Anselmo Hernández Quiroz

La teoría de la posibilidad total y la hipótesis del intelecto: Hacia una nueva fundamentación de la metafísica

Resumen: Retomo el problema del ámbito propio de la metafísica y su justificación como ciencia intelectual. La defino con respecto al objeto fundamental que a mi juicio presupone: la posibilidad total (el conjunto de lo manifestado y lo no manifestado). Para sustentarlo propongo, mediante una relectura aristotélica, la hipótesis del intelecto.

Palabras clave: metafísica, posibilidad total, intelecto, Aristóteles, intuición intelectual

Abstract: I return to the problem of the realm of metaphysics and its justification as an intellectual science. I define it with respect to the fundamental object that, in my opinion, it presupposes: the Total possibility (the set of what is manifested and what is not manifested). To support it, I propose, through an Aristotelian rereading, the hypothesis of the Intellect.

Keywords: Metaphysics, Total possibility, Intellect, Aristotle, Intellectual intuition

Introducción

La designación explícita de un tipo definido de conocimiento mediante el término de metafísica, como tal, no se registra en el vocabulario filosófico sino hasta el Siglo XII en las obras de autores medievales (Grondin, 2006, p. 11)1. Sin embargo, se trata de un ámbito de conocimiento que está prefigurado ya en las obras de autores de la Antigüedad, tales como Parménides, Platón o Aristóteles, quienes de cierto modo cimentaron una ciencia intelectual que inquiere sobre el ser, lo divino y los primeros principios. En cuanto a la Modernidad, a partir de autores como Descartes y Kant, la metafísica se planteó como una ciencia racional y restrictiva que da cuenta de manera independiente a la teología –aunque a menudo en franca connivencia– de los conceptos de Dios, alma, cuerpo, libertad, etc. Por lo demás, a partir de estos autores, se perfiló también la inclusión de cuestiones científicas, éticas y morales en el ámbito de la metafísica. Finalmente, en autores más recientes como Heidegger, Sartre o Derrida, este término ha cobrado los matices de una preocupación –individualista en muchos sentidos– por fenómenos percibidos subjetivamente como el tiempo, la angustia y la intertextualidad, entre muchos otros2.

Esto muestra claramente que actualmente no hay un consenso sobre cuál sea el ámbito propio de esta disciplina. No obstante, la presencia viva de lo que se puede denominar “el espíritu de la metafísica” es inobjetable en cualquier terreno filosófico que se nombre.

En palabras de Grondin (2006, p. 17):

La metafísica sigue siendo quizás el presupuesto insuperable de todo pensar, en la medida en que es a ella a la que le incumbe aportar el proyecto de una comprensión del mundo, con vocación de universalidad, que se pregunte por el ser y el porqué de las cosas.

En el presente artículo, quiero retomar el problema de la justificación de este ámbito de conocimiento. En la primera parte defino la metafísica con respecto al objeto fundamental que, a mi juicio, esta presupone teóricamente, a saber: la posibilidad total. Defino la posibilidad total como el conjunto desproporcionado que abarca tanto las posibilidades que se manifiestan como aquellas que no se manifiestan. Esta definición puede verse como la conclusión del argumento según el cual el ser (lo uno), en tanto que la primera determinación universal, contiene tan sólo un dominio de la metafísica, a saber, el dominio de las posibilidades que se manifiestan a partir del principio universal; sin embargo, propongo que la metafísica se completa con la postulación de un dominio indeterminado de posibilidades que no se manifiestan, contenido por un principio trascendental respecto al ser (el cero). No obstante, para que haya una sola realidad postulada, ambos dominios metafísicos deben ser posibilidades abarcadas por una sola posibilidad total. De tal modo que, tanto el dominio universal determinado, como el dominio trascendental indeterminado, conforman un solo conjunto, pese a que no haya proporción alguna entre ambos dominios (Figura 1).


Figura 1:
El conjunto de posibilidades manifestadas y no manifestadas de una sola posibilidad total.


En la Figura 1 se simboliza el supuesto de que la posibilidad total es un conjunto desproporcionado que contiene tanto posibilidades no manifestadas como manifestadas. Sin embargo, dicha representación como tal es insuficiente, dado que representa ambos tipos de posibilidades como subconjuntos simétricos bien delimitados, mientras que, las posibilidades no manifestadas han de concebirse precisamente como ilimitadas. Por otro lado, las posibilidades manifestadas, aun siendo limitadas, aparecen en esta representación como un subconjunto natural de las posibilidades no manifestadas, lo cual, desde el punto de vista de la manifestación, se presenta como una aparente contradicción, dado que lo manifestado, que se distingue precisamente por poseer límites, formaría parte de lo ilimitado.

A manera de ejemplo paradigmático, se puede decir que el concepto de ‘sonido’ representa una posibilidad manifestada, en tanto que el de ‘silencio’ representa una posibilidad no manifestada. Es decir, el concepto de ‘sonido’ se hace patente al escuchar la percusión de un tambor, la voz de una persona, el trino de un ave, etc., mientras que el concepto de ‘silencio’ en rigor jamás se hace patente, dado que representa precisamente algo que no suena y por ende no se puede escuchar. Sin embargo, ello no quiere decir que lo denotado por el concepto de ‘silencio’ no sea real, sino más bien, que su realidad es distinta de aquello que sí se manifiesta (ya sea de manera sensible, mental o intelectualmente, ver más adelante). De aquí que la posibilidad total sea un conjunto desproporcionado de ambos tipos de posibilidades que se manifiestan y que no se manifiestan. En tanto que el ‘silencio’, siendo ilimitado, contiene en principio el ‘sonido’, tal como un germen contiene en sí mismo en potencia todas las posibilidades que han de ser manifestadas antes de que se actualicen.

