kipur, un karet). Pero todo esto obedece a la teología sacrificial impregnada en los relatos donde Jesús sustituye al cordero pascual (Darmon 2017, 608-609). Por ende, releyendo los textos y cruzando líneas debemos preferir, no sin cautela, la cronología joánica (Schlosser 2017, 248). Aunque tal vez la explicación a tanta diferencia temporal matizada por la teología de cada evangelista pueda hallarse en la polisemia del término “pascua”: este designa, a la vez, la semana pascual del 17 al 15 de Nisán, el “sacrificio por la paz” que se hacía en ese período, la cena pascual propiamente dicha y el cordero en sí mismo (Burnet 2017, 584-585). Durante la festividad pascual podemos enmarcar las tradiciones del juicio y muerte de Jesús, el galileo.

Memoria religiosa II: juicio y muerte

El proceso de juicio y condena de Jesús representa el final de la narración evangélica y, en este sentido, el punto culminante de toda la historia que se ha venido desarrollando en sus respectivos evangelios.

En el caso del arresto de Jesús, los sinópticos afirman que los hombres armados que llegaron a prender a Jesús eran enviados por los sumos sacerdotes (Mc 14,43; Mt 26,47). Lucas afirma, cosa poco plausible, que las altas autoridades iban con ellos (Lc 22,52). Juan, por el contrario, habla de un contingente de soldados romanos con su tribuno (una cohorte, ¡alrededor de doscientos soldados!) y de guardias del templo (Jn 18,12). En cualquier caso, una pregunta sobreviene: ¿por qué tanto despliegue de oficiales para el arresto? ¿Qué de peligroso podía tener un predicador galileo junto con sus doce discípulos? Es evidente que estamos frente a una “grieta” que trasluce un evento más grande que, con la escena de la oreja cortada a un sirviente (curado en Lucas, pero no en los otros evangelios) por parte de un discípulo (identificado con Pedro en Juan), podemos concluir que hubo enfrentamiento armado y resistencia al momento del arresto y que este no fue solo el prendimiento de un hombre como siempre se nos muestra (Mc 14,47; Mt 26,51; Lc 22,50). Los evangelistas pretenden, sin embargo, exculpar a Jesús de toda forma de violencia y, a su vez, presentar su poder frente a quienes actúan “en las tinieblas”.

Luego del arresto, los sinópticos afirman que Jesús fue llevado a casa del sumo sacerdote en ejercicio (Caifás en Mt, pues Mc y Lc no dicen su nombre) mientras que en Juan es conducido hacia otra dirección: donde Anás, el sumo sacerdote jubilado, pues se encontrará con Caifás la mañana siguiente (en Lc el interrogatorio se da también de mañana, cf. 22,66). Salta a la vista el hecho de que, a pesar del arresto inesperado, ya estaba presente el Sanedrín “en pleno” (Mt 26,59; Mc 14,53), decidido a condenarle, pero tratando de guardar la apariencia de un proceso formal con “falsos testigos” (bochornoso elemento que Lc prefiere omitir). Al no dar fruto el procedimiento, el Sumo Sacerdote le confronta preguntándole por su mesianismo (“hijo de Dios”, “hijo del Bendito” son fórmulas regias, cf. Sal 2,7; 2 Sm 7,14) y las respuestas indirectas de Jesús se comprenden como “Tú lo dices, yo no” en el contexto de la literatura rabínica (Vermes 2007, 77). No obstante, el tono tendiente a confundir empleado por Jesús sobre sí mismo hace comprensible su afirmación. Según la ley rabínica, rasgarse las vestiduras es una forma de reestablecer la ortodoxia, pero, ¿pueden juzgarse estas palabras del Jesús de los sinópticos como “blasfemia”? Es poco probable. No se pronunció el “nombre de Dios” ni fue malempleado en ningún contexto, tanto que Jesús, en lugar de ser lapidado como prescribe la Torá (Lv 24,10-14), fue trasladado a la autoridad romana con otra acusación9. En toda esta escena podemos encontrar muchas problemáticas históricas que nos dejan un núcleo débil: al ser arrestado, Jesús fue llevado preso a la casa de un alto dirigente y mantenido ahí toda la noche. No goza de plausibilidad que el “proceso” judío se llevará a cabo dos veces (de noche y luego en la mañana como en Mc, Mt y Jn; en Lc es solo en la mañana) donde algunas autoridades judías (nunca fariseos, estos han desaparecido de la narración) vieron en sus acciones contra el templo y en la prohibición de pagar impuestos a Roma un peligro latente que podría convertirse, como antes había sucedido ya, en una revuelta. Luego de esto, fue llevado ante la autoridad romana correspondiente. Este núcleo histórico sirve de marco para que los evangelistas acusen a las autoridades religiosas de mala fe (un juicio nocturno, prohibido por la Misná) y para abordar, en el contexto de la Pasión, la “verdadera” identidad de Jesús (Senior 2017, 648). Además, con este trasfondo, no serán Jesús y Pilato hablando frente a frente, “no se encontraban un imputado y su juez, sino Dios y el César, que por fin dialogaban” (Schiavone 2020, 102).

