Dossier

Centroamérica en la larga duración: 2021-1821

Central America in the Longue Durée: 2021-1821

Víctor H. Acuña Ortega
Universidad de Costa Rica, Costa Rica, Costa Rica

Centroamérica en la larga duración: 2021-1821

Anuario de Estudios Centroamericanos, vol. 47, 1-18, 2021

Universidad de Costa Rica

Recepción: 31 Agosto 2021

Aprobación: 24 Octubre 2021

Resumen: El autor reflexiona sobre el bicentenario de las independencias centroamericanas. Se busca comprender la situación actual del istmo, a partir de una confrontación con el pasado (coyuntura de la independencia) y algunas tendencias estructurales o de larga duración que han atravesado los siglos. En síntesis, los dos siglos transcurridos desde la independencia han dejado en Centroamérica un balance según el cual los Estados no han logrado consolidarse, los regímenes políticos no han podido democratizarse y las naciones no han terminado de inventarse.

Palabras clave: Centroamérica, Estado nacional, larga duración, utopía, historiografía.

Abstract: The author reflects on the bicentennial of Central American Independence. The article seeks to understand the current situation of the isthmus, based on a confrontation with the past (juncture of independence) and some structural or longue durée trends that have crossed through the centuries. In summary, the two centuries that have passed since independence was achieved have left a balance in Central America in which the states have not been able to consolidate themselves, the political regimes have not been able to become democratized and the nations have not finished reinventing themselves.

Keywords: Central America, National State, longue durée, Utopia, Historiography.

Introducción

En la actualidad, en el bicentenario de su independencia de España, los Estados nacionales surgidos del antiguo reino de Guatemala, los cuales integran ese espacio del Nuevo Mundo conocido como Centroamérica, son un lugar sombrío, atrapado en un círculo continuo de violencia y en un movimiento perpetuo en un punto fijo de desesperanza. En su conjunto, estos países forman parte del pelotón de retaguardia de la última fase de la globalización, iniciada hacia 1990; hoy en estado de suspensión por la pandemia que no termina de acabar y con claros signos de reversión por la áspera disputa que opone a Estados Unidos contra China. Además, desde inicios del siglo XX, los Estados centroamericanos han integrado lo que se ha llamado el “patio trasero” del Imperio estadounidense, aunque en la etapa presente la relación se caracteriza más por una cierta indiferencia (a excepción de la importante cuestión de los migrantes) que por la injerencia imperial.

Por oposición, los países del istmo se encuentran en muchos indicadores básicos en el grupo de punta, es decir, primeros en destrucción ambiental, baja calidad de la democracia, corrupción rampante, profundidad de las desigualdades sociales, arraigada discriminación étnica y racial, pobreza y atraso económico. La expresión de todos esos males es la presencia de Estados con bajos niveles de “estatidad”, es decir, frágiles e inoperantes, los cuales aseguran relativamente las funciones de represión, pero no satisfacen las necesidades básicas de la población.1

Centroamérica es hoy un mundo distópico que expulsa a sus habitantes hacia el norte en búsqueda de un escape, con frecuencia ilusorio, ya que a lo largo del camino y en el punto de llegada acechan y esperan violencias, injusticias, arbitrariedades, incluso, la muerte. Sin embargo, en este mundo sin porvenir, marcharse no es solo desesperación, sino también una forma precaria y también muy decidida de la esperanza.

En una reflexión sobre el bicentenario, desde mi punto de vista, se impone menos una vuelta erudita a ese pasado heroico y manido, tantas veces visitado, y mucho más una reflexión sobre este presente que tanto nos interroga y nos interpela. Claro está que una comprensión de nuestra situación actual nos exige una confrontación con nuestros pasados, el de la coyuntura de la independencia, otros más recientes y también otros más antiguos. Una serie de desenlaces acontecidos en esos distintos pasados y algunas tendencias estructurales o de larga duración que han atravesado los siglos dan cuenta del tiempo que hoy vivimos. Ciertamente que los marcos estructurales han condicionado, no impuesto, tales desenlaces; ya que también han sido resultado de conflictos y negociaciones entre protagonistas concretos, sea como individuos, sea como expresión de grupos sociales y actores políticos colectivos, confrontados en torno a intereses, valores y propuestas.