Para sustentar esta teoría en un plano cognoscitivo, en la segunda y tercera parte propongo en una nueva manera, a partir de una relectura de Aristóteles, la hipótesis del intelecto. Con hipótesis del intelecto me refiero al supuesto según el cual hay un instrumento propio de conocimiento universal, el cual no es racional ni irracional, sino supra-racional. Y cuando digo “en una nueva manera” es porque esta hipótesis ya ha sido propuesta en variadas ocasiones en la historia del pensamiento filosófico –al menos en el período antiguo y medieval–. Mediante esta hipótesis, pretendo dar cuenta del conocimiento universal de lo uno vía la intuición intelectual, pero también de su contraparte trascendente, a saber, el cero, el cual puede ser conocido de cierto modo por analogía inversa.

Primera parte: La metafísica como el ámbito de conocimiento de la posibilidad total

Como es sabido, el término metafísica (del latín metaphysica tomado de la expresión griega metà physikḗ), que significa literalmente “más allá de lo físico” (metà tà physiká), habría sido acuñado por Andrónico de Rodas (ca. Siglo I a.e.c) para referirse a una colección de escritos del corpus aristotelicum que se ordenaron como posteriores a los de la Física. Ahora bien, teniendo en cuenta que lo físico designaba en la Antigüedad el dominio completo de la Naturaleza (phýsēs), en la metafísica tradicional o pre-Kantiana, este ámbito de conocimiento refiere en primera instancia un ámbito de conocimiento acerca de las cosas divinas que trascienden el mundo, la existencia y la experiencia común que tenemos del devenir3. Por lo demás, dichas cosas divinas fueron concebidas de diversas maneras, girando siempre en torno a un sólo concepto cardinal de máxima realidad, que cada autor concebía y nombraba de manera distinta. Tómese por ejemplo a Tomás de Aquino, para quien la metafísica se ocupa de aquello divino, lo cual sobrepasa incluso el plano religioso, y que por ello es la última parte de la filosofía (Canals, 1985, p. 108)4. En esta sección argumentaré que el ámbito de la metafísica es propiamente el conocimiento de la posibilidad total.

De entre los filósofos de la Antigüedad, Parménides, Platón y Aristóteles, destacan porque argumentaron cada uno de manera coherente una postura que puede denominarse fundacional para la metafísica en Occidente. En el fragmento 8 del Poema de Parménides, se describe cómo la Diosa le muestra al héroe la única vía de pensamiento que se puede considerar como cierta, respecto tanto a la vía de la opinión como a la del devenir. Esta vía se nombra en griego hos hḗstin, literalmente “que es” o “que existe”. Al no registrarse en griego, usos impersonales del verbo “ser”, los traductores le han apostillado un sujeto a esta vía descrita en el fragmento 8, a saber, el sujeto evocado en los fragmentos 19 y 32 como tò éon, “el ente” o “lo que es”, usualmente traducido al español con el término «el ser».

La primera consecuencia que extrae la Diosa de la proposición: “que es” = “el ser”, es que, si el ser es en verdad algo que es, no puede no haber sido, como tampoco puede un día dejar de ser. Además, dado que el no-ser es impensable, resulta de ello que el ser ha sido siempre y siempre será; es decir, el ser está caracterizado por la permanencia, en el sentido de eternidad. Sin embargo, ante esto surge como una objeción el hecho de que, en la experiencia común, hay tanto generación como corrupción en un devenir palpable.

En palabras de Grondin (2006, p. 46):

Pero [esta] es una objeción que la Diosa conoce bien: esta es ciertamente la convicción de los mortales, se lamenta. Ahora bien, esta vía, asegura, “es totalmente impracticable”, por lo que es necesario descartar a toda costa la mentalidad que encierra, puesto que, al implicar la existencia del no-ser, va contra la evidencia del ser.

Por otra parte, el tema central de la filosofía en Platón es la distinción entre un mundo sensible y otro ideal que se supone más fundamental. El mundo sensible es el lugar “visible” (tópos horatós) y el mundo ideal es el lugar “inteligible” (tópos noētós). Y cada mundo está relacionado respectivamente con un tipo de conocimiento:

1) Mundo sensible: opinión (dóxa), que comprehende la imaginación (eikasía) y la certeza sensible (pístis).

2) Mundo ideal: ciencia (epistḗmē), que comprehende el conocimiento discursivo (dianoía) y el obtenido por el intelecto (noûs)5.

La imaginación sensible es el conocimiento de sombras, reflejos y simulacros. La certeza sensible es el de objetos sensibles, animales, plantas, etc. El conocimiento discursivo es el de las hipótesis matemáticas, y el del intelecto, el conocimiento de las ideas. De entre estas últimas, Platón señala que la idea del Bien encarna “el objeto de estudio supremo” (hē toû agathoû idéa mégiston máthēma; Rep. 505a). Es por ello que, de acuerdo con Grondin (2006), si asociamos el término metafísica a una idea de trascendencia:

Que pretende superar el ámbito de las opiniones para descubrir un ser estable y más permanente, invisible a los ojos del cuerpo, pero ciertamente comprensible por el pensamiento, ser supereminente que no puede ser más que el eîdos, a la vez trascendente e inmanente a lo sensible al que vuelve luminoso, entonces es evidente que el pensamiento metafísico tiene en Platón a su primer y más excelso poeta. (p. 90)

Finalmente, el ámbito de conocimiento metafísico expuesto por Aristóteles es triple: 1) el conocimiento de los primeros principios y causas, 2) el conocimiento del ser en cuanto ser, 3) y el conocimiento de lo divino6. En este sentido, su estudio culmina lógicamente en la proposición de un primer motor o motor inmóvil –que es principio de sí y de todo lo existente–, en la proposición de categorías –en las que se hace patente el ser en tanto que sustancia–, y en la proposición de que hay una sabiduría divina –realizable en cierta medida por el hombre, quien se vuelve así también divino–7.

