MÉXICO: POSREVOLUCIÓN, NACIONALISMO Y POLÍTICA INMIGRATORIA

Octavio Bernardo Rebolledo Kloques

Resumen

En este artículo se examina el influjo de la ideología nacionalista surgida de la Revolución mexicana sobre la manera de entender el rol y la presencia de los extranjeros en el nuevo modelo de Estado y nación que se consolidó a partir de 1910 y hasta la década de los cuarenta. Sus efectos se harían sentir hasta los años setentas y podría afirmarse aún perduran.

Un nacionalismo de tipo defensivo se afianzó con el estallido de la revolución y con él se acentuaron las restricciones al flujo inmigratorio que recibía el país. El surgimiento de la doctrina del mestizaje representó el marco conceptual en el que los prejuicios étnicos y raciales latentes sustentaron la política de inmigración adoptada por los gobiernos revolucionarios.

El “pueblo mexicano” asumió el papel protagónico y exclusivo en el esfuerzo por hacer realidad el nuevo proyecto de sociedad, en tanto que la participación de los extranjeros terminaría definitivamente excluida de él.

Palabras claves: extranjeros, nación, xenofobia, identidad cultural, migración.

MÉXICO: POST-REVOLUTION, NATIONALISM AND INMIGRATION POLICY

Abstract

In this article, we examine the influence of the nationalistic ideology that emerged from the Mexican Revolution in 1910 as a way of understanding the role and presence of foreigners in the new model of a nation that was to be constructed.

The defensive Nationalism that was strengthened by the outbreak of the revolution, limited the influence of the flow of immigration. The emergence of the doctrine of ‘Mestizaje’ sustained a conceptual framework in which latent ethnic and racial biases eventually supported the immigration policy adopted by the government in the post-revolutionary period.

The Mexican people assumed the leading and exclusive role in the effort to create this new societal project, while the participation of foreigners was excluded from it.

Keywords: foreigners, nation, xenophobia, cultural identity, migration.

Fecha de recepción: 26 de octubre de 2016 Fecha de aceptación: 9 de febrero de 2017

Octavio Bernardo Rebolledo Kloques Profesor e investigador Titular "C" de tiempo completo. Dirección General de Investigaciones. Universidad Veracruzana, México. Contacto: orebolledo@uv.mx

Con la caída del porfiriato1 (1876-1911) y el advenimiento de los gobiernos emanados de la Revolución mexicana, la posición de apertura hacia la inmigración que había caracterizado a aquel régimen sufrió un cambio radical. La defensa de los intereses de los nuevos grupos sociales que aparecieron en el espacio político, así como las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales que comenzaron a desarrollarse determinaron el surgimiento de una nueva realidad y de nuevas demandas: lo que hasta la primera década del siglo XX caracterizó el manejo de inmigración en México la afanosa búsqueda de trabajadores en el mundo, la instauración de facilidades y ventajas, el financiamiento de proyectos de colonización, la preferencia y admiración hacia los europeos, la concesión de privilegios a determinados grupos de extranjeros, el interés por mantener las puertas abiertas para atraer a millones de inmigrantes desapareció tan súbitamente como lo hizo la élite porfiriana que la sostenía y que detentaba el monopolio del poder.

Al tiempo que surgían los fundamentos de un nuevo nacionalismo, las puertas de México comenzaban a cerrarse al mundo. El temor ―justificado por los traumas de la historia― a sufrir nuevas afrentas a la soberanía de la nación y a la dignidad de su pueblo; el miedo a padecer nuevas invasiones y mutilaciones del territorio; la amenaza de padecer nuevos intentos por doblegar la determinación de ser libres y soberanos, terminó acorralando la voluntad general hasta replegarla sobre sí misma, obligándola a adoptar una actitud de recelosa distancia frente al extranjero. En la misma medida en que se agigantaban la confianza y el orgullo en lo propio, desaparecían la estimación y el interés por lo ajeno. De ahora en adelante, la monumental tarea de construir el nuevo México sería una obra que recaería solo en los hombros de los propios mexicanos.2

Se intentó hallar la razón de las disminuidas cifras de extranjeros durante la primera mitad del siglo XX en lo poco propicio que fue dicho periodo para la inmigración: la Primera Guerra Mundial, la crisis económica del año 1929 y, antes de todo, la violencia que se desató durante el periodo de guerra civil que México padeció, así como el titánico proceso de fundar, reconstruir y pacificar a una nación que intentaba erigirse sobre bases inéditas. Si bien durante los años que tardó el conflicto armado, la población extranjera disminuyó tal como sucedió con la nacional, una vez finalizado el periodo más cruento la afluencia de extranjeros llegó a ser muy cuantiosa en términos porcentuales, al grado de que ―hasta el año 2010, fecha del último censo de población― el país jamás ha vuelto a conocer tal abundancia relativa.3

A partir de los años treinta del siglo XX ―periodo en que el país comenzó a disfrutar de la estabilidad social que brindaba el régimen surgido de la Revolución― es cuando, paradójicamente, las leyes migratorias del país comenzarían a revelar un rasgo que las marcaría con un sello que ―aún en el presente― no ha desaparecido del todo: su carácter altamente restrictivo y excluyente.

Contrariamente a lo que podría haberse esperado, el largo periodo de estabilidad y crecimiento económico que México comenzó a disfrutar en las décadas siguientes tampoco representó una situación favorable para atraer más inmigrantes.4 Por el contrario, fue esa misma prosperidad la que sirvió de argumento para terminar persuadiendo a las élites emergentes de que se debía prescindir definitivamente de la inmigración como factor detonante del progreso que se buscaba.

Se instalaba, así, un impetuoso sentimiento de confianza en sí mismo como antídoto contra la anterior sensación de fragilidad y temor que provocaba la figura del extranjero, pasión que no tardó en hacerse presente en el imaginario popular y tomar cuerpo en una legislación migratoria caracterizada por el desinterés y la franca desconfianza. La argumentación invocada por las autoridades para fundamentar esta actitud fue la protección del empleo de los nacionales, en virtud de que consideraba una deslealtad contra estos trabajadores lo que los patrones juzgaban una ventaja: la conformidad ante los bajos salarios, la natural aceptación de la pobreza, la resignación como modo de vida y la paciencia infinita frente a las adversidades. Así, la defensa de la planta laboral y la protección de los trabajadores mexicanos fueron los motivos sobre los cuales las fronteras nacionales comenzaron a cerrarse.

Sin embargo, la percepción sobre los inmigrantes ―fundada en la desconfianza y el temor que en su tiempo habían expresado los sectores de la oligarquía porfiriana― no varió fundamentalmente respecto a la que caracterizaba a las élites revolucionarias al momento de ascender al poder. Cambió el sector social que era visto como factor de peligro, pero el desasosiego persistió. En el porfiriato, la amenaza estuvo personificada por la competencia que representaban los empresarios y financistas extranjeros; para los revolucionarios, por la competencia desleal que el trabajador inmigrante significaba para el nacional, dado el alto desempleo y la pobreza generalizada, herencia del régimen anterior. Para ambos, esa presencia en el país ponía en juego el modelo de nación, el patrimonio político y económico conquistado y los intereses de clase que estaban en juego.