Con esto se quiere subrayar, aunque resulte obvio, que la realidad actual es producto de una historia, no de un destino. Los desenlaces pudieron haber sido otros y el presente distinto. En estos doscientos años, no hay teleología, no hay maldición o condena, ni tampoco determinismos ciegos, solo hay resultados contingentes que cierran un abanico de posibilidades y que abren nuevos conflictos y proyectos. Solamente si concebimos la experiencia histórica en estos términos podría ser posible que la distopía le ceda algún día su lugar a la utopía. La historia como proceso parcialmente controlado por los seres humanos está jalonado tanto de continuidades como de rupturas y discontinuidades; esa debería ser la apuesta mientras llega el tricentenario.2

En esta perspectiva, la historia del istmo puede ser concebida como una serie de oportunidades perdidas y desperdiciadas. Una cadena de desenlaces en los cuales no se alcanzó lo que hubiese hecho posible avanzar y que redujo las alternativas en disyuntivas posteriores. En consecuencia, si queremos poner a conversar al presente con sus pasados formulemos la pregunta que corresponde: ¿Cómo hemos llegado al lugar donde estamos?, ¿de dónde salió esta realidad que a muchos nos desagrada, que a muchos más hace sufrir tanto y a unos cuantos beneficia tan generosamente? Hagamos un repaso.

En el año 2021, el intento de democratización y de modernización institucional de los años noventa ha terminado con una serie de regímenes autoritarios y corruptos. Las guerras y revoluciones de la década de 1980 no dejaron ninguna herencia rescatable o válida y yacen en el olvido por lo cual las nuevas generaciones prefieren no recordarlas (Lehoucq, 2012). Testigos, protagonistas y sobrevivientes de esos eventos y procesos han optado por un pacto de silencio. La excepción es la dictadura imperante hoy en Nicaragua, la cual se presenta como la Revolución de 1979 (Parte 2), algo trágico, patético y caricaturesco (Vannini, 2020).

Los decenios de 1950 y 1960 fueron los del desarrollismo en Centroamérica, en el contexto de las tres décadas de prosperidad de la economía capitalista mundial. En ese periodo, la región experimentó tasas de crecimiento económico envidiables y sus sociedades se modernizaron. Ciertamente, hubo prosperidad material, pero sin redistribución de la riqueza y sin democratización (Bulmer-Thomas, 1989). Todo lo contrario, el desarrollismo se acomodó muy bien con las dictaduras militares y, en el caso de Guatemala, con un siniestro terrorismo de Estado promovido por el ejército y ejecutado por escuadrones de la muerte de extrema derecha. Ahí se incubaron las insurgencias del decenio de 1970, las cuales no fueron una mágica fabricación de la llamada confrontación este-oeste, como en esos años se dijo y como algunos con desconocimiento de esa historia repiten en la actualidad.

El desarrollismo, junto con la política imperial de la Alianza para el Progreso, fue en parte una respuesta política de contrainsurgencia frente a los intentos de democratización y de reforma social en la región centroamericana, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuyo experimento más profundo, más necesario y más radical fue la derrocada “Revolución guatemalteca”, de 1944-1954. En esa coyuntura, en la cual agencias gubernamentales de seguridad y espionaje (aliadas con grandes inversionistas del Imperio estadounidense) jugaron un papel determinante, la posibilidad de romper con el pasado en Centroamérica enfrentó dos obstáculos complementarios: fuerzas internas y veto imperial. Como se observa, la historia de la región a lo largo del siglo XX puede ser vista como un ciclo de alternancia entre intentos de apertura política y cambio social y reacciones autoritarias y radicalmente opuestas a cualquier tipo de reforma.

La historia del siglo XIX, al menos hasta la crisis económica y social de la década de 1930, nos remite a la herencia del liberalismo en la región. Un liberalismo, como todos los de su tiempo, creyente y difusor del llamado progreso; pero también un liberalismo muy centroamericano que el escritor y político nicaragüense Enrique Guzmán, primero liberal y luego conservador, denominó “liberalismo apaleador”. En efecto, las raíces inmediatas de los autoritarismos en Centroamérica se encuentran en el liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX, bien definido por el dictador guatemalteco Justo Rufino Barrios, quien menciona que las constituciones debían ser “jaulas de seda” y no marcos institucionales de obligado acatamiento (Taracena, 1993).

Así las cosas, en nombre del progreso y por causa del crecimiento económico, este liberalismo codificó e institucionalizó formas de discriminación étnica y racial y pospuso (para cuando el progreso hubiese al fin llegado) todo reconocimiento de derechos políticos de la población, ni qué decir de los derechos laborales y sociales, una aberración para esos apóstoles del llamado “individualismo posesivo”. Como le dijo el dictador costarricense Tomás Guardia a uno de sus opositores cuando lo visitó en su calabozo: “la democracia llegará sentada en la trompa de la locomotora”. El orden de prioridades era muy claro (Acuña, 1995). Esta promesa prácticamente nunca se cumplió en ninguno de los países centroamericanos y tardó en ser realidad, con una serie de imperfecciones, en el caso costarricense.