Como puede apreciarse, el pensamiento de estos tres autores de la Antigüedad, da fundamento a un ámbito de conocimiento trascendental que no queda muy bien delimitado, pese a que todos ellos concuerdan en asignarle un sitial privilegiado. En general, parece poder concluirse que su pensamiento versa sobre una cosa divina de máxima realidad e importancia. Los pensadores posteriores que siguieron este derrotero (al menos hasta la Edad Media) han debatido sobre todo la cuestión de cómo esta cosa divina está inmanente en la sustancia (en todas sus acepciones) y cómo los primeros principios y causas son sus predicados universales, dando vida renovada ora a las tesis platónicas, ora a las aristotélicas. En el presente artículo dejo de lado dicha problemática. Por el momento, tan sólo retomaré en conjunto la tesis ontológica parmenídea del ser –y su corolario: el ser es el ser–; la tesis epistemológica platónica de un dominio o lugar inteligible –del que participa el ser humano de cierto modo–; y la tesis aristotélica de un primer principio y causa (que llamo simplemente lo uno).

Estas tres tesis las retomo para definir el ámbito de la metafísica en su aspecto inmanente que comprehende la manifestación entera a partir de una primera determinación universal, esto es, a partir de lo uno. Me parece que el término lo uno es lo suficientemente neutro como para emplearse de manera adecuada en un vocabulario técnico metafísico. Además, este término bien puede concebirse como intercambiable por el del ser, cuando no se habla de manera neutra, sino más bien personal8. En cuanto a la manifestación, considero que esta se puede describir como un dominio cognoscitivo mediante tres estados posibles de conocimiento que se corresponden cada uno con una facultad, un instrumento y un tipo de operación cognoscitiva. Estos estados estarían implicados por la postulación de cierto tipo de conocimiento acerca de las cosas manifestadas: universal, general y particular. He aquí un esquema (Figura 2) y una tabla (Tabla 1) que describen este ámbito inmanente metafísico:


Figura 2: Lo uno como principio de las posibilidades cognoscibles de manifestación.



Tabla 1: Correspondencias entre estados, facultades, instrumentos, tipos de operación y de conocimiento.



En la siguiente parte de este artículo describiré con detalle los elementos de esta tabla. Por el momento sólo debe quedar claro que propongo una metafísica que parte de lo uno, en vez del ser, por razones que se irán aclarando. En cuanto a estos estados posibles de conocimiento que constituyen la manifestación –considerada en relación al ser humano–, pese a ser distintos entre sí, están contenidos en lo uno de manera indistinta en tanto que posibilidades de manifestación, puesto que este es su principio y su causa. Por lo demás, esta división ternaria nos permite hablar de la manifestación de manera coherente e integral al distinguir claramente sus dominios cognoscitivos en tanto que ámbitos de conocimiento universal, general y particular.

Hasta aquí, podría juzgarse que simplemente estoy reelaborando una nueva nomenclatura filosófica ecléctica con base en las tres tesis arriba señaladas de Parménides, Platón y Aristóteles. Sin embargo, difiero respecto a estos autores antiguos en que el ámbito de la metafísica debe abordar (al menos de cierto modo) un aspecto trascendental. Luego entonces, es necesario reconocer en su ámbito un principio que sea trascendente a lo uno, el cual puede postularse mediante una analogía inversa como: “lo uno (trascendental) que es análogo a lo uno (inmanente), puesto que no está determinado de ningún modo”. Esto es, lo uno (trascendental) es como lo uno inmanente pero concebido de modo análogo inverso. Cabe destacar que lo uno “que no está determinado de ningún modo” no debe confundirse por transposición con el no-ser que censura la Diosa del Poema de Parménides, tal como vimos arriba. La manera en cómo ha de entenderse este principio de lo uno trascendente (que denomino por comodidad el cero) será explicado un poco más adelante9.

He aquí en breve las premisas que están implicadas en la definición de metafísica que propongo como el conocimiento de la posibilidad total cuyo conjunto desproporcionado consta de lo uno inmanente (principio de las posibilidades de manifestación) y del cero o lo uno trascendente (principio de las posibilidades de no manifestación):

1. Hay tres facultades cognoscitivas relativas al ser humano: sensible, mental (racional) e intelectual.

2. Sus instrumentos son, respectivamente: cuerpo, mente e intelecto.

3. La parte humana del ser está conformada por el ámbito de conocimiento sensible y mental (racional).

4. La parte no humana del ser está conformada por el ámbito de conocimiento intelectual.

5. El intelecto es un instrumento cognoscitivo universal cuya operación propia es la intelección.

6. La intelección es una intuición intelectual que consiste en intuir lo uno.

7. La postulación de un trascendente de lo uno (el cero) justifica propiamente el ámbito de la metafísica.

8. La posibilidad total es el conjunto desproporcionado de lo uno y el cero.

Estas premisas se desarrollarán con un poco más de detalle en la segunda y tercera parte. De manera particular, la distinción que hago entre la parte humana y no humana del ser, la hago con base en el supuesto de que el ser es el modo personalizado de lo uno, modo que se determina con el conocimiento sensible y mental (racional), pero que no se agota con ambos, sino que también participa de un tipo de conocimiento universal según el intelecto. Es por ello que el ámbito de la metafísica, tal como lo propongo, supone necesariamente consentir en que existe el intelecto y que su operación inmediata es la certeza evidente de lo uno. La justificación de ambos supuestos requeriría por sí misma de ser defendida en otro trabajo, en el cual habría que argumentar sobre cómo los filósofos modernos, a partir de Descartes principalmente, confundieron la diferencia fundamental entre la facultad mental (racional) e intelectual, hasta el grado de desconocer esta última y reducir ambas en el discurso a un sólo dominio; y también cómo, a partir de Kant principalmente, se niega la posibilidad efectiva de la operación de un instrumento cognoscitivo universal inmediato, instrumento que no debiera ser concebido como una “razón pura”, sino más bien, como una “inteligencia pura”10.