Ese temor compartido que abarcó el alma nacional desde antes de que México fuera independiente, cristalizó en un precepto legal que sintetizaba el recelo y la aprensión históricos: el Artículo 33 Constitucional, cuyos orígenes podrían rastrearse casi hasta el momento mismo de su fundación como república.5

Dicho precepto legal fue expresión directa de la tensión existente en la relación entre mexicanos y extranjeros. El nacionalismo que emergió en el siglo XVIII se caracterizó por instalar en la conciencia popular la “idea de una nación forjada en una lucha contra la conquista, la invasión y el despojo cometido por potencias y empresarios extranjeros” (Yankelevich, 2006, p. 357), sentimiento que alcanzó su más alta expresión con el estallido revolucionario de 1910, periodo en el que su presencia fue considerada una amenaza real. Esa disposición que facultaba al Ejecutivo Federal a expulsar, sin juicio previo, a cualquiera cuya presencia juzgara inconveniente, fue incorporada a la Constitución de 1857 y ratificada sesenta años más tarde, al integrarla al texto constitucional de 1917, el cual con modificacionescontinúa vigente hasta hoy.

Al mismo tiempo que la Revolución mexicana asumía el compromiso de cumplir con viejas demandas populares (educación, salud, seguridad social, empleo, distribución de tierras, nacionalización del petróleo, resguardo de las fronteras, elecciones libres, etc., demandas que representaban las tendencias más progresistas de aquella época) también abrió los espacios para que grupos y corrientes conservadores encontraran en el nacionalismo que surgía el sustento doctrinario para utilizarlo con propósitos claramente discriminadores y xenófobos.

Así, aunque el artículo 33:

Representa el límite máximo que alcanzó un espíritu legislativo empeñado en restringir las actividades de los extranjeros, pero en realidad constituye uno entre varios preceptos constitucionales que con toda precisión definen una diversidad de prohibiciones: el artículo 8º excluye a los extranjeros del derecho de petición en materia política; el artículo 9º hace lo propio respecto de los derechos de reunión y asociación; el artículo 11º hace referencia a las limitaciones que sufre la libertad de tránsito en virtud de las leyes migratorias; la fracción primera del artículo 27º limita los derechos de propiedad, y el artículo 32º establece un régimen jurídico preferente a favor de los mexicanos.6 (Yankelevich, 2011, p. 31).

Derrocar al régimen del general Porfirio Díaz y desplazar a sus sectores usufructuarios significó abrir los cauces de la movilidad social y permitir el acceso al poder a nuevos grupos sociales, antes marginados y sometidos por la oligarquía porfiriana. En la construcción del modelo de nación que emergió de la revolución, los fuereños no tuvieron cabida. Simplemente se decidió prescindir de ellos.

Con ello, los sentimientos hostiles en contra de algunas nacionalidades encontraron cauce para expresarse de manera abierta y agresiva. La ideología nacionalista que se enarbolaba como bandera de lucha sirvió de justificativo al rechazo, la persecución y hasta la violencia física ejercida contra aquellos. De esta manera:

Las pulsiones anti extranjeras… que existían entre los mexicanos antes de la Revolución de 1910 llegaron a convertirse en uno de los factores coadyuvantes en la identificación de los mexicanos en cuanto tales. En el odio a los extranjeros, los mexicanos de todas las clases se ‘hermanaban’. (Gómez-Izquierdo, 1991, p. 10).

El escenario de esta campaña fueron varios de los estados del norte del país, entre ellos Sonora que destacó por los niveles de crudeza desatados, aunque este fenómeno se presentó prácticamente en todo el territorio nacional y abarcó la mayor parte de este, extendiéndose hasta el extremo sureste.

No resulta difícil imaginarse que la pobreza extrema, la explotación centenaria, los derechos atropellados y la apatía ancestral de los gobiernos por esa inmensa masa de mexicanos siempre olvidados, encontrara cauce en la rebeldía, la crueldad y hasta el revanchismo mostrado hacia quien consideraban su enemigo, principalmente sobre aquellos a quienes se señalaba o se presumía que habían disfrutado de prebendas ofensivas en el régimen anterior. Los extranjeros avecindados en el país fueron por ello un objetivo inequívoco. Una interpretación tal del proceso y de la historia terminó por enfrentar lo nacional a lo extranjero, despertando el sentimiento xenófobo como base del amor patrio y la identidad nacional, afectividad desbocada que, sin dudas, actuaría como eficaz estrategia en el proceso de cohesión y construcción del nuevo proyecto político:

El odio a los extranjeros se convirtió en parte esencial del proceso de desarrollo de la conciencia comunitaria de los mexicanos. Ideas como expulsar a los extranjeros básicamente a los trabajadores extranjeros para hacer de México un país para los mexicanos, permitieron a los dirigentes de las diversas facciones revolucionarias captarse la voluntad de elementos de diversos sectores sociales... repudiando a los extranjeros nos descubríamos como mexicanos. En una sociedad convulsionada por una revolución, el nacionalismo y la defensa de la nación contra lo extranjero se habían convertido en valores incuestionables. (Gómez-Izquierdo, 1991, p. 84).

La ideología nacionalista enarbolada con tanta fuerza y pasión por los sectores más progresistas se convirtió en la doctrina que prometía la construcción de una sociedad más justa y libre, pero, al mismo tiempo, más recelosa de todo aquello que se alejara del modelo ideal que comenzó a forjarse como arquetipo de lo mexicano.

El naciente Estado hizo eco de las señales que provenían de aquel momento al tomar partido por una causa que tenía profundas raíces históricas que, al tiempo que vulneraba los derechos de aquella minoría, hacía posible alcanzar dos objetivos fundamentales para su sobrevivencia: por un lado, se convertía en adalid de una demanda popular; por otro lado, se beneficiaba del consenso de la sociedad en el proceso de consolidación de su propia hegemonía.

Con la denuncia de esos “extraños” surgía un motivo propicio que explicaba, por sí mismo, el cúmulo de demandas y carencias insatisfechas. Al mismo tiempo apuntaba hacia un enemigo hostil que venía desde afuera contra el cual se imponía la estrategia de cerrar filas y defenderse colectivamente.

Por un lado, las propias reivindicaciones que fueron enarboladas desde un inicio y luego transformadas en base ideológica de la institución que terminaría acaudillando el proceso el Partido Nacional Revolucionario (PNR)7 descartaban cualquier posibilidad de participación extranjera. Por otro lado, la legitimidad, la fuerza y la creatividad arrolladora de la triunfante élite revolucionaria terminaron por definir las fronteras de la nueva identidad, evidenciando el claro contraste que delimitaba ‘ellos’ de ‘nosotros’. Acceder al poder significó ganarse el derecho a participar de la realización de un proyecto nacional que, por definición, era entendido como facultad exclusiva de los mexicanos.

La política migratoria

En términos generales, es posible afirmar que a lo largo de casi dos siglos de vida republicana en México aparecen dos periodos claramente diferenciados en lo relativo a la inmigración: el primero, que va desde la Independencia hasta finales del porfiriato; el segundo, desde la Revolución mexicana (1910) hasta el presente, fase caracterizada por la instauración de un vigoroso nacionalismo de naturaleza defensiva.