El proceso delante de Pilato es otra de las escenas más icónicas de esta narración. El hilo narrativo de los evangelios es lógico y plausible: acusación-condena-maltratos. No obstante, más que pensar en un juicio con todos los elementos legales (ordo o quæstio) estaríamos frente a un procedimiento más rápido, también previsible para casos poco importantes (un interrogatorio o cognitio; cf. Piñero 2008, 208). El temor por una posible revuelta, tal como lo alude Juan en una escena anterior a los relatos de la Pasión (11,50), además de otros posibles conflictos de orden religioso (la crítica a la forma de administrar el templo, por ejemplo), motivaron a las autoridades judías con la colaboración romana a denunciar a Jesús ante el prefecto Poncio Pilato. El prefecto de Judea es dibujado como timorato, indeciso, inclusive temeroso ante Jesús y las autoridades judías. Esta imagen no corresponde en nada a la del “Pilato histórico” que conocemos, un individuo que terminó depuesto por el emperador en razón de su crueldad (cf. Josefo, Antigüedades XVIII, 3, 2; Guerra II, 9, 4). La metamorfosis de la acusación “religiosa” que acontece en Mc y Mt es menos evidente en Lc, donde se le imputa directamente de cargos políticos: “Hemos encontrado a este alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo rey” (23,2). La conversación en los sinópticos es escueta, tal vez porque, por obvios motivos, el interrogatorio no lo escuchó ningún testigo (en Lc parece que están al lado de Pilato, cosa inverosímil; en Jn hay una división que Pilato debe atravesar para “salir” y “entrar”) y siempre centrada en un crimen insurreccional: ¿Eres tú el rey de los judíos? A lo que Jesús responde, nuevamente, con ambigüedad. En el cuarto evangelio el tema se explaya y el Jesús joánico toma control de la escena para exponer la naturaleza de su condición real. Hay coincidencia en que, en los cuatro relatos, Pilato busca la manera de liberar a Jesús, inclusive se alude al famoso “privilegio pascual”: el pueblo elije soltar a un reo para que celebre la pascua. Esto nos trae enormes complicaciones a nivel histórico, no solo por el hecho de que no existen testimonios escritos de esta condonación, sino por varias preguntas que podemos plantear: ¿cómo es posible que una provincia con fama de revoltosa tenga estos privilegios? ¿Liberarían los romanos a un sedicioso, posible asesino (“Barrabás” o “Jesús Barrabás”, en algunos manuscritos alejandrinos, literalmente bar-abba “hijo del padre”), para crucificar a otro personaje acusado de algo similar? ¿Ante cuál “pueblo” o “multitud” los iban a presentar si todo se llevó a cabo en secreto? ¿Ante la misma multitud que, días antes, declaraba a Jesús “rey” e “hijo de David”? En palabras de A. Schiavone:

No queda más remedio que reconocer que en aquellas horas no se reunió a las puertas del pretorio una parte significativa del pueblo de Jerusalén; además, no tenemos ninguna evidencia arqueológica de que hubiese allí un espacio adecuado para contenerla. (2020, 136)

Según la cronología de los sinópticos, ¿para qué lo iban a liberar si la cena de pascual ya había pasado? Esta escena no soporta la crítica histórica. Tampoco la soporta el intento de Pilato por “zafarse” de la responsabilidad enviando a Jesús donde Herodes Antipas (Lc 23,6-11) pues los tiempos se acortan y el odio de Antipas contra el bautista, maestro de Jesús, habría terminado en una acción clara (de poder llevarla a cabo en Judea, fuera de su jurisdicción). Pilato, puesto entre la espada y la pared por los líderes religiosos, termina cediendo y lo entrega para que sea, primero azotado (como un intento de calmar los ánimos, luego liberarlo) y finalmente crucificado. Toda esta sección de la narración fue leída, adrede, por los evangelistas a la luz de Is 50,6-7: “Ofrecí mis mejillas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos”. Mateo nos plasma un cuadro poco creíble: además del sueño de la esposa de Pilato defendiendo a “ese justo” (27,19), Pilato realiza una costumbre judía [sic] al lavarse las manos en caso de encontrarse a un hombre asesinado para, así, autoproclamar su inocencia (cf. Dt 21,1-9). Todo esto culmina con la terrible frase “Y todo el pueblo respondió: ‘Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos’” (Mt 27,25). La apologética de una comunidad, a finales del s. I, que debe congraciarse con el imperio, hace que la narración se convierta en una acusación contra el pueblo judío10. Esto tendrá consecuencias nefastas en la historia. El núcleo histórico del proceso romano podría condensarse de la siguiente manera: Jesús es conducido ante el prefecto de Judea y es acusado por sedición. Pilato, que posiblemente algo conocía de las acciones del galileo, lo interrogó brevemente. No sabemos, inclusive, si dicha comunicación fue efectiva pues los procesos romanos se llevaban a cabo en latín, o si ambos hablaron griego (lengua secundaria para los dos) o si hubo un intérprete del arameo al latín. En todo caso, ya la decisión estaba tomada y a Pilato poco le importaba lo que pudiera pasarle a un judío marginal, peligroso a sus ojos ciertamente, con un grupo de seguidores importante. Por ende, lo condenó a muerte por crucifixión a la brevedad y el titulus crucis testimonia su cargo: “Rey de los judíos”. Las primeras comunidades cristianas, lejanas en tiempo y espacio de los acontecimientos de la muerte de Jesús, trataron de comprender este hecho como una entrega voluntaria, releyendo los pasajes del “siervo sufriente” (Is 52-53 y algunos salmos) y dibujando el relato de la muerte de Jesús como si fuera un drama en el cual, paso a paso, cada persona pudiera identificarse.