Segunda parte: la hipótesis del intelecto

Como vimos en la primera parte, en el ámbito de la metafísica de la Antigüedad, la palabra noûs se empleó de distintos modos para referirse a una entidad, un dominio, o bien, a una facultad de conocimiento. De manera consistente, esta palabra puede traducirse como el intelecto. El dominio con el que se relaciona el intelecto, según Platón, es trascendente respecto al conocimiento discursivo (dianoía) y cuanto más respecto a la opinión (dóxa). Por su parte, Aristóteles describe el intelecto como una facultad (y también como un hábito), la cual está separada de la materia, está localizada en el corazón, y quizás sea lo único divino que hay en el ser humano11. Sin embargo, considero que en el ámbito filosófico actual, la noción del intelecto está tan desarraigada, cuando no rebajada o meramente ausente, que es necesario introducirla de nuevo, presentándola justamente como una hipótesis. Como bien lo apuntan Espinoza y Díaz (2011, p. 147): “al introducir entes inobservables en cualquier ciencia, más que buscar constataciones empíricas buscamos comprender un determinado aspecto de la realidad a través de constructos teóricos”. Específicamente, en el ámbito de la metafísica estaríamos hablando de constructos teóricos que se pueden llamar “inobservables inteligibles”. En lo que sigue argumentaré algunas de las consecuencias teóricas y pragmáticas que se desprenden de aceptar la hipótesis del intelecto.

Con hipótesis del intelecto me refiero al supuesto según el cual hay un instrumento propio de conocimiento universal, el cual no es racional ni irracional, sino supra-racional. Este instrumento, además de considerarse por sí mismo, puede ser considerado en relación con el ser humano y con la manifestación, desde una perspectiva inmanente. Es por ello que la hipótesis del intelecto requiere de postular una facultad intelectual en un ser capaz de coparticipar de la operación del intelecto y una manifestación donde su operación es inmanente.

Defino la manifestación en términos puramente cognoscitivos como todo aquello que se hace patente en relación a un concepto que está contenido por una unidad o una unicidad, o bien, por algo único. Tómese por ejemplo el concepto de ‘sonido’ que se puede hacer patente como “sonido de este tambor” (esto es, la particularidad del ‘sonido’ contenido según algo único, que puede ser por ejemplo el sonido de este objeto metálico con un parche sintético denominado darbuka, empleado para tocar ritmos árabes); “sonido de tambor” (esto es, la generalidad del ‘sonido’ contenido según una unicidad, que puede ser por ejemplo el sonido de variados objetos metálicos, de madera, de granito, etc., con distintos tipos de parches y distintas denominaciones, empleados para tocar ritmos indígenas, africanos, caribeños, etc.); o simplemente “sonido” (esto es, la universalidad del ‘sonido’ contenido según una unidad, de la cual hay solamente una concepción pero no una ejemplificación).

Para argumentar la hipótesis del intelecto, parto de una relectura de Aristóteles, quien toma por un supuesto evidente que tanto la forma del alma como la del intelecto existen, si bien, la primera en relación a un cuerpo, y la segunda, separada de la materia. Para empezar, lo que Aristóteles hace en su tratado Acerca del Alma no es demostrar que el alma existe, sino abocarse a definir cuál es su género y su especie. Comienza el hilo de su investigación desde una perspectiva naturalista, a saber: hay algo que distingue al viviente del no-viviente y esto es la vida. Ahora bien, la vida (zōḗ) en un cuerpo se manifiesta como su alma (psikhḗ). Aristóteles pregunta ahora, ¿es el alma un ente o un accidente?, ¿es acto, entelequia o potencia? La conclusión es que el alma es una entidad (ousía), la cual es la esencia (tò ti ên eînai) de un cuerpo natural que en potencia tiene vida, es decir, el alma es la forma específica (eîdos) del viviente (Acerca del Alma, Libro II, 412a, p. 20).

Y esta forma consta de varios géneros, entre ellos, la forma sensible, la forma imaginativa y la forma discursiva. Ahora bien, respecto al intelecto o forma intelectual, Aristóteles la considera como una forma separable, única y eterna, si bien duda al definirla en otros aspectos (como por ejemplo, ¿es el intelecto un género del alma o es de otro género?, ¿de qué manera se dice que el intelecto es una potencia?, ¿cómo puede ser que los inteligibles sean eternos en el intelecto y corruptibles en cada individuo?, etc.). Para Calvo (1978, p. 20), estas consideraciones muestran que el tratado Acerca del Alma es una prolongación de las tesis expuestas por Aristóteles en la Metafísica: “Recordemos pues que el intelecto es una hipótesis metafísica”12.