Estas dos formas de entender y gestionar la inmigración extranjera y sus efectos sobre los aspectos demográficos, económicos y culturales del país, se han caracterizado por haberse construido sobre dos categorías fundamentales: en la primera etapa, la xenofilia, sustentando las ideas de superioridad racial, moral y hasta estética adjudicadas a los pueblos de origen europeo, con su correspondiente correlato de bondades y ventajas sobre la “mejoría racial”. En la segunda, una actitud xenófoba, apoyada en una concepción ideológica que desconfía y teme del extraño. Los primeros gobiernos emanados de la revolución encarnaron de manera visible esta forma vehemente y cruda de concebir al otro: un intruso.

Uno de los postulados más notorios y propios del proyecto de nación que surgía con la derrota del régimen porfiriano fue la revalorización del pasado indígena y del carácter mestizo de la población mexicana que brindaba la nueva identidad. Esto borró de raíz la anterior postura de simpatía y admiración hacia los extranjeros asumida durante el porfiriato, tornándose en una actitud crítica y recelosa respecto al rol que ellos pudieran jugar en la construcción del nuevo proyecto nacional, lo que desarrolló como se ha mencionado una fe ilimitada en la fortaleza espiritual y la capacidad emprendedora de los propios mexicanos, abandonando con ello la anterior de fascinación y liberalidad frente al extraño.

Con el fin del conflicto armado y el arribo de una época de apaciguamiento de las tensiones sociales, aparecieron las bases doctrinarias de una ideología nacionalista caracterizada por una postura hostil hacia todo aquello considerado no nacional. La necesidad apremiante de contar con las inversiones provenientes del exterior para financiar el proyecto de reconstrucción nacional empujó a los gobiernos a atenuar el radicalismo que surgía frente al problema de la inmigración. A este respecto, la opinión de los funcionarios fue siempre cuidadosa en discursos y declaraciones, aunque en la realidad de la vida cotidiana las actitudes de rechazo no solo fueron frecuentes y, muchas veces, ignoradas por la autoridad, sino que hubo momentos en que llegaron a recibir un tácito patrocinio gubernamental.

A partir de los gobiernos revolucionarios de los generales Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), la posición oficial frente a este problema se caracterizó por la necesidad de armonizar pragmáticamente las exigencias político-ideológicas que imponía la doctrina nacionalista con el imperativo económico de la reconstrucción. Fundados en la necesidad de responder a este doble propósito, las leyes, reglamentos y circulares comenzaron a ajustarse a la nueva situación. El resultado fue la implementación de rigurosos juicios de selección en donde el criterio de asimilación a las condiciones raciales y culturales del país fue determinante.

El flujo inmigratorio fue regulado cuidadosamente por las autoridades y sujeto a nuevas y más estrictas pautas de selección, medidas que condujeron a un endurecimiento de los requisitos de admisión y a la utilización de criterios prejuiciosos, fundados en sus características étnicas o raciales: se consentía la aceptación de aquellos que garantizaran los propósitos homogeneizadores que enarbolaba la doctrina del mestizaje, política de Estado consistente en la promoción de la fusión biológica y cultural de toda la población, admitiendo solo a aquellos cuyo origen garantizara una fácil y rápida mezcla con los nativos, acorde con el propósito de consolidar una nueva sociedad que respondiera a los llamados nacionalistas de unidad, homogeneidad y progreso. Impugnaba, por el contrario, a quienes no se ajustaban a dichos criterios, considerándolos “elementos indeseables”, al no ostentar el potencial racial o cultural compatible con la población local, en virtud de que a juicio de las autoridades impedía la eficaz asimilación y hacía inviable su aceptación.

Dichos criterios de exclusión basados en factores étnicos o raciales que servían de fundamento ideológico a la legislación migratoria no fueron exclusivos de México. Por el contrario, muchos países del continente americano justificaron la adopción de leyes abiertamente discriminatorias aduciendo las ventajas y beneficios que representaban determinadas poblaciones, y la inconveniencia y perjuicio que otras traerían. Países de abundante inmigración como EE.UU. (el modelo adoptado en casi toda América Latina), Brasil, Argentina, Cuba o Perú (Yankelevich, 2011) desarrollaron explicaciones de pretendida cientificidad con el fin de preferir a unos (europeos blancos) y excluir a otros (asiáticos, negros, entre otros muchos). La notable originalidad del México posrevolucionario consistió en haber elaborado una narrativa nacionalista que proponía con total naturalidad el carácter prescindible de todos ellos.

Desde el inicio de su gobierno, el presidente Obregón declaró su interés por convocar a todos los inmigrantes que quisiesen sumarse al esfuerzo de reconstrucción nacional que comenzaba a darse después de padecer un decenio de guerra civil. Sin embargo, tal ofrecimiento estuvo circunscrito a la necesidad que imponía una legislación migratoria altamente restrictiva, surgida al amparo del llamado Nacionalismo Revolucionario.

A partir del año 1926, los gobiernos posrevolucionarios adoptaron una postura en la que se prescindía del aporte de la inmigración como estrategia de incremento poblacional y contribución al desarrollo productivo. La crisis interna de la maltrecha economía nacional agravada por las repercusiones mundiales de finales de la década de 1920 hizo variar la percepción que se tenía de su presencia. Los extranjeros ya no solo eran vistos como innecesarios, sino como una carga extrema para la débil planta productiva del país y como una seria amenaza para la precaria situación laboral de los propios trabajadores mexicanos (Palma-Mora, 2006).

A partir de ahí se inauguró en la legislación nacional un periodo de cambios radicales en la forma de tratar y concebir la inmigración, caracterizado por imponer severas restricciones.8 Con la promulgación de la ley de migración de 1926, la gestión del general Calles terminó imponiendo claros criterios raciales de selección, limitando la admisión de ciudadanos de origen asiático y africano, de los menores de edad, de los ancianos; de las mujeres que viajaban solas y, hasta, de los analfabetos (condición muy común entre los modestos trabajadores que emigraban de Asia y Europa en esos años), al tiempo que prohibía la entrada de todos aquellos que no contaran con capital para invertirlo en el país. Asimismo, se amplió la lista de enfermedades clasificadas como causa de rechazo y, finalmente, en el año 1928 se exigió el pago de un impuesto a los inmigrantes de condición trabajadora (Pla-Brugat y Zárate, 1992).

A lo largo de la década de los treinta, la gestión inmigratoria fue tornándose aún más selectiva y asumiendo tintes raciales cada vez más evidentes. Prácticamente se impuso la prohibición del ingreso de africanos y afroamericanos, de sirios, libaneses y palestinos, de chinos y de turcos, así como de armenios y de aquellos procedentes de la India, al exigir la posesión de un capital mínimo de 10 000 pesos suma fabulosa para aquella época como requisito para su aceptación. A las anteriores medidas se le añadió una nueva disposición que era modelo de discrecionalidad: la obligación de depositar una garantía en efectivo que fijaba la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Nacionalismo y presencia extranjera

El surgimiento de figuras carismáticas de humilde origen social que acaudillaron la revolución (Francisco Villa y, particularmente, Emiliano Zapata), las exigencias de justicia para los más pobres, la reivindicación de un pasado indígena percibido como glorioso, la revalorización de la cultura nacional cuyos fundamentos estaban en aquel ayer prehispánico, así como la figura del indígena como protagonista de un proceso histórico fundamental para la vida del país, dieron origen a una actitud de formidable valoración de lo propio. Se recuperó todo un patrimonio que había sido segregado durante la Colonia y el primer siglo de vida republicana, periodo caracterizado por el desafecto y menosprecio hacia el mundo indígena y popular e identificado con la exaltación desmedida de las cualidades y las ventajas de los considerados “pueblos civilizados”, de origen europeo.