La muerte por crucifixión, efectivamente, fue un shock para sus seguidores y un “estigma” para los primeros cristianos. Las fuentes esenias y Filón consideran la muerte por crucifixión una maldición de Dios al releer Dt 21,22 en su contexto (4QpNah; 11QT 64,9-13 y Spec. III, 151-152). La “muerte agravada” o mors aggravata era reservada para esclavos, humiliores y peregrini, es decir, quienes no eran ciudadanos romanos y habían cometido graves crímenes: deserción frente al enemigo, alta traición e incitación a la revuelta (Bermejo Rubio 2017, 149). No morían en la cruz simples ladrones o delincuentes comunes. Por ende, el uso de λῃστής (“bandido”) o κακοῦργος (“malhechores”) para referirse a los dos hombres crucificados a ambos lados de Jesús forma parte de la reelaboración de los evangelistas que buscan exculpar, todo lo que se pueda, la muerte de Jesús de cualquier tipo de crimen político. Además, tenemos testimonios del uso de λῃστής en otros escritos de la época con la misma intención de minimizar el tinte político: Josefo denomina λῃσταί a un grupo de hombres que atacaron la fortaleza Antonia y asesinaron varios guardias, así como a los hombres armados de Menajén o a quienes mataron al sumo sacerdote Ananías (Guerra II, 420, 434 y 441). Es decir,

el término λῃσταί de modo despectivo con el propósito apologético de silenciar los móviles religioso-nacionalistas de muchos de quienes se opusieron a la dominación romana, y por tanto de exculpar de la responsabilidad de la guerra a la facción sacerdotal a la que él mismo pertenecía y, por extensión, a la generalidad de la nación. (Bermejo Rubio 2015, 47)

Dicho de otro modo, esos dos hombres crucificados a su izquierda y a su derecha eran discípulos de Jesús que fueron arrestados con él. Todos los diálogos de Jesús en la cruz tratan de mostrar la misericordia y la paciencia del inocente. Algunas de esas palabras podrían poseer verosimilitud histórica y otras, las que no poseen atestación múltiple o se alejan de la predicación apocalíptica de Jesús, son producto de la teología post-pascual.

Ser crucificado era un acto de “terrorismo de estado”, es decir, una demostración pública (en la entrada de las ciudades) para todos aquellos que quisieran oponerse al poder romano: llevaban el patíbulo a cuestas (el horizontal) hasta el sitio de la crucifixión donde el vertical estaba listo con una polea para alzar al ajusticiado, eran clavados en sus muñecas y no en las manos para que el cuerpo resistiera el peso del ascenso, a algunos se les colocaba una inscripción (el titulus crucis) que daba cuenta de su delito, morían desnudos con intensos espasmos, podían agonizar horas, inclusive días dependiendo del suplicio previo recibido hasta que un paro cardiorrespiratorio acababa con sus vidas. Era una muerte humillante y espantosa. En medio de todo este cuadro horrendo, pensar que familiares o amigos estuvieran cerca de los agonizantes es poco creíble.