El punto crucial es que debemos suponer una facultad distinta a la racional. Y que esta facultad no es irracional, ni tampoco no-racional, sino más bien supra-racional, puesto que integra, como se verá más adelante, la multiplicidad y la relación (ratio) en la unidad, y en este sentido está por encima de ello. Ahora bien, dado que el intelecto está de algún modo en relación con el ser humano, el siguiente paso es reconocer en la definición de “ser humano” una conjunción de dos aspectos cognoscitivos separables: el conocimiento que es “humano” y el conocimiento que va más allá de lo “humano”, vía identificación con el ser (lo uno). El conocimiento “humano” corresponde al que se da en el estado sensible y mental (o racional) del esquema presentado en la Figura 2 en la primera parte de este artículo, mientras que el conocimiento “no humano”, o relativo sólo al ser, corresponde al estado intelectual. Ante esto, cabe recordar lo que se dijo arriba sobre la intercambiabilidad del concepto de lo uno por el del ser, cuando se trata de una perspectiva personal, en este caso, la perspectiva de la personalidad humana13. A continuación se procede a ilustrar con cierto detalle este punto.

Tal como se mencionó de paso arriba, considero que la manifestación de lo uno es conceptual. Lo uno se manifiesta en cada ser posible que llega a ser un concepto cognoscible, por lo tanto, en estricto sentido, no distingo entre “ser” y “conocer”. De tal modo que la definición de ser implica “conocer en cierto modo”, y viceversa, la de conocer implica “ser en cierto modo”. Para empezar, cada concepto queda contenido necesariamente en «una unidad» o «una unicidad», o bien, es «algo único». Tómese, por ejemplo, el caso ya aludido del concepto ‘sonido’, tal como se mostró arriba.

El aspecto realista de este idealismo nominalista implica que el concepto ‘sonido’ se realiza como un ámbito de conocimiento sensible por intermediación del cuerpo en relación con el objeto referido como “el sonido de este tambor”. También implica que el concepto ‘sonido’ se vuelve un ámbito de conocimiento mental por intermediación de la mente en relación con el objeto referido como “el sonido de tambor”. Luego entonces, el aspecto realista implica que el concepto ‘sonido’ se realiza como un ámbito de conocimiento inteligible por intermediación de un órgano que, así como el cuerpo o la mente, hace patente según su propia capacidad la realidad que está en relación con el objeto referido universalmente como “sonido”.

En otras palabras, si la actividad del ser humano que llamamos “sentir” produce sensaciones, de las cuales una de ellas es referida en el discurso usualmente como “el sonido de este tambor” (por ejemplo, el objeto metálico con un parche sintético llamado darbuka), y también la actividad que llamamos “pensar” produce pensamientos, de los cuales uno de ellos, en su forma más simple, se define en el discurso como “el sonido de tambor” (por ejemplo, cualquier objeto en general que conozco, infiero o puedo imaginar que es susceptible de ser percutido), entonces, es factible suponer que, habiendo la actividad que llamamos “inteligir”, haya entonces también una intelección, que puede ser referida en el discurso con la forma no marcada como “sonido” (no ya particular, ni general, sino universal). Y es a partir de un concepto cualquiera unitario como el de ‘sonido’ que se puede tener una intuición intelectual de lo uno en tanto que concepto contenido.

En mi opinión, la existencia del concepto ‘sonido’ en cada estado (sensible, mental e intelectual) debe tenerse igualmente como posible, dado que la única distinción es el tipo de conocimiento que hay, en tanto que todo ello es manifestación de lo uno. Es por esto que, insisto, la hipótesis del intelecto que implica un estado inteligible con “cosas inteligibles” y una facultad intelectual capaz de hacer copartícipe al ser humano de esta realidad, se debe aceptar al menos como una verdad coherente. Verdad que es coherente porque encaja en una teoría del conocimiento que propone la unificación del ámbito metafísico inmanente mediante la distinción de tres dominios: particular, general y universal. Cada uno de estos dominios queda definido por una subsecuente determinación, a partir de una primera determinación universal, a la manera de las cajas donde hay una grande y muchas pequeñas que embonan.

Ahora debemos preguntarnos si este conocimiento de lo uno que, hasta el momento, ha sido descrito sólo de manera inmanente, puede ser descrito a su vez como un conocimiento en sí, y posteriormente, como un conocimiento trascendente. Esto es, retomando el ejemplo del concepto ‘sonido’, sostengo que aquello que se reconoce como unitario en todas las instancias –sensible, racional e intelectual– es lo uno mismo que se capta de manera inmanente a través de este o de cualquier otro concepto. Por lo tanto, la intuición intelectual de lo uno se da cuando se sobrepasa todas estas instancias determinadas conceptualmente (‘sonido’, ‘luz’, ‘bien’, etc.) y se logra una intuición auto-determinada y completamente evidente, es decir, el conocimiento en sí de lo uno. Conocimiento que de ningún modo es el resultado de una abstracción, sino más bien, de una visión interior (cf. el latín intuire que algunos autores glosan como intus legere).

El siguiente paso es preguntarse si la primera determinación del intelecto puede ser alcanzada en tanto que ser humano. La respuesta que ofrezco por ahora es que lograr el conocimiento de lo uno implicaría un despojo de la humanidad, lo cual juzgo completamente posible si entendemos por “humanidad”, tal como arriba se estipuló, el estado mental y el estado sensible. Esto es, considero posible alcanzar un estado en el que hay un cese de la sensibilidad y de la mentalidad, un estado puramente intelectual en el que sólo se conoce lo uno, y por lo tanto, sólo se es lo uno. Así que este nivel bien puede llamarse la primera metafísica u ontología. Sin embargo, lo que está más allá de conocer y ser lo uno es lo verdaderamente metafísico.