Se transitaba, así, de la simpatía más abierta con lo foráneo, a la desconfianza y rechazo hacia todo aquello que no era mexicano de origen; de la admiración de lo ajeno, a la fascinación por lo propio; del sentimiento de vergüenza por el pasado indígena, a la exaltación apasionada de este. Los extranjeros pasaron a ocupar la figura del villano: la del pertinaz explotador, interesado solo en enriquecerse rápidamente a costa de la miseria del pueblo que lo acogía; la del reaccionario, secuaz de la élite privilegiada, capaz de complotar contra los principios de la revolución para conservar sus prebendas. El surgimiento de tales sentimientos adoptó la forma de una pasión revolucionaria. De ahí que la irritación en su contra haya sido particularmente severa.

El conflicto armado de 1910 representó enormes daños y graves penurias, no solo a la población mexicana, sino también a quienes venían de fuera. En un buen número de casos, sus propiedades fueron blanco del daño directo, resultado de los ataques armados de los bandos en conflicto; en otros casos, sufrieron el perjuicio infligido por parte de jefes militares que actuaban contra ellos como una forma de allegarse recursos para financiar sus campañas, y, en no pocos casos, sus propias vidas fueron amenazadas debido al vínculo que se suponía ellos tenían con el régimen que se combatía. Moisés González Navarro (1994) calculó que a raíz del conflicto revolucionario del periodo 1910-1919, murieron el 7,3% de todos los árabes residentes, el 3,6% de los ciudadanos de origen chino y el 2,7% de los inmigrantes de EE.UU., entre otras nacionalidades, lo que significó que “proporcionalmente y en números redondos se asesinó el doble de extranjeros que de mexicanos” (p. 49).

Otra fuente (Pla-Brugat y Zárate, 1992) ha estimado que durante el periodo que duró el conflicto aproximadamente una década unos 550 norteamericanos fueron muertos en el país a manos de las fuerzas militares o como resultado de actos de venganza o de pillaje llevados a cabo por grupos de civiles. Ellos personificaban lo peor del régimen anterior y su recuerdo remitía a las invasiones norteamericanas o francesa, y a la crueldad desatada por el conquistador español durante la destrucción del imperio azteca, civilización muchas veces mitificada al grado de presentarla como modelo de vida paradisíaca.

Bastaría echar un vistazo a las magníficas muestras del muralismo que se desarrollaron durante la década de los años veinte para percatarse de que la versión sobre la historia patria se simplificó y se volvió maniquea: por un lado, un pueblo de raíces mesoamericanas, vejado; por otro lado, el extranjero ambicioso y cruel. Esta visión ideologizada surgida del nacionalismo permite entender cómo pudo consolidarse una narrativa que teme y desconfía, es poco afecta a abrirse al otro y raramente se muestra tolerante a aceptar la diferencia.9

Los fundamentos conceptuales que respaldaban la estrategia de homogeneización étnica se tradujeron en requisitos fundamentales para la integración nacional, así como para alcanzar la sociedad próspera y justa que se intentaba construir. Esta convicción se materializó en la doctrina del mestizaje, la cual sirvió de base para la implementación de la política inmigratoria que se impuso en el país con la llegada de los gobiernos revolucionarios. La angustiosa búsqueda de superación de las diferencias económicas, étnicas, lingüísticas, culturales y sociales que se pensaba fragmentaban e inmovilizaban a México, intentó ser resuelta a través del mestizaje y la homogeneización. La fusión de todo elemento extraño ya fuera nacional o no se elevó al rango de norma institucional. En el fondo, ello representaba la garantía de éxito de una sociedad en construcción que para imponerse requería tanto de la uniformidad étnica como ideológica; se trataba de hacer realidad un nuevo Estado-nación. El mestizaje representó en este proceso una estrategia de fusión biológica y cultural.

Es importante considerar aquí lo apuntado por la investigadora Dolores Pla Brugat (2011), quien apoyada en los estudios realizados por el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil pone en discusión una tesis que siempre se consideró un axioma: el éxito del mestizaje y el carácter de “nación mestiza” como fundamentos del orgullo patrio y la identidad nacional. Esta investigadora recuerda que, por un lado, más que una fusión biológica de “razas” como siempre fue planteado en el siglo XIX, el mestizaje representó un proceso cultural consistente en la adopción de patrones europeos; por otro lado, se trató más bien de “desindianizar” a los nativos con el propósito de “mexicanizarlos”:

El mestizaje no se constituyó de manera fundamental a través de los matrimonios o parejas mixtas, cosa difícil de lograr si consideramos que la población foránea establecida en México siempre ha sido escasa… Por esto considero que la población que hemos llamado mestiza es principalmente el resultado de un proceso que el antropólogo Guillermo Bonfil llamó ‘desindianización’.

Bonfil no creía en la existencia ‘de una sociedad mestiza que representaría la fusión de las sociedades y las civilizaciones de Mesoamérica y Occidente’. El mestizaje, explicaba, es un fenómeno biológico a pesar de que a veces se habla de mestizaje cultural que no sirve para ‘explicar qué sucede cuando grupos culturales diferentes entran en contacto en un contexto de dominación colonial’, como ha sido el caso mexicano. Propone el término desindianización, entendiéndose por tal ‘un proceso histórico a través del cual poblaciones que originalmente poseían una identidad particular y distinta, basada en una cultura propia, se ven forzadas a renunciar a esta identidad, con todos los cambios consecuentes en su organización social y cultural. La desindianización no es el resultado del mestizaje biológico, sino de la acción de fuerzas etnocidas que terminan por impedir la continuidad histórica de un pueblo como unidad social y culturalmente diferenciada’.

La desindianización es fundamentalmente un ‘proceso que ocurre en el campo de lo ideológico cuando las presiones de la sociedad dominante logran quebrar la identidad étnica de la comunidad india. Este proceso se cumple cuando ideológicamente la población deja de considerarse india, aun cuando en su forma de vida lo siga siendo. La desindianización se ha dado desde el siglo XVI y continúa dándose hasta nuestros días’. (Pla-Brugat, 2011).