Reconstruir el cuadro de la muerte de Jesús es complejo, pero podría resumirse así: en horas de la mañana, un viernes previo al día de pascua, y conducido por algunos dirigentes judíos ante Pilato, Jesús, el galileo, fue condenado a muerte en un proceso breve. Fue humillado y azotado antes de que saliera con el patíbulo a las afueras de la ciudad. Llegando allí, fue crucificado con dos (¿o más?) de sus discípulos. Pudo sentir abandono y soledad, pero ya había previsto que sus acciones podían conducir a este tipo de muerte. Posiblemente murió rápido, a diferencia de otros crucificados, porque había perdido mucha sangre de previo. Las primeras comunidades cristianas trataron de reinterpretar este hecho porque continuaron creyendo que el espíritu de Jesús estaba con ellos en sus reuniones y esta muerte, nunca querida, maspropiciada por Jesús, se convirtió en prototipo de entrega y sacrificio de quien da la vida por los demás.

El tema del lugar de sepultura es interesante. Algunos investigadores consideran que no hubo sepultura para Jesús. Fue lanzado a una fosa común como era la costumbre con los cuerpos crucificados (Bovon 2007, 74). Otros, no obstante, consideran plausible el relato de una tumba cercana que, evidentemente, no era tan elegante como lo hacen ver Mateo, Lucas y Juan. Marcos solo se refiere a que un “miembro respetable” del Sanedrín, José de Arimatea, en razón de la preparación para el Sabbat (también pascua ese año), pidió descolgar el cuerpo de Jesús (Dupont Roc 2017, 706). Esto no sería extraño ni inverosímil porque, para las fiestas solemnes, los cuerpos en las entradas de las ciudades eran removidos para evitar la impureza de los funcionarios del Sanedrín que tenían este macabro trabajo. Los evangelios de Mateo, Lucas y Juan exaltan la figura de José como si se tratara de un discípulo suyo, inclusive Juan narra que Nicodemo, otro discípulo encubierto con quien Jesús ya había hablado (Jn 3), estuvo presente en el entierro y no las mujeres de los sinópticos. Es muy plausible que esta falta de claridad de dónde podría encontrarse la tumba o de cuál de las tumbas destinadas para los crucificados era la de Jesús cimentó la teología de la tumba vacía (idea ausente en Pablo) y se convirtió en elemento de predicación. Además, tal como lo veremos al final de nuestro estudio, rehacer la vida después de una muerte inesperada, sin contar con el cuerpo para poder “despedirse” y hacer un proceso de duelo fue, con algún grado de certeza, un hecho que propulsó la escritura de los relatos de la pasión como un camino de compañía a Jesús y, a su vez, motivó la fe en su resurrección (Combet-Galland 2017, 694). También fue esta la razón que muy temprano en el s. II, sin saber con exactitud el lugar de su sepultura, la tradición hubiera fijado su mirada en un sepulcro fuera de la ciudad para recordarlo con devoción y peregrinar al estilo de las caminatas hacia las tumbas de los patriarcas veterotestamentarios (Baslez 2007, 26).

¿Quiénes son los responsables de esta muerte? Debemos decir, junto con D. Senior, que

La intención original de los evangelistas no era ofrecer un relato objetivo de las condiciones históricas y jurídicas de la condena de Jesús, sino reflexionar en el significado de estos acontecimientos para la nueva fe cristiana, en su particularidad frente a su ‘competencia’, el judaísmo rabínico. (2017, p. 656)

De esta forma, podemos diferenciar el núcleo proveniente de la historia, su tamiz por la tradición y la teología de los evangelistas que pretende exculpar a los romanos e inculpar al judaísmo rabínico. En el caso de Marcos, es un extranjero (el centurión romano) quien proclama la filiación divina de Jesús, cosa que el Sanedrín no pudo hacer; en Mateo, la insistencia en la culpabilidad de “los judíos” llega al punto de que Pilato exculpa a Jesús “que no hizo mal alguno” (Mt 27,23); para Lucas, Jesús es un “varón justo” y misericordioso que muere injustamente; para Juan, Jesús es el “rey” por excelencia que saca a la luz la lucha entre la verdad y la mentira, las tinieblas y la luz, el poder que viene de arriba y el poder de abajo (Piñero 2008, 213). Es plausible, por todos los datos de los que disponemos, que haya responsabilidad judía, pero una responsabilidad reducida a algunos sectores aristócratas y religiosos del templo que facilitaron el proceso. Que las “multitudes” exijan la muerte de uno de los suyos, que reflejaba el sentir popular ante la invasión romana, es algo muy poco verosímil.

La muerte de Jesús: consecuencia de su vida

Ya en otros estudios que hemos desarrollado, abordando la perspectiva antropológica de la muerte y sus testimonios en textos antiguos (Zúñiga 2022), hemos argumentado que darle explicación a un suceso irreversible pero que genera tantos miedos es una labor metafísica. Ahora bien, tratar de captar cómo entendió y vivió Jesús su muerte (Schürmann 1982) es, desde el inicio, un proceso problemático y que arroja más sombras que luces. En el estudio del mundo antiguo, inclusive en el proceso de reconstrucción histórica de individuos recientes, estudiar la psicología de un personaje es complicado y fragmentario, siempre susceptible a hipótesis más que a certezas. Por esta razón, sobre la muerte de Jesús solamente podemos especular a la luz de su vida, de sus palabras y acciones como “profeta del Reino de Dios” que, de hecho, influyeron en cómo pudo haber vislumbrado su final.