Como se dijo en la introducción, para que el ámbito de la metafísica sea verdaderamente un conocimiento trascendental, es necesario postular un trascendente de lo uno. Esto es, un uno que no sea ni primera determinación universal, ni mucho menos una determinación general o particular. Por el contrario, este trascendente de lo uno necesariamente debe ser indeterminado. Por ello lo denomino el cero. En lo que sigue, trataré de definir escuetamente la metafísica primera de lo uno y la metafísica última del cero, en tanto que intentaré demostrar que ambos forman el conjunto desproporcionado de la posibilidad total. Finalmente, describiré la práctica del darse cuenta de lo uno mediante el conocimiento basado en la intuición intelectual.

Tercera parte: la noción de intuición intelectual

Como se ha visto hasta el momento, la hipótesis del intelecto es una verdad coherente porque encaja en una teoría del conocimiento que propone la posibilidad total como el conjunto del ámbito metafísico trascendente e inmanente. Por su parte, en el ámbito metafísico inmanente se distinguió tres dominios: universal, general y particular; en tanto que el dominio trascendente, se definió como un ámbito indeterminado que puede ser conocido por analogía inversa. En esta sección final me abocaré a describir la noción de intuición intelectual que fundamenta la adquisición del conocimiento universal, el cual, a su vez, es la base para el logro del conocimiento trascendental.

El concepto de ‘intuición’ ha sido empleado en marcos filosóficos tan dispares, como por ejemplo, el tomismo, el kantismo y el bergsonismo14. En el presente artículo, no pretendo discutir las concepciones de estas teorías, sino solamente presentar el modo en cómo entiendo las cosas. Mi propuesta es que la intuición intelectual es el conocimiento inmediato de lo uno y que este conocimiento es asequible como el objetivo final de una práctica ascética, en la que, en algún momento, el conocimiento de lo uno se vuelve una certeza de llegar a ser lo uno. La certeza tiene siempre algo de incomunicable, pero el que la posee no lo duda15.

En su estudio sobre las virtudes intelectuales aristotélicas, Gómez (1957, p. 96) traduce el término noûs como intuición. Para este autor (Gómez, 1957, p. 101), Aristóteles reserva el empleo del término intuición para nombrar a lo más puro y perfecto de la intelección en general; a lo que es algo divino, o bien, a lo que hay en nosotros de más divino (theiótaton), idea que estaba bien arraigada en él desde su juventud, lo cual puede inferirse a partir de su diálogo Sobre la Oración (perì evchês): “Dios es espíritu o algo superior al espíritu” (o theòs e noûs éstin e epecheína ti toû noû).

La intuición tiene que ver con lo último en ambas direcciones del conocimiento: inteligible y sensible, por la misma razón de que, tanto acerca de los términos o extremos primeros de la demostración, así como de los postreros, no hay raciocinio, sino sólo intuición. De tal modo que, incluso la aprehensión de lo sensible es una intuición intelectual16. Esta conclusión también es apoyada por la doctrina de que en las formas sensibles están ya las inteligibles, bien que deban ser formalmente elucidadas por la operación del intelecto agente. Esto implica, de nuevo, que la actividad cognoscitiva llamada “sensación”, en tanto que se aplica a su objeto de manera inmediata, y con abstracción de las circunstancias particulares que la acompañan, no es sino otro nombre de la actividad del intelecto. Lo único que la intuición excluye formalmente de sí es el razonamiento propiamente dicho, esto es, el discurso deductivo o inductivo.

En la esfera teórica, la intuición comprende los tres conocidos principios aristotélicos de la demostración: el principio de contradicción, el de identidad y el del tercero excluido. Ahora bien, me parece que hay un aspecto práctico –en el sentido de algo realizable– de la intuición que se ha dejado de lado por los estudiosos del tema. Una de las máximas aristotélicas que parece no haberse comprehendido y por ello mismo enterrado en el olvido, es aquella referente a que la teoría (en el sentido de contemplación) implica una realización cognoscitiva que es cuestión de capacidad. Aristóteles afirmó que “un ser es todo lo que conoce”, lo cual puede entenderse como el conocer-ser del que hablé arriba. En este sentido, “conocer” el concepto ‘sonido’ es “ser” por ello mismo ‘sonido’ de cierto modo: de manera sensible, mediante la experiencia del cuerpo; de manera mental, mediante la experiencia de la mente; y de manera intelectual, mediante la experiencia del intelecto.

Siendo las cosas así, es dable suponer que se puede conocer-ser el concepto de lo uno. E incluso, es dable suponer que hay un método directo para ello, a saber: la práctica ascética de la concentración17. Esta práctica implica en primera instancia recurrir a todos los medios para aislarse paulatinamente de la sensibilidad corporal. Sin embargo, es en el plano mental donde la concentración debe incidir y operar efectivamente. El objetivo es lograr paulatinamente una focalización intelectual de lo uno, hasta lograr su plena toma de consciencia. En este sentido, el conocimiento teórico es un recurso que predispone el conocimiento metafísico, pero la concentración es el principal medio, dado que favorece la armonización e integración de la persona. Finalmente, el logro del conocimiento trascendental del cero operaría mediante una analogía inversa, habiéndose establecido primero firmemente en el conocimiento de lo uno.

Conclusiones

En este artículo se describió de manera breve la teoría de la posibilidad total como el objeto propio de la metafísica y se propuso la hipótesis del intelecto como la piedra angular de la realización del ser por el conocimiento, a través de una práctica ascética cuyo objetivo es la toma de consciencia de lo uno. Karl (1988, p. 47) propone que la noción de “pensar” en Aristóteles difiere de “conocer” en que la primera es hacer conexiones y distinciones que pertenecen a la mente, en tanto que la segunda es la intuición de algo simple que carece de conexión y de distinción. Y es precisamente en este sentido en el que aquí se habló de la identidad entre “conocer” y “ser”.