A partir de la década de 1940, este proceso se llevaría a cabo a través de la imposición del español como lengua oficial, así como de la integración de las poblaciones indígenas al proceso de urbanización, el cual coincidía con el inicio de una vasta industrialización de la economía nacional. Esta transformación redundó en una merma significativa del número de hablantes indígenas,10 en el incremento de la migración campo-ciudad con la consecuente huida del trabajo agrícola y el abandono del autoconsumo, así como con la adopción de un modelo cultural ajeno que hizo posible la renuncia a sus tradiciones locales y su integración a la economía de mercado. De esta manera se intentaba “rescatar” al indígena de su condición de atraso y marginación a cambio de su conversión en “mexicano”.11

Se trataba de implementar un proceso de neutralización de las diferencias para amortiguar el impacto considerado pernicioso derivado de la diversidad existente que personificaban tanto los indígenas como los extranjeros. Ambos eran vistos como obstáculos para la consecución de la unidad nacional, la cohesión interna y el progreso económico y social, por lo que debían ser asimilados con el fin de producir una nueva y original comunidad de propósitos, un nuevo pueblo mexicano.12

Al tiempo que el régimen revolucionario transformaba este propósito en modelo de nación, convertía a la Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos en el organismo encargado del “acercamiento racial, la fusión cultural, la unificación lingüística y el equilibrio económico de dichas agrupaciones [indígenas], que solo así formarán una nacionalidad coherente y definida y una verdadera patria” (Gleizer-Salzman, 2000, p. 66). Los eventuales contingentes de inmigrantes comenzarían, así, a ser seleccionados en función de aquella aspiración superior de homogeneización, a la cual y antes que otros los propios indios de México quedaban supeditados.13

Se volvió habitual encontrar en los comunicados oficiales referencias a las características raciales de los inmigrantes y a la trascendencia que estas asumían en el marco del proceso de mestizaje. Aunque los criterios de selección que se citaban ponían el énfasis en las razones de tipo económico y en la necesidad de proteger los puestos de trabajo de los trabajadores nacionales, resultaba evidente que tras ellos, las referencias a la raza y a su “indeseabilidad” se tornaban centrales. Así, en el informe de labores del año 1926, la Secretaría de Relaciones Exteriores detallaba los criterios de selección que deberían ser aplicados, señalando que: “en unos casos la prohibición de inmigración de estas nacionalidades ha sido… con el fin de proteger a nuestra clase laborante, y la otra para evitar la mezcla de razas que se ha llegado a probar científicamente producen una degeneración en los descendientes” (Gleizer-Salzman, 2000, p. 70).

Los criterios referidos al origen étnico de los inmigrantes se aplicaban en función de una hipotética “capacidad de asimilación” a la cultura nacional. Pronunciarse en función de una tal consideración implicaba jerarquizarlos, mostrando a algunos pueblos como portadores de un potencial para “ser como nosotros” y a otros adoleciendo de esa facultad, lo que en términos prácticos significaba proclamar su inconveniencia para ser aceptados en el país. Este fue precisamente el caso de algunas comunidades nacionales residentes (como sucedió, por ejemplo, con los chinos, jamaiquinos, africanos o sirios), inclinándose por otras (franceses, españoles, italianos) en los que se consideraba podría darse una “afinidad” más rápida y conveniente.

Un ejemplo de tal concepción queda expresado en los resultados de una investigación en la cual se hace referencia al gobierno de Abelardo Rodríguez, quien ejerciera como presidente interino de México en el periodo 1932-1934. El departamento de Migración emitió en aquellos años dos circulares que fueron clasificadas de “estrictamente confidencial”. En dichos documentos se pone de manifiesto el uso directo y llano de criterios étnicos y raciales utilizados por las autoridades de la Secretaría de Gobernación al tratar el asunto relacionado con la selección de los solicitantes.

La circular No 250 de fecha 17 de octubre de 1933 establecía la prohibición de ingreso al país de determinadas nacionalidades invocando justificaciones de distinta índole:

1. Por ‘razones étnicas’: se restringía la entrada de los individuos de raza negra, amarilla (excepto los japoneses), malaya e hindú;

2. por ‘motivos políticos’: a los provenientes de la URSS;

3. y a los gitanos, en razón de sus malas costumbres y actividades notoriamente inconvenientes. (Gleizer-Salzman, 2000, p. 73).

Al tiempo que calificaba a esos grupos de “poco deseables”, condicionaba la entrada de polacos, lituanos, checos, eslovacos, sirios, libaneses, palestinos, armenios, árabes y turcos, argumentando que representaban una inaceptable competencia para los trabajadores mexicanos.

Por su parte, la circular No 157emitida unos meses después, el 27 de abril de 1934 enumeraba nuevos grupos étnicos o nacionales cuyo ingreso se prohibía o condicionaba en virtud del “grado de asimilación racial y cultural que presentaran”. A los lituanos y checos, señalados en la comunicación anterior, se agregaba una lista de nacionalidades compuesta por letones, búlgaros, rumanos, persas, yugoeslavos, griegos, albaneses, afganos, abisinios, argelinos, egipcios y marroquíes, a quienes simplemente se les impedía el ingreso al país, sin ni siquiera contemplar la posibilidad de ser admitidos bajo la categoría de inversionistas, gerentes ni estudiantes, entre otros (Gleizer-Salzman, 2000, p. 74).

La disminución que experimentó el flujo inmigratorio como consecuencia del conflicto revolucionario y del estallido de la Primera Guerra Mundial se vio neutralizada cuando estos conflictos finalizaron. Sin embargo, a fines de los años veinte dicho incremento volvió a ser contenido debido al colapso que significó la Gran Depresión del año 1929. El perjuicio que este descalabro económico provocó al país fue gravísimo, así como enormes fueron las consecuencias que en el ámbito de lo social se vivieron: el desempleo masivo y la agudización de los niveles de pobreza fueron las consecuencias más evidentes e inmediatas.

EE.UU. una de las naciones golpeadas por esta crisis y lugar en donde se originó experimentó índices de despido laboral nunca antes vistos, lo cual repercutió directamente en el nivel del flujo de trabajadores que emigraban hacia ese país, deprimiéndolo dramáticamente, al tiempo que el Gobierno estadounidense se forzaba a tomar medidas drásticas en contra de su ingreso. Una de ellas de graves consecuencias para México consistió en la repatriación masiva de peones y jornaleros agrícolas residentes en las áreas fronterizas del país.

Ante tales circunstancias, el Gobierno mexicano también endureció su postura frente a la inmigración, tornando aún más restrictivas las medidas de admisión. En el ámbito de la legislación, una consecuencia directa de esta situación fue la promulgación de la Ley General de Población del año 1936, la cual no solo impuso nuevas exigencias, sino que cambió la propia manera de entender el tema del crecimiento poblacional y el papel que jugarían la inmigración y los extranjeros.

Las limitaciones impuestas a quienquiera que aspirara a establecerse en el país no solo comprendían las condiciones directamente ligadas a su ingreso, sino también aquellas relacionadas con su permanencia. Ya en la Constitución del año 1917 se habían introducido disposiciones que vetaban la compra de bienes inmuebles (como la prohibición de poseer predios que estuvieran cerca de las costas o de lugares fronterizos), así como la interdicción de ejercer cierto tipo de empleos u oficios,
o de participar en la vida política nacional. El carácter restrictivo de esta legislación se mantuvo vigente por décadas y hasta los años setenta, cuando el Gobierno Federal decidió aceptar refugiados provenientes de Centro y Sur América.

Con tales disposiciones se reforzaron los prejuicios en contra de determinados grupos, aduciendo los graves daños que la mezcla biológica acarrearía a los nativos al fusionarse con minorías tales como la de los negros, contra los cuales se argumentaba que terminarían provocando “la degeneración de la raza”, o la de los chinos, contra quienes el gobierno del Departamento del Distrito Federal argüía que, para el propósito nacionalista de “mejorar la raza”, representaba un serio inconveniente el hecho de emparentarse consanguíneamente con personas consideradas inferiores. Esto condujo a adoptar medidas concretas, tendientes a limitar su ingreso, como sucedió con esta última comunidad, una de las más perseguidas, contra la cual se llegó a ordenar la repatriación de quienes aquí residían, incluyendo a sus familiares nacidos en el país.