Jesús, durante su vida pública, nunca contempló la posibilidad de una muerte inminente. La mayoría de los relatos de “predicciones” sobre su muerte en la cruz son producto de la pluma de los evangelistas que proyectaron su teología en los textos evangélicos: “La huida de los discípulos y el hundimiento de sus esperanzas con la crucifixión de Jesús resta probabilidad al supuesto de que Jesús hubiera vaticinado claramente su muerte” (Theissen y Merz 2004, 476). Es más, muchos otros pasajes nos muestran la imagen de un Jesús que es advertido ante amenazas o que huye a momentos en los que podría peligrar su vida (cf. Lc 13,31). Inclusive, el famoso texto de Mc 14,25: “Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el Reino de Dios” debe ser interpretado, no como una “profecía”, sino como la espera del banquete mesiánico (cf. Is 25,6) en la que Jesús mismo participaría. También se puede intuir del texto que Jesús era consciente de los peligros que corría pero que el Reino de Dios se manifestaría y Dios mismo intervendría. Todos los datos nos hacen concluir que Jesús no esperaba su muerte, no la tenía contemplada, al menos no como parte de un “plan divino”:

si Jesús trató de huir ante las amenazas es porque consideraba que la muerte era un obstáculo para su proyecto que había que evitar en la medida de lo posible. Pensaba que la llegada del Reino no la contemplaba y que el final de su vida no era inminente (Destro y Pesce 2015, 103).

No obstante, es indudable que su predicación contra elementos estructurales religiosos y políticos ponía su vida en riesgo. Jesús sabía de estos peligros y podía comprender su contexto convulso. La imagen del “profeta perseguido” era muy popular en la historia de Israel y se configuró como denuncia contra el poder establecido. Esta concepción presente en el imaginario colectivo pudo ser aprehendida por Jesús para sí (cf. Mc 12,1-12; Mt 23,37; Lc 11,47-51): “Parece, por tanto, muy probable que Jesús viera su muerte como un servicio probablemente definitivo en la labor de hacer efectiva la llegada del reino de Dios” (Bernabé 2009, 171). Dicho de otro modo, Jesús no esperaba su muerte, no formaba parte de lo que él pensaba como “querido por Dios” pero también es cierto que la posibilidad estaba allí y, por ende, debió interpretarla de otra manera: “Jesús vivió en la espera de su posible muerte, no en la certeza de la misma” (Theissen y Merz, 2004, 477).

Esa posible muerte se concretó. El conflicto con las autoridades del Templo y con la forma de administrar el mundo que el imperio romano imponía decantaron en el asesinato que hemos estudiado. Recordar lo que significa “Reino de Dios” podría servirnos para saber que Jesús tenía sobrados motivos para sentirse amenazado. En la Palestina del s. I, hablar de Dios como “rey” es algo común: frecuentemente rezado en los salmos (cf. Sal 93,1-2; 96,10; 99,1). Por ende, decir “Reino de Dios” no habría sido extraño o malinterpretado. En los evangelios es la metáfora empleada por Jesús para aludir a un espacio imaginado en el cual, en un futuro inminente, “Dios va a reinar” sobre la sociedad de Israel (Meier 2004, 537-538)11. Esto con todo el contenido político y social que conlleva: que Dios reine quiere decir que su justicia y su bondad se perpetuarán para transformar las realidades desiguales. Jesús creía que el Reino vendría pronto y, además, que Dios actuaba de manera especial en su ministerio para propiciar esa venida (Sanders 2004, 230). Esto es consenso general en la investigación: Jesús sabía que él no era el centro de su predicación ni de su misión. Jesús proclama el Reino, no se proclama a sí mismo; el tema central de su predicación es la soberanía real de Dios (Jeremias 1974, 113).

Evidentemente, “Jesús no era inofensivo. Un rebelde contra Roma es siempre un rebelde, aunque su predicación hable de Dios” (Pagola 2007, 387). La soberanía real de Roma estaba en entredicho porque la predicación del galileo la cuestionaba y muchos correligionarios de Jesús lo afirmaban con gestos y palabras. De esta forma, el predicador del Reino de Dios también denunciaba la injusticia y esa forma de confrontación acabó en tragedia. Durante toda su vida pública, Jesús había abandonado todo su proyecto en manos del Padre. Este motivo es una constante en su predicación y, al no esperar esta forma de morir, podemos intuir que también dejó su vida al destino buscado, en términos propios de los evangelios, “en manos del Padre” (cf. Lc 23,46; aunque la frase provenga de una citación del Sal 31,6). No es lo mismo decir que esa era la “voluntad de Dios”, como si de un plan sacrificial se tratara, que afirmar su muerte como consecuencia de su vida. Esta segunda interpretación es la que está mayormente presente en los evangelios y que las comunidades primitivas privilegiaron a la hora de releer el desconcertante hecho de la muerte de su líder.