Lo que sí llegó sentado en la trompa de una locomotora fue el control de amplios sectores de la economía nacional por parte del capital extranjero; como bien lo simboliza un retrato olvidado y extraviado de Minor Keith cruzando sonriente y triunfal, enarbolando la bandera de las barras y las estrellas, el puente ferroviario sobre el río Birris, último abismo que superó para permitir la comunicación directa entre Limón y las ciudades del Valle Central (Figura 1).

Wenceslao de la Guardia. Minor Keith y el puente sobre el río Birrís (1890)
Figura 1
Wenceslao de la Guardia. Minor Keith y el puente sobre el río Birrís (1890)
Fuente: Revista Mundo Ilustrado (1929).

Este empresario ferrocarrilero, bananero y agente financiero fue el heraldo del Imperio estadounidense, el cual en el tránsito del siglo XIX al XX estableció un sistema de Estados clientes en el Caribe y América Central (Coatsworth, 1994). Así, la derrota de Jacobo Arbenz en 1954, de la Revolución sandinista en 1990 y de otros intentos tímidos de reforma experimentados en el istmo en el siglo XX tienen sus raíces en esa coyuntura de imposición y recepción del imperio en el istmo centroamericano.

Medio siglo separa el ascenso de los liberales en Centroamérica de la coyuntura de la independencia. Los primeros veinte años de esa historia nos recuerdan que en el principio en el espacio del antiguo Reino de Guatemala se intentó construir un Estado y una nación y no las actuales cinco repúblicas. También en los primeros años de vida independiente circuló el primer liberalismo centroamericano creyente en la filosofía del progreso en su versión ilustrada, y por esa razón convencido de la capacidad de mejoramiento de todos los seres humanos. Así, ese liberalismo, tan bien encarnado por José Cecilio del Valle, pretendió ser incluyente en relación con los indígenas quienes, supuestamente, en la escuela aprenderían los valores triunfantes de la Ilustración y dejarían atrás sus formas culturales que, se daba por entendido, no eran compatibles con el progreso (Acuña, 2002).

La idea de integración mediante asimilación era también aplicable a mestizos y mulatos y a la población negra; grupos que de todos modos parecían tener disponibilidad para asimilarse. No se puede negar que la primera gran utopía moderna centroamericana fue la de la independencia, alcanzada sin guerra de independencia, cuando se imaginó que el istmo integraría a sus distintos grupos étnicos; uniría a las distintas provincias, por encima de celos y rivalidades con la capital, en una forma estatal federal y, en fin, por su condición geoestratégica, entre mares y entre continentes, llegaría a ser el centro del mundo; idea difundida e imaginada por José Cecilio del Valle, pero igualmente compartida por otros líderes de la independencia.

Sin embargo, a pesar de tanto optimismo, el istmo nació a la vida independiente con una duda existencial que terminaría siendo distintiva de la historia centroamericana de los últimos dos siglos: su viabilidad. Precisamente, esa duda empujó a distintos sectores, en 1822, justo después de la independencia de España, a declarar la anexión al Imperio mexicano de Agustín de Iturbide; unión que fue flor de un día porque el imperio se desintegró rápidamente (Vázquez, 2009). Así, en 1823, los políticos centroamericanos, los más convencidos con entusiasmo porque habían rehusado la anexión y los menos convencidos a regañadientes, fundaron las Provincias Unidas del Centro de América. Dichas personas, aprobaron una constitución un año después y así nació la República Federal Centroamericana. No obstante, las dudas sobre la viabilidad no terminaron de disiparse y rápidamente se constató que la Federación tendría muchas dificultades para consolidarse (Towsend, 1973).

Así ocurrió. Y al mediar el siglo la Federación era ya un recuerdo que empezaba a perder contorno y en su lugar aparecía un nuevo utopismo muy centroamericano, el así denominado unionismo, es decir, la resurrección de lo que no había podido nacer que experimentó diversos intentos a lo largo del siglo XIX. La dimensión política de ese unionismo desapareció en 1921, tras el fracaso del último intento de resurrección de la Federación Centroamericana, en la coyuntura del centenario de la independencia; pero la integración económica es una realidad que avanza y tropieza desde inicios de la década de 1960.