Aunque las leyes y reglamentos que llegaron a promulgarse en esos años insistían en declarar que su propósito esencial era defender los derechos de los trabajadores, también resultaba evidente que dichas disposiciones se fundaban en consideraciones de un matiz discriminatorio indudable y hasta explícito, ya que abiertamente se confesaba que las restricciones al ingreso se tomaban en razón de la “raza”.

En el año 1930 se ratificó la prohibición de ingreso a los ciudadanos de origen polaco sobre los cuales pesaba la acusación de dedicarse al comercio ambulante y de agitar a los trabajadores, así como a los provenientes de Hungría, a quienes se les señalaba de conformar una “plaga de desaseados cartomancianos que raptaban niños” (González-Navarro, 1994, p. 36). En tales campañas no solo tomaron parte funcionarios de gobierno, sino también agrupaciones civiles surgidas durante la primera mitad del siglo XX los autonombrados Comités Nacionalistas que, bajo el pretexto de resguardar la cultura y la población mexicanas, se daban a la tarea de hostigar a determinados grupos de inmigrantes. De hecho, el Gobierno Federal debió rechazar numerosas peticiones de tales comités que exigían proscribir los matrimonios de mujeres mexicanas con inmigrantes chinos (Bokser, 2006).

Iniciándose la década de los treinta, y como respuesta a los estragos dejados por la crisis económica mundial, se decretó la prohibición absoluta del ingreso de trabajadores extranjeros. Además, se aprobó una normativa contenida en el Reglamento de Migración del 6 de junio del año 1932, que fue mantenida en lo general en la Ley General de Población de 1936 y en la de 1947, la cual ponía especial énfasis en negar el ingreso a determinadas “razas” cuya autorización ya hubiera sido prohibida con anterioridad o sujeta a algún tipo de restricción gubernamental. De igual forma, se limitó su derecho de entrada y salida del país por motivos de “conveniencia pública”, quedando dicho consentimiento condicionado a la discrecionalidad del funcionario, manejo administrativo que influyó directamente en la formación de redes de soborno y extorsión creadas alrededor de dicho procedimiento migratorio.14

La nueva reglamentación también privó a las personas de su derecho a cambiar libremente de lugar de residencia y hasta se intentó impedir la emigración de los propios jornaleros mexicanos cuando, a juicio de la autoridad, dicha salida fuera considerada inconveniente para los intereses de México.

El investigador Zidane Zeraqui (1997) relata que cuando en el año 1992 quiso entrevistar a los pioneros sobrevivientes de la inmigración árabe que habían llegado al país en las primeras décadas del siglo XX, varios de los contactados entre los cuales se incluían algunos nacidos en el país se negaron a ser consultados debido al temor que aún subsistía como consecuencia de las experiencias traumáticas que les tocó vivir en territorio nacional, al momento de su arribo. De acuerdo con su opinión, las razones de tal actitud no solo están referidas al complicado, largo y angustiante proceso administrativo por el cual debieron pasar, sino también a la dolorosa hostilidad de la cual fueron objeto por parte de los lugareños. Una forma de aminorar esta antipatía fue castellanizando los nombres y apellidos originales de origen árabe, con el propósito de disminuir las diferencias y acelerar el proceso de asimilación al país.

A raíz del tinte fuertemente nacionalista que marcó la vida social del México posrevolucionario, la reglamentación inmigratoria se endureció, se volvió cada más selectiva, limitante y condicionada, al grado de que Gilberto Loyo (1935) funcionario público y destacado analista de los problemas poblacionales reconocía con sorprendente llaneza que:

Desde 1927 ha venido haciéndose una política restrictiva de la inmigración.... Se tiende a prohibir totalmente la entrada de gitanos, adivinos, tahúres, etc., sacerdotes, ministros extranjeros de cualquier culto, hindúes, individuos de las razas amarilla y negra, excepto japoneses, coreanos, filipinos y hawaianos. Nos parece infundada la prohibición en lo que se refiere a indostanos, porque son, en general, buenos inmigrantes, que se asimilan fácilmente al país. Existe la tendencia a evitar la entrada de abisinios, afganos, árabes, armenios, albaneses, argelinos, búlgaros, egipcios, griegos, lituanos, palestinos, polacos, rumanos, rusos, sirios, turcos y yugoeslavos, etc. (p. 375).

Opiniones como esta permiten entender el temor de muchos inmigrantes a compartir sus experiencias, así como por qué no acudieron durante años al reiterado llamado que las autoridades mexicanas hicieran para que se inscribieran en el Registro Nacional de Extranjeros, a pesar de estar obligados por ley a realizar el trámite.15

La permisividad con la que los primeros gobiernos posrevolucionarios manejaron los prejuicios xenófobos alentó la audacia con la que algunos grupos cívicos y gremiales enarbolaron dicha actitud, no pocas veces contando con el consentimiento o la complicidad manifiesta o velada de las autoridades. Esto provocó que los recelos y acusaciones en contra de los inmigrantes fueran planteados en el ámbito público con tal familiaridad que los epítetos degradantes o las descalificaciones utilizadas pasaron a formar parte del vocabulario racializado de muchos funcionarios y de no pocos intelectuales encargados de juzgar la conveniencia de la inmigración. De la relajación producida en tales juicios y de su natural aceptación es posible encontrar numerosos ejemplos. Algunas opiniones aparecidas en publicaciones impresas oficiales, provenientes del mundo político y científico son las consignadas en un libro fundamental. Se trata de Población, publicado en el año 1955 obra a cargo de Julio Durán Ochoa y escrito con la participación de destacados investigadores mexicanos, en el que se asientan conceptos que no dejan duda del sesgo prejuiciado.

En uno de sus párrafos se sostiene que:

La mayoría [de los extranjeros] se dedica, abierta o subrepticiamente, a una serie de actividades vedadas para ellos desde hace mucho tiempo, de preferencia al comercio en pequeña y gran escala, a la usura (en gran escala) y también a la explotación de los centros de vicio. (Durán-Ochoa, 1955, p. 161).

En la clasificación de sus ocupaciones captada por el censo del año 1940, se registra a un grupo numeroso de inmigrantes (más de 11 000 individuos, que representaban el 17,3% de todos los extranjeros del país) dentro de una categoría cuyo solo título los estigmatiza: “Personas con ocupaciones antisociales; sin ocupación, oficio o profesión, con ocupaciones improductivas, o cuya ocupación se ignora” (Durán-Ochoa, 1955, p. 163).

Incluso a mediados del siglo XX cuando las manifestaciones más duras del rechazo ya habían desaparecido, ese investigador afirmaba que “todavía abundan en México los extranjeros que conservan los mismos prejuicios étnicos de antaño y que proceden con el mismo prurito de superioridad racial que tantas ventajas les vale en nuestro medio” (Durán-Ochoa, 1955, p. 260).