Jesús muere de forma violenta y repentina, para sí y para los suyos. Sus palabras en la cruz, las pocas que podrían ser auténticas, reflejan la angustia por el silencio de Dios, pero, a la vez, una posible autocomprensión como justo martirizado (Schürmann 1982, 39). La categoría de “mártir” es, ciertamente, complicada de aplicar a Jesús porque es mártir quien muere negándose a abjurar de una fe y esto tiene una connotación anacrónica en el contexto bíblico (Lawrence 2005, 81). La muerte violenta de Jesús está más teñida de asesinato político que de martirio (Quesnel 2017, 259). Sin embargo, su concepción escatológica del Reino también implicaba la lucha contra las fuerzas extranjeras, como la habían vivido los macabeos, muriendo por su nación. En todo caso, si Jesús no comprendió su muerte como mártir, al menos sí pudo hacerlo como profeta ajusticiado: “Su muerte a manos de la élite política y religiosa es la forma extrema de rechazo y marginación social. La élite ha logrado su objetivo. Jesús se ha incorporado a la larga fila de profetas eliminados por dirigentes religiosos. . .” (Carter 2007, 754).

Las imágenes del “justo” (Sal 22) y el “siervo de YHWH” (Is 52-53) no son, en ningún sentido, títulos mesiánicos. Por eso es difícil creer que Jesús se las aplicara para sí. No obstante, al ser designaciones colectivas del pueblo que sufre vejaciones, no es imposible que Jesús comprendiera su predicación como la apertura escatológica para renovar Israel y que esto traería consigo enfrentamientos y dificultades (Aguirre 2009, 212-213). Eso sí, fueron Pablo y sus discípulos quienes llevaron estas imágenes más allá en la interpretación post-pascual: como sacrificio del justo sufriente y muerte expiatoria del siervo. Pero entrar en la psicología del personaje, tal como lo dijimos, es caminar sobre arenas movedizas. Solamente podemos afirmar lo que tenemos: no esperó su muerte, aunque sabía de su posibilidad; se sintió abandonado, pero creía que el Reino de Dios era inminente y que el Dios de Israel guiaba todo; tal vez su muerte apresuraría esta llegada y los primeros cristianos pudieron así comprenderlo cuando le proclamaron “resucitado”.

Muerte del líder: antropología y lectura ritual

Uno de los elementos para comprender, ya no la forma en que Jesús pudo haber vivido su propia muerte, sino la manera en que sus primeros seguidores respondieron a este trauma es la ruptura del lazo que los vinculaba con su líder. Todas las relaciones entretejidas en el grupo se ponen en entredicho y la cuestión del liderazgo queda en el vacío. Las luchas por la sucesión se ven alimentadas por el recuerdo y la autoridad del pasado, pero se trata de un pasado frágil en el que las emociones son más relevantes que las razones (Destro y Pesce 2015, 207). Ningún recuerdo es una ventana al pasado, sino que es una impresión según la percepción del testigo. Además de que la memoria es selectiva y maleable, ella está influida por el impacto de los acontecimientos y por la forma en que estos afectaron al testigo, más si estamos hablando de una muerte repentina donde la conmoción emocional se ve atenuada por procesos de reflexión y actos rituales (Kirk 2018, 34).

Los recuerdos se multiplican si hablamos de una “figura pública”, es decir, de un líder o alguien conocido y con influencia social. Muchos tuvieron que ver con él y se vieron beneficiados por su actuación, por ende, su memoria debe ser celebrada. Los actos rituales de duelo (banquetes, discursos) y la discusión por la “fidelidad” hacia el proyecto del líder generan nuevos espacios y también nuevos conflictos: la parálisis es momentánea, pero, si el impacto de la figura fallecida es lo suficientemente significativo, se da una reformulación del proyecto inicial y una certeza de que “la cosa no acaba aquí”. Justamente eso es lo que cada comida ritual recuperaba: si la memoria tiene que ver menos con mecanismos psicológicos que con prácticas corporales, comer y beber juntos en recuerdo de alguien, sintiéndose invitados por ese alguien, es una forma de mantenerlo vivo y de unir el pasado con el presente (Lawrence 2005, 180).