Parafraseando la pregunta clave que hace Ferrater (1979) en la entrada correspondiente al término de intelecto en su Diccionario, sobre: ¿cómo explicar que con medios humanos podamos tener un conocimiento que supera la capacidad humana?, contesto que es posible precisamente porque no se trata de conocer a través de un medio humano, sino de una facultad que no es humana, pero que tampoco es un “designio de Dios”, ni una mera “idea abstracta” o una especie de “misterio sobrenatural”, sino simplemente, la operación de la intuición intelectual.

Queda en adelante dialogar y debatir con las posturas filosóficas contemporáneas el intento hecho aquí por dar una nueva fundamentación a la metafísica –inmanente y trascendente–, sobre todo con respecto a las posturas que están enfocadas a la filosofía de la mente junto con sus múltiples aspectos y relaciones, las cuales, considero, hacen caso omiso o han enterrado en el olvido, cuando no rebajado a algo meramente racional el término metafísico antiguamente muy solicito del intelecto.

Notas

1. Grondin se apoya en el estudio de Brisson (1999).

2. A esto se debe sumar el hecho de que, a raíz del racionalismo predominante y del empirismo de fondo, los tópicos actuales asociados a la metafísica se han dispersado para abarcar casi cualquier disciplina habida y por haber. Júzguese por ejemplo, los listados de tópicos que abarca el compendio de Metaphysics: An Anthology (Jaegwon y Sosa, 1999) y el de The Routledge Companion to Metaphysics (Le Poidevin et Al., 2009). El primero, de carácter más conservador, abarca sendos trabajos divididos en nueve secciones: Existencia; Identidad; Modalidades y mundos posibles; Universales, propiedades, tipos; Cosas y su persistencia; La persistencia del Sí mismo; Causación; Emergencia, reducción, supervivencia; y Realismo / antirealismo. El segundo, de carácter más bien moderno (¿posmoderno?) se divide en tres áreas, de las cuales, la tercera es una patente “caja de pandora” conectada directamente con el cientificismo en metafísica: Historia; Ontología: sobre lo que es; y Metafísica y ciencia. Sin duda, esto es más bien el síntoma de que la metafísica es una disciplina indistintamente modernizada y que, como tal, entra en la corriente de la interdisciplinariedad y la transobjetivización de su materia de estudio.

3. Tomo el término de metafísica pre-Kantiana de Loux (2006), para quien, los filósofos que ven la metafísica en términos pre-Kantianos, consideran que esta tiene la tarea de dar cuenta de la Naturaleza y del mundo mismo. Cito (Loux, 2006, p. 7): “Los filósofos que toman la noción de un esquema conceptual seriamente entienden a la metafísica como concernida con nuestra manera o maneras de representar el mundo. Ya sea que limiten el objeto de la metafísica a las cuestiones aristotélicas o que sigan a los racionalistas en expandir el alcance de la metafísica para que incluya otros tópicos”.

4. En la metafísica pre-Kantiana tradicional también se interpretó el término metafísica como el estudio del fundamento de lo existente en tanto que relacionado con el estudio de los predicados universales. Para designar este último sentido, algunos consideran que sería mejor reservar el nombre de ontología.

5. Para la traducción de noûs por “intelecto” sigo en todas las instancias a Ferrater (1979). Más adelante presento la opinión de Gómez (1957) y de Karl (1988). Por el momento descarto cualquier intento de definición que distinga entre aquello que los latinos tradujeron distintamente como intellectus e inteligentia. Por otro lado, al referirme a la actividad del intelecto, utilizaré el verbo “inteligir” y en ningún caso emplearé “pensar”, dado que este lo reservo sólo para la actividad mental (ver siguiente parte del artículo).

6. Estos tres ámbitos los señala Calvo (1994) en la última nota al pie de su traducción al primer capítulo del primer libro de la Metafísica de Aristóteles.

7. La manera como presento la triple división de los tópicos metafísicos aristotélicos tiene la ventaja de resaltar el aspecto más eminente de estos, a saber, la “sabiduría”: el saber mismo por sí mismo. Es notorio que Jaeger no diga nada en su Aristóteles sobre el empleo del término sabiduría (sophía) como un distintivo de la metafísica original aristotélica que, según él, era de corte más bien platónico. Cito (Jaeger, 1999, p. 222): “… la idea de la metafísica como un estudio de los primeros principios, como una etiología de lo real –relacionada con la última fase de Platón–, es un signo distintivo de la versión más antigua de la Metafísica, mientras que la formulación posterior siempre consagra más atención al problema de la sustancia como tal”. Cabe mencionar que, tanto Calvo como Gómez, problematizan y cuestionan la visión diacrónica en ciertos casos forzada de Jaeger.

8. Quizá podría aplicarse aquí el adagio escolástico: ens et unus convertur.

9. En este sentido, la analogía inversa también puede enunciarse como: “el cero es como lo uno en tanto que contiene un dominio, pero con la diferencia de que el dominio metafísico trascendental contenido por el cero carece de determinación alguna, esto es, es infinito, ilimitado, inaprehensible, etc.