Aunque la Ley General de Población de 1936 incluyó elementos de naturaleza humanitaria en favor de las víctimas de los regímenes fascistas, posibilitando con ello el ingreso de un importante número de refugiados españoles, esta iniciativa no estuvo exenta de la crítica y el rechazo que variados sectores sociales entre los que se contaban los propios líderes obreros de las principales confederaciones de México levantaron sin éxito en contra de aquella decisión del presidente Lázaro Cárdenas. Sin embargo, no disfrutaron de la misma generosidad del gobierno mexicano los cientos de miles de judíos que escapaban de la persecución nazi en Europa y apelaban a la solidaridad del país en busca de asilo. “De los cerca de 100 mil refugiados judíos que llegaron a los países de América Latina en aquellas fechas, sólo alrededor de mil 800 desembarcaron en México. Argentina (45 mil), Brasil (23 mil 500), Bolivia (20 mil) y otros fueron más abiertos y generosos” (Woldenberg, 2012).

A partir de esta ley, los reparos espontáneos que ya existían en contra de la inmigración adquirieron rango constitucional, incorporando a la legislación los postulados de la ideología nacionalista como eje rector del manejo integral de la dinámica poblacional.

Se preservaron en ella los criterios de “asimilabilidad racial y cultural” que se venían aplicando como requisito para la admisión. En el artículo 7º, por ejemplo, se establecía de manera concluyente que debía brindárseles “facilidades a los extranjeros asimilables y cuya función sea más conveniente para las razas del país” (Instituto Nacional de Migración, 2003, p. 185). Aquí se ratificaban y precisaban muchas de las prescripciones reglamentarias expresadas en las iniciativas anteriores, pero se introducía una novedad: el monto de los admitidos estaría, en adelante, sujeto a la fijación de un sistema discrecional de tablas diferenciales por nacionalidad, a través de las cuales se establecía el número de inmigrantes que serían admitidos anualmente y cuyo monto dependía del “grado de asimilación” a las condiciones raciales y culturales del país que a juicio de los funcionarios de migración los solicitantes pudieran presentar.16 Dichas tablas se publicaron en forma de listas anuales, la última de las cuales apareció en el año 1947.

Por primera vez, el tema de la fusión de los grupos étnicos fue planteado como problema demográfico prioritario, incorporando la idea de la asimilación a la estrategia del mestizaje. Esto significó un cambio radical de la manera en la que se había concebido la inmigración extranjera en México, desde el momento en que, sin ambages, se desechó definitivamente la idea de la necesidad del aporte extranjero en el poblamiento nacional. Quedó así instituido que el problema poblacional debería resolverse aprovechando los recursos demográficos propios, por lo que se determinó que el crecimiento vegetativo y la repatriación de trabajadores mexicanos desde los EE.UU. sería suficiente para conseguir los niveles de población deseados. Con la definición del problema en estos términos, la tesis de la relevancia de la inmigración extranjera como estrategia de poblamiento y progreso económico quedó definitivamente cancelada y con ello el rol que pudo haber jugado la presencia extranjera en el país.

Son estas las razones que explican que a lo largo de todo el periodo independiente, y hasta nuestros días, la proporción de extranjeros en México se caracterice por ser notoriamente insignificante,17 al grado de poder afirmar que al comenzar el siglo XXI los porcentajes de su participación dentro de la población nacional son prácticamente los mismos que el país tenía a inicios del siglo XIX.

NOTAS

1 Porfiriato: periodo con el que se le conoce al régimen político de naturaleza autoritaria que el general Porfirio Díaz instauró en el año 1876, extendiéndose por un periodo de 34 años. En 1911 fue obligado a renunciar como consecuencia del levantamiento popular que dio origen a la Revolución mexicana.

2 Pedro Henríquez Ureña ―notable ensayista, escritor y humanista dominicano que llegó a México en la primera década del siglo XX y convivió con las figuras intelectuales más sobresalientes de la época― supo captar con lucidez ese extraordinario sentimiento surgido de la revolución y que consistía simplemente en la experiencia inédita del pueblo de sentirse dueño de su destino. Siendo testigo personal de aquel proceso, Henríquez Ureña escribió en la década de los veinte: “Durante años, México estuvo solo, entregado a sus propios recursos espirituales. Sus guerras civiles que parecían inaplacables, la hostilidad frecuente de los capitalistas y los gobernantes de los Estados Unidos, finalmente el conflicto europeo, dejaron al país aislado. Sus únicos amigos, los países de la América Latina, estaban demasiado lejos o demasiado pobres para darle ayuda práctica. Con este aislamiento, que hubiera enseñado confianza en sí misma a cualquier nación de mucho menos fibra, México se dio cuenta de que podía sostenerse sin ayuda ajena, en caso necesario”; véase “La influencia de la revolución en la vida intelectual de México”, por P. Henríquez-Ureña, 1924, Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales, recuperado de http://www.ensayistas.org/antologia/XXA/h-urena/phu3.htm/

3 El año 1930 marca el nivel más alto alcanzado por la cuantía de población extranjera en la historia de México, el punto en el que, en términos porcentuales, se ha dado su más alta concentración, llegando a significar el 0,97% de la población total del país. Desde allí comenzó a darse un movimiento de decremento continuo que se prolongó hasta el año 1980, y que ―pese a los aumentos mostrados por los censos posteriores― no volvió a recuperarse. No sería sino hasta la realización del Censo de Población y Vivienda de 2010 que el ingreso de inmigrantes presentó ―por primera vez después de ocho décadas― un incremento significativo, al llegar a constituir el 0,86% de la población total; véase “País de paso: saldo migratorio y condiciones sociales en México”, por O. B. Rebolledo-Kloques, enero/junio, 2016, Clivajes. Revista de Ciencias Sociales, 3(5), recuperado de http://revistas.uv.mx/index.php/Clivajes/article/view/2016/.

4 En el periodo 1940-1981, el crecimiento del Producto Interno Bruto fue superior al 6% anual, casi el doble del que tuvo el crecimiento poblacional. Al respecto, un economista afirma que en dicha etapa “México vivió un crecimiento económico espectacular: su producto interno bruto (PIB) registró una expansión en términos reales superior a la de Estados Unidos”; véase “México: disponibilidad de divisas y crecimiento económico”, p. 695, por J. C. Moreno-Brid, 1998, Comercio Exterior, Revista Interactiva, recuperado de http://revistas.bancomext.gob.mx/rce/magazines/350/1/RCE1.pdf/. Asimismo, Gerardo Esquivel llega a sostener que ese formidable incremento se presentó desde fecha incluso anterior: “La tasa de crecimiento del PIB total en ese mismo periodo [1932-1981] fue de 6.2%”; véase México en pos del crecimiento. Documento de trabajo, por G. Esquivel, 2003, recuperado de http://cee.colmex.mx/documentos/documentos-de-trabajo/2003/dt20038.pdf/.

5 La ley aprobada el 22 de febrero de 1832 decretaba que “está en las facultades del supremo gobierno expedir pasaporte y hacer salir del territorio de la República a cualquier extranjero no naturalizado, cuya permanencia califique de perjudicial al orden público, aun cuando aquél se haya introducido y establecido con las reglas prescritas en las leyes” (Instituto Nacional de Migración, 2003, p. 41). Esta norma es el antecedente directo del artículo 33, incorporado expresamente en las constituciones políticas posteriores.