Si la muerte del líder acontece de una manera humillante, pareciera que sus oponentes han vencido y demostraron así la pérdida del respeto hacia el derrotado. Esto es lo que, en antropología, se denomina “rituales de degradación de estatus”: siendo Jesús un campesino galileo que, con sus palabras y acciones se exalta así mismo más de lo que podría esperarse por su honor asignado, es necesaria la función de la degradación para aniquilarle. Pero esta degradación debe ser pública y reconocida por sus contemporáneos a manera de reformulación, estigmatización y humillación para recategorizar a la persona como “socialmente desviada”. Todos los escarnios públicos, su “juicio” lleno de injurias y la forma de morir desnudo en una cruz no hacen más que rebajar el estatus de Jesús hasta hacerlo “desaparecer” (Malina y Rohrbaugh 2002, 397-398).

Por esta razón, los relatos de la pasión de Jesús son, a nuestro entender, una rehabilitación por parte de sus seguidores donde, empleando el mecanismo de la autoestigmatización (Gil Arbiol 2003), invierten los papeles y se dan su lugar en la historia narrada. No solo se trata de una muerte injusta, sino de una muerte “asumida” y llevada estoicamente por quien padeció la condena. De esta manera, sus seguidores ocupan un lugar respetable al momento de recordarle y, al mismo tiempo, convierten la muerte en parte de la leyenda del héroe: “La muerte es una ocasión única para crear un nuevo prestigio, pero también un nuevo mensaje” (Destro y Pesce 2015, 215). Esto tiene mayor peso en el caso de una muerte tan deshonrosa porque la narración de la vida de Jesús fue construida a la luz de este horizonte donde moriría de manera injusta, inculpando a unos y exculpando a otros.

La muerte ignominiosa dio la oportunidad para que los seguidores del galileo plantearan una nueva forma de relación con él, ahora presente en el grupo a través de los ritos, inclusive era posible interpretar la muerte de Jesús sin su resurrección per se porque su presencia en medio de ellos certificaba que su vida seguía actuante. Podemos suponer esto gracias a las tradiciones de Q, del Evangelio de Tomás (donde no hay referencia alguna a su resurrección corporal) y, de alguna manera, por el final de Marcos (16,1-8) donde no se narra ninguna aparición del resucitado. Parece increíble, pero en el marco mental donde nos movemos, la muerte injusta del enviado puede ser reivindicada por Dios en el ámbito celeste. En la mentalidad de sus seguidores, el final trágico en la cruz, sin posibilidad de realizar un entierro honroso, era incomprensible, pero pudo ser replanteado a partir de su propio judaísmo. La manera en que interpretaron las escrituras judías, donde Dios no permite el olvido del justo y levanta de su tumba al caído en la desgracia (cf. Dn 12,2; Ez 37,13), hizo que esta esperanza fuera aplicada a Jesús para ser, finalmente, proclamado como el “viviente” para siempre.

Notas

1. Se empleará la Biblia de Jerusalén (2019) para toda citación salvo expreso comentario.

2. ¿Qué quiere decir esta “subida” si el Reino “ya está entre vosotros” (Lc 17,21)? ¿Designa la interioridad de cada persona o, más bien, debe entenderse como una alusión al interior de la comunidad? En el contexto donde Lucas transmite esta tradición, el diálogo con los fariseos y otros judíos puede darnos la pista: la expresión designa el interior del grupo, de la comunidad eclesial que, en la época de la redacción del evangelio, comprende a Jesús presente en medio de ellos (Dupont-Roc 2017a, 538). La primera lectura (“dentro de vosotros”) es muy común en algunas aproximaciones postmodernas como la obra El código Da Vinci de D. Brown que, a su vez, asume una perspectiva acrítica del evangelio greco-copto de Tomás (Nag Hammadi) en su logion 3: “el Reino está dentro de vosotros y fuera de vosotros” (De Santos Otero 2006, 689). Decimos “acrítica” porque esta lectura “personalista” de la salvación es, más bien, de corte gnóstico como lo es el evangelio de Tomás que ha llegado hasta nosotros. Esto implica que, cerca al año 100, se da una primera edición de logia de Jesús que fue recopilada hasta que, hacia el 150 se hace una segunda “edición” por parte de un cristiano gnóstico mostrando a Jesús como el revelador del conocimiento y el salvador de la filosofía gnóstica. Poco de esto (salvo algunos logia de tono claramente apocalíptico) nos sirve para adentrarnos en la figura del Jesús de la historia (Puig, 2008).

3. En total podrían ser unos siete mil sacerdotes, cosa que dificultaba su manutención pues dependían enteramente de las ofrendas de la gente.

4. Ahora bien, hay dos tradiciones muy diferentes en los cuatro testimonios neotestamentarios que tenemos: Mateo y Marcos la tradición más judeocristiana, Lucas y Pablo la tradición antioquena. Debemos decir que ésta última es más antigua pues “cuanto más tarde se forman los relatos respecto al acontecimiento de la cena, más tenderán normalmente a tratar el pan y el cáliz de manera análoga, como dos aspectos simétricos de un mismo rito . . . Como el pan y el cáliz no forman simetría en Lucas y en Pablo, el relato que recogen representa sin duda una forma bastante primitiva de la tradición” (Quesnel 1980, 46-47).