Ciertamente, la creación de las primeras repúblicas, Guatemala, en 1847, y Costa Rica, en 1848, teóricamente en plenitud de su soberanía, fue una proclamación de viabilidad. Sin embargo, en pocos años los liberales de Nicaragua consideraron que no era mala idea ser socios menores de Estados Unidos e invitaron y recibieron con los brazos abiertos al filibustero William Walker (Gobat, 2018). En la historia centroamericana, a pesar de sus zonas oscuras poco gloriosas, este es su gran episodio feliz en donde, efectivamente, se pudo disipar un grave peligro y se produjo materia prima para fabricar héroes y efemérides. En particular, Costa Rica y Nicaragua se sirvieron de esta guerra para elaborar memorias oficiales y producir identidades patrias.

Así, en el medio siglo posterior a la independencia y en especial tras la guerra contra los filibusteros se establecieron cinco Estados centroamericanos que heredaron la duda existencial de la viabilidad que venía desde la independencia. Unos se sintieron más viables que otros porque lograron un mínimo de centralización política y militar, es decir, de formación estatal, aunque con respecto a la invención de la nación los logros fueron muy reducidos y, en el caso de Guatemala, nulos, ya que esa supuesta nación nunca ha sido capaz de imaginarse como comunidad con una población indígena mayoritaria.

La ilusión de viabilidad en tres de los países fue brindada por la producción cafetalera, mientras que Nicaragua se aferró a su “destino manifiesto”, es decir el canal, como fundamento de su éxito venidero como Estado próspero y como nación cosmopolita (Kinloch, 2015). Al llegar el siglo XX y con la arribada del Imperio estadounidense, la recurrente duda sobre la viabilidad volvió a surgir y para unos fue la oportunidad para soñar con una nueva utopía nacional, como en el caso de Augusto C. Sandino, y para otros fue ocasión para encontrar en la subordinación sumida o incluso en una deseable anexión la solución a esa recurrente duda existencial (Lindo, 2019).

La historia centroamericana no empezó con la independencia, como sabemos. Comenzó en el siglo XVI, tras la ruptura de la conquista y la colonización españolas y el surgimiento de esta sección del imperio hispánico como área marginal y poco rentable, pero claramente geoestratégica. Tal condición nacida en el siglo XVI atraviesa la historia centroamericana hasta el presente, por su condición de istmo, puente y península tropical de América del Norte. Paradójicamente la región es y ha sido una “periferia global”, valga la expresión contradictoria, esencial en las disputas imperiales, pero marginal cuando es considerada en su potencial económico (Granados, 1985).

De igual modo, las fracturas étnicas y raciales que fisuran a las sociedades centroamericanas lo mismo que las fracturas territoriales de sus respectivos Estados remontan a la época colonial. Sin embargo, el mundo estamental heredado de la Colonia, con su división tripartita de españoles, ladinos (mestizos y mulatos) e indios se simplificó en una nueva división bipartita de ladinos e indios, en el siglo XIX. En efecto, en ese siglo grupos de mulatos y mestizos ascendieron en la escala social y una minoría logró pasar a formar parte de los sectores dominantes, gracias a mecanismos de “blanqueamiento” político y económico (Taracena et al., 2003).

En tiempos recientes se insiste en la herencia colonial para encontrar la clave de las vicisitudes del Istmo hasta el presente, pero se olvida lo que acabamos de argumentar que lo que hoy somos es una superposición de estratos temporales que se fueron depositando en los siglos XIX y XX. El racismo actual debe más a los liberales de fines del siglo XIX que a las autoridades coloniales españolas y la forma vertical, autoritaria y corrupta de nuestra política fue elaborada en sucesivas capas después de la independencia. De todos modos, la herencia colonial española puede valer como explicación en el caso de todas las excolonias españolas porque ninguna ha terminado de encontrar el camino del desarrollo y de la democratización. Pero la forma específica de existencia de los micro Estados centroamericanos siempre frágiles, nunca totalmente consolidados; “Estados fallidos” para algunos según la infeliz expresión, es producto de esos desenlaces cuyo recorrido acabamos de hacer.

Surge entonces la pregunta de por qué tales desenlaces han sido como han sido. Pero, antes de plantear la cuestión del resultado de esos desenlaces conviene pensar en sus inercias en la larga duración. Para expresarlo en lenguaje de mercadotecnia, en los procesos históricos hay “ventanas de oportunidad” que se aprovechan o que se cierran; de modo tal que en el largo plazo se pueden capitalizar resultados felices o, por el contrario, se pueden acumular oportunidades perdidas, en las cuales el buen momento se escapó. A este tipo de procesos remite la noción de path dependence: si hoy algo sale bien, es posible que la próxima prueba tenga un resultado similar y, a la inversa, si hoy algo clave salió mal, es muy factible que mejores futuros resulten hipotecados. De este modo, se puede interpretar este recorrido regresivo de la historia centroamericana, en el cual en varias coyunturas críticas y en la mayoría de los países el retroceso o el estancamiento se impusieron frente al avance.