10. La hipótesis del intelecto –tal como se verá más adelante– tendría que defenderse formalmente, al menos respecto a dos embates que, precisamente, forjaron la modernidad en filosofía: a) el dualismo cartesiano, y b) la negación kantiana de que la metafísica es posible como algo puramente intelectual –y no como un acto de racionalidad pura desvestida de relaciones empíricas–. En breve, mi postura es que Descartes, al no distinguir entre el espíritu y el alma, y al confundirlos en un solo dominio, racionalizó la intelectualidad, es decir, redujo a una mera entidad racional el intelecto. Cito (Descartes, 2002, p. 145): “[… D]e donde se sigue que el cuerpo humano puede bien fácilmente perecer, pero el espíritu o alma del hombre (no los distingo) es inmortal por naturaleza”. En cuanto a Kant, me parece que él mismo confiesa la imposibilidad intelectual de la metafísica al encerrarla de manera negativa en el ámbito puramente racional. Cito (Kant, 2009, p. 256): “Después de todo, la mayor y quizás la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es exclusivamente negativa puesto que no es un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle”. Para Grondin (2006, p. 228): “el proyecto kantiano de una metafísica o de una crítica puramente limitativa y el de una metafísica de los productos irreducibles de la razón pura (bajo el nombre de filosofía trascendental) han acabado en buena parte confundiéndose en Kant”.

11. Cito: “Por lo que hace al Intelecto y a la potencia especulativa no está nada claro el asunto si bien parece tratarse de un género distinto de alma y que solamente él puede darse por separado como lo eterno de lo corruptible” (Acerca del Alma, Libro II, 413b, p. 25); “Una vez separado [el intelecto] es sólo aquello que en realidad es y únicamente esto es inmortal y eterno” (Acerca del Alma, Libro III, p. 4).

12. Al igual que Calvo, no veo la dificultad de aceptar la coherencia de la hipótesis del intelecto como un órgano de conocimiento único y eterno. Dicho sea de paso, en las doctrinas hindúes se reconoce de ordinario no sólo el cuerpo, la mente y el intelecto, sino además un cuarto elemento: “el sí mismo”. Por ejemplo: Bhagavad Gītā 3.42 (Tola, 2002, p. 76): “Dicen que los sentidos son nobles, más noble que los sentidos es la mente. El intelecto es incluso más noble que la mente. Pero lo que es aún más noble incluso que el intelecto, es él, [el sí mismo]” (indriyāṇi parānāhurindriyebhyaḥ paraṁ manaḥ. manasastu parā buddhiryo buddheḥ paratastu saḥ).

13. Si la perspectiva de este artículo fuese desde la personalidad divina, o Dios, se trataría con ello más bien de teología. Ahora bien, emplear la perspectiva de la persona humana bien podría catalogarse como antropomorfismo o psicologismo, lo cual es inevitable en el discurso presente. En otro discurso, bien podría emplearse un lenguaje puramente matemático, incluso sólo geométrico.

14. Para Gómez (1957, p. 115) hay que distinguir respecto a la intuición cómo se da en el hombre y cómo se da en el ángel: “Santo Tomás construye firmemente su doctrina del intellectus sobre la base de que este hábito no le compete al hombre por naturaleza y en propiedad, como al ángel, sino por participación”. Esto es, la intelección angélica representa la suprema perfección de toda intelección finita, pues aunque dependiente de su objeto, se da en una simple intuición, a plena luz, inmediata, súbita, participando en algo de la intelección divina, sin movimiento alguno ni discurso, y sin continuidad temporal. Por otra parte, es sabido que para Kant la intuición se despliega en primera instancia como los datos que aporta la sensibilidad. Finalmente, a pesar de las apariencias que pudiera haber a primera vista, mi propuesta no tiene nada en común con la de Bergson (1973, p. 16), dado que para él la intuición es más bien irracional, dinámica y sentimental: “[…] Un absoluto no podrá ser dado sino en una intuición, mientras que todo lo demás depende del análisis. Llamamos intuición a la simpatía por la cual nos transportamos al interior de un objeto para coincidir con lo que tiene de único y por consiguiente de inexpresable”.

15. Si se me permite utilizar aquí el argumento de autoridad, mencionaría el caso de los pensadores ya citados Parménides, Platón y Aristóteles, además de muchos otros como Pitágoras, Plotino, Dionisio Aeropagita, etc.

16. Para Gómez (1957, p. 97), este pensamiento evidentemente es platónico: “Las ideas no se dan en Platón como resultado de una abstracción, sino que directa e inmediatamente son vistas por el ojo espiritual. El ojo del Alma é tês psichês ópsis”.

17. Esta idea la retomo de aquello que se denomina yoga en la tradición hindú clásica. Cito del texto fundacional de Patañjali Yoga Sūtras I.2 (Joshi, 2011, p. 4): “yoga es el control del flujo mental (yogaś citta vṛddhi nirodaḥ)”. La palabra sánscrita ekāgratas que se traduce como “concentración” significa literalmente práctica “con atención no dividida”.

Referencias

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Aristóteles. (1978). Acerca del Alma (Trad. del griego de Tomás Calvo Martínez). Gredos.

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Loux, M. J. (2006). Metaphysics: A contemporary introduction. Routledge.

Platón (1988). República (Trad. del griego de Conrado Eggers Lan). Gredos.

Anselmo Hernández Quiroz (elmo_terbutilo@yahoo.com.mx). Doctor en Lingüística, Maestro en Estudios de Asia y África y estudiante de la Licenciatura en Filosofía. Investigador de Posdoctorado Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias en la Universidad Nacional Autónoma de México. Dentro de sus artículos más recientes se encuentran: “Acerca del referente último del R̥g Veda”. Estudios de Asia y África 171: 43-77, (2020); “The tripartite word-formation scheme applied to Sanskrit compounding”. International Journal of Sanskrit Research, 4 (4): 160-165, (2018).

Este artículo forma parte del proyecto “Imaginarios religiosos de la naturaleza en la India antigua y moderna”, auspiciado por el Programa de Becas Posdoctorales en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue realizado siendo el autor becario del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM-UNAM), y asesorado por el Dr. Oscar Figueroa.

Recibido: 31 de enero, 2021.

Aprobado: 15 de febrero, 2022.


Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LXI (161), Setiembre - Diciembre 2022 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589