6 Respecto a este último artículo, Pablo Yankelevich (2011) agrega que “la Constitución [de 1917] instituyó una clara diferencia entre los derechos ciudadanos de los mexicanos por nacimiento frente a quienes lo son por naturalización. Estos últimos no pueden ocupar ningún cargo de elección popular en el ámbito legislativo, ni desempeñar posiciones de responsabilidad en los poderes Ejecutivos y Judicial. La razón de esta diferenciación fue expuesta con toda claridad por José Natividad Macías, diputado constituyente y entonces rector de la Universidad de México: ‘cuando se trata de los intereses nacionales el corazón mexicano se subleva… y llega a ver con repugnancia, con aborrecimiento, todo aquello que lleve a nuestros puestos públicos a los hijos de extranjeros’” (p. 31).

7 Fundado por el general revolucionario Plutarco Elías Calle en 1929, este instituto político logró unificar las diversas fracciones políticas y militares de la época. En el año 1938, el general Lázaro Cárdenas impulsó su adecuación a las nuevas circunstancias históricas, con lo que cambió de nombre, adoptando el de Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Por último, bajo el gobierno del general Manuel Ávila Camacho sufrió una nueva estructuración, mudando su nombre en el año 1946 por el de Partido Revolucionario Institucional (PRI). Demostraba, así, una capacidad inusual de adaptación a las cambiantes condiciones del país, logrando mantenerse en el poder de manera ininterrumpida durante 71 años, hasta el 2000, fecha en la que,
por primera vez en su historia, perdió las elecciones nacionales y el control indiscutido sobre todos los poderes y niveles del Estado.

8 De acuerdo con los cálculos realizados por González Navarro (1994, p. 28), con base en la información obtenida de los permisos de internación otorgados por las autoridades mexicanas durante el periodo comprendido entre los años 1928 y 1967, al país ingresaron 154 976 inmigrantes, lo cual representa tan solo un promedio anual de menos de 4 000 personas.

9 Un hecho palmario de esto último lo constituye el histórico manifiesto de los muralistas mexicanos, dado a conocer en el año 1924. Esta proclama ―firmada por David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera y José Clemente Orozco, entre otros connotados artistas― declaró la pintura mural como arte oficial de la revolución y fue “Dedicada a la Raza Indígena”. En ella se declaraba que “toda manifestación estética ajena o contraria al sentimiento popular es burguesa y debe desaparecer porque contribuye a pervertir el gusto de nuestra raza”, prescribiendo sin ambages que “el arte del pueblo de México es la manifestación espiritual más grande y más sana del mundo y su tradición indígena es la mejor de todas”; véase “Manifiesto del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores”, por D. Alfaro-Siqueiros, 1924, El Machete.

10 En el año 1930, el número de indígenas (definidos como hablantes de lengua indígena) representaba el 16,0% de la población nacional. Setenta años más tarde ―en el 2000 y gracias a la implementación del mestizaje― esa cantidad había caído al 7,4%; véase “Los indios de México en el tercer milenio”, p. 129, por L. M. Valdés, 2001, Ciencias, (60-61), 128-132.

11 Se planteó llevar a cabo la integración de esas poblaciones a través de la educación: con la implementación de un nuevo concepto de escuela rural, establecimientos educacionales que estarían estratégicamente ubicados en las áreas indígenas más densas, con lo que se proyectaba “asimilar a dos millones de indios en el seno de la familia mexicana; para hacerlos pensar y sentir en español; para incorporarlos en el tipo de civilización que constituye la nacionalidad mexicana”, opinión de Moisés Sáenz, educador y político mexicano, director del Instituto Indigenista Interamericano; véase Teoría y práctica de la educación indígena, p. 14, por G. Aguirre-Beltrán, 1973, México: Secretaría de Educación Pública.

12 El mestizaje fue concebido como “la manifestación más acabada del anhelo de fundar una identidad homogénea y unívoca; expresión de unidad étnica y cultural y base misma de la nacionalidad mexicana” (Gleizer-Salzman, 2000, p. 65).

13 Antonio Machuca plantea que “la integración de una identidad mestiza se efectúa como un proceso de sustracción y toma de distancia, utilizando la mezcla como un recurso de separación y depuración con respecto del predominio indígena. [Así,] la ideología mestiza deviene una especie de ideología de aculturación, para la cual el mejoramiento de la raza consiste igualmente en la reducción de los caracteres indígenas al mínimo y, si fuese posible, hasta su disolución completa. Es una huida de lo que se es”; véase “Nación, mestizaje y racismo”, p. 47, por J. A. Machuca-Ramírez, 1998, en Nación, racismo e identidad, por A. Castellanos, A. y J. M. Sandoval (Coords), México: Editorial Nuestro Tiempo. Asimismo, Castellanos sintetiza la tesis de Machuca, diciendo que este “descifra el carácter ambivalente de la ideología del mestizaje, porque homogeneiza sin lograr suprimir la diversidad cultural, que más bien oculta al hacer creer que todos somos iguales racial y socialmente, alejando al indio en lugar de hacerlo partícipe del encuentro”; véase “Antropología y Racismo en México”, p. 66, por A. Castellanos-Guerrero, 2000, Desacatos 4, Revista de Antropología Social, 53-79.

14 Un estudio detallado de las prácticas de corrupción en el Servicio de Migración mexicano se puede hallar en “Corrupción y gestión migratoria en el México posrevolucionario”, por P. Yankelevich, 2012, Revista de Indias, 72(255), 433-464.

15 Pablo Yankelevich (2011) recoge una referencia altamente significativa: “En 1927, un estudio del Departamento Migratorio arrojaba cifras reveladoras: entre 1910 y 1926 el promedio anual de extranjeros que ingresaron documentados como inmigrantes fue de 26,600 personas; sin embargo, el número de quienes efectivamente se radicaron en el país alcanzaba un promedio anual de 7,200. ¿Por qué razones solo se afincaba menos de la tercera parte del total de inmigrantes que ingresaban anualmente? Andrés Landa y Piña, entonces jefe de la Sección de Estadísticas del Departamento Migratorio, explicaba que la gran mayoría de los inmigrantes ‘no han tenido el propósito de establecerse entre nosotros, sino el de estacionarse por un tiempo… para efectuar las gestiones lícitas o inconfesables que puedan permitirles internarse legal o clandestinamente en los Estados Unidos de América´” (p. 26).

16 Pablo Yankelevich (2011) revela que “la legislación de 1936, después de enumerar todas las obligaciones que debían cumplir los extranjeros para ingresar al país, remataba con la siguiente disposición: ‘aun cuando se llenen todos los requisitos, la Secretaría de Gobernación puede ordenar que se impida la internación de determinados extranjeros indeseables’” (p. 48).

17 En casi dos siglos de vida republicana, el porcentaje de población extranjera en México nunca ha llegado a representar ni el 1% de la población nacional; véase “País de paso: saldo migratorio y condiciones sociales en México”, por O. B. Rebolledo-Kloques, enero/junio, 2016, Clivajes. Revista de Ciencias Sociales, 3(5), recuperado de http://revistas.uv.mx/index.php/Clivajes/article/view/2016/.

Referencias

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