Si los desenlaces son entendidos como situaciones en las cuales distintos actores se confrontan podríamos decir, en consecuencia, puesto en términos esquemáticos, que quienes se han colocado del lado de la opción de superación o mejora siempre han sido los perdedores. Sin embargo, quizás la cuestión resulte más compleja, ya que quienes dicen abrazar o representar el “progreso” en la historia no han sido enteramente consecuentes, con su apuesta o propuesta. Por ejemplo, las reformas liberales fueron sobre todo expolio y despotismo para la mayoría de la población y la Revolución sandinista fue esencialmente autoritaria y vertical. Además, desde los tiempos de la señora Thatcher existen también las revoluciones conservadoras que predican el salto hacia atrás como la nueva y verdadera solución. En suma, ni la moneda de quienes quieren abolir el presente en nombre del futuro ni la de quienes quieren hacerlo en nombre del pasado puede ser aceptada por su valor facial.

Concebida la historia como historia social en sus diversos sentidos, este recorrido del istmo centroamericano en los últimos siglos debe ser entendido como interacciones conflictivas y desenlaces contingentes entre actores de distinto tipo, sociales y étnicos, locales y regionales, políticos e ideológicos, urbanos y rurales, nacionales y regionales, imperiales y globales, humanos y ambientales, religiosos y seculares; en fin, en cada uno de ellos las cuestiones de género han estado en la base. Tales interacciones son siempre asimétricas en términos de recursos y de poder. Baste recordar, como ya se dijo, que a lo largo de la historia centroamericana los campesinos, los obreros y las clases subalternas en su conjunto prácticamente no han gozado del derecho a organizarse libremente.

Debe quedar claro que las relaciones económicas en la producción y en el mercado son fundamento de estas interacciones, sea, vistas desde arriba, como lógicas de acumulación; sea, vistas desde abajo, como lógicas de sobrevivencia, resistencia y liberación. Pero las interacciones sociales y políticas entre esos distintos tipos de actores son algo más que regateos y abusos en la esfera de las transacciones laborales y comerciales, ya que siguen reglas complejas y los actores sociales, como bien lo dijo el ya citado E. P. Thompson, no solo se orientan por intereses, sino también por valores, unas veces luminosos y otras, tenebrosos.

Vistos desde 2021, los dos siglos, que han corrido desde 1821 han dejado en Centroamérica un balance según el cual los Estados no han logrado consolidarse, los regímenes políticos no han podido democratizarse, las naciones no han terminado de inventarse, los sistemas de bienestar social nunca han llegado a institucionalizarse y la ciudadanía como presencia activa y consciente de la masa de la población nunca ha llegado a madurar; en fin los distintos modelos de crecimiento económico, adoptados en función de las demandas de la economía global, han ido dañando sostenidamente la naturaleza y preservando las desigualdades sociales (Pérez Sáinz, 1996). Que no se entienda que estoy introduciendo lo que estoy criticando, es decir, una visión teleológica o finalista de la historia del Istmo. Simplemente, estoy recordando que muchos líderes políticos han prometido todo lo contrario, pero nunca lo han cumplido.

Sobra decir que en el intento de explicar estos rasgos estructurales de la historia centroamericana se han aplicado distintos modelos de interpretación; por ejemplo, el que trata de establecer una relación de causalidad entre sistemas agrarios y regímenes políticos, como ha sido intentado desde la ciencia política comparada y la sociología histórica, u otros modelos de menor alcance, basados en las teorías de elección racional, o en explicaciones de tipo institucional o jurídico. Me refiero a modelos racionales y empíricos y no a las perspectivas racistas que han repetido en infinidad de ocasiones que las particularidades del caso costarricense son consecuencia de que aquí la masa de la población es blanca y de origen europeo, por oposición a sus vecinos, o que atribuyen los problemas centroamericanos de siempre a las taras de la herencia hispánica.

Si partimos del principio de que los rasgos fundamentales de una sociedad son resultado de las imposiciones de sus grupos dominantes, habría que decir que a lo largo de estos dos siglos las elites centroamericanas han considerado que, para ser dominantes, es decir, acumular riqueza