5. Los lectores de Mt ubicarán las negaciones de Pedro en línea de auto-condena escatológica pues “El que me niegue ante los hombres, lo negaré yo a mi vez ante mi Padre del cielo” (10,33), consecuencia para todo cristiano que abandone su fe en el momento de la persecución (Luz 2005, 293-294).

6. Antes de comprender la cena como un acto “eucarístico”, en la narración de la Pasión, ella es el relato de una traición a los deberes sagrados de la comensalidad. La “traición” de Judas como tal no contraviene los criterios de historicidad tal como podemos aplicarlos. La comunidad primitiva jamás inventaría que uno de los suyos traicionara a su señor. No obstante, sí lo redibuja basándose en los relatos de muertes de algunos tiranos en la antigüedad: su muerte horrorosa es producto de sus crímenes (Antíoco IV termina arrojándose al mar, Herodes el Grande devorado por una gangrena con intentos suicidas). Así pues, lo que pudo ser una muerte prematura de Judas se transformó en el relato de quien se arroja y se despedaza en un campo (Hch 1,18-19) o se suicida (Mt 27,3-8). Desgraciadamente, el nombre “Judas” asociado a “Judá” y, por ende, a “judío” fortaleció la leyenda negra de la culpabilidad deicida del judaísmo en general. Juan Crisóstomo relacionó el gusto por el dinero y la avaricia con el judaísmo en razón de la historia de Judas. (Burnet 2017, 629).

7. Algunos han defendido la posibilidad sinóptica aludiendo al texto de Levítico que hace una clara diferencia entre la ausencia total de actividad en shabbat y la ausencia de trabajos manuales para los días festivos (Lv 23,3-7). Además, han propuesto tradiciones talmúdicas ulteriores para asegurar que era común, en el s. I, dejar ciertas ejecuciones (parricidio, falsos profetas, idolatría) en días festivos y así tener una mayor audiencia durante estas condenas (cf. Toseftá, Sanedrín 11,3; Misná, Sanedrín 11,4-5).

8. Tanto para Ezequiel (45,21-23) como para Jeremías (en la versión de los LXX 38,7-9) el mesías conducirá la fiesta de Pascua y la nueva alianza será sellada durante la Pascua.

9. Investigadores de renombre como A. Schiavone parecen robustecer la narración de los evangelios asintiendo a la “blasfemia” pronunciada por Jesús e indicando la posibilidad de “una reunión de urgencia” para buscar acusaciones contra Jesús (Schiavone 2020, 49).

10. “Se ha solido acusar a Mt de antijudaísmo y, de hecho, su expresión de 27,25 ha estado en el origen de desgraciados intentos de legitimar teológicamente el antisemitismo. Ante todo es obvio que, históricamente, es absurdo hacer a todos los judíos de entonces y, menos aún, a los de generaciones sucesivas responsables de la muerte de Jesús. La expresión mateana, procedente del AT, hay que entenderla en el contexto de una fuerte polémica sociológica entre la Sinagoga y la Iglesia de Mt, en la abundaron las frases duras por ambas partes. Sobre todo hay que tener presente que la polémica con Israel, más que por sí misma, interesa a Mt para advertir críticamente a su Iglesia de lo que también a ella le puede acontecer.” (Aguirre 2018, 234)

11. Es muy interesante notar la observación de Meier sobre el empleo de “Reino” en sentido fuertemente escatológico como uso propio del Jesús histórico: “acaso fue él quien acuñó y empleó por primera vez de manera regular la expresión “reino de Dios” para evocar la historia mítica narrada en el AT” (301).

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Hanzel J. Zúñiga Valerio (h.zuniga@ubl.ac.cr) Profesor titular de Nuevo Testamento y lengua griega (Universidad Bíblica Latinoamericana). Master en Ciencias Bíblicas (Universidad Bíblica Latinoamericana). Estudios de postgrado sobre Orígenes del Cristianismo (Estudio Teológico Agustiniano, Valladolid, España). Estudios de postgrado sobre Biblia y Teología (Centre Notre Dame de Sion, Jerusalén, Israel). Licenciado en Ciencias de la Educación con énfasis en Educación Religiosa (Universidad Católica de Costa Rica). Bachiller en Teología (Universidad Católica de Costa Rica).

Recibido: 24 de octubre, 2022.

Aprobado: 31 de octubre, 2022.


Revista Filosofía Universidad de Costa Rica
LXII (163), Mayo - Agosto 2023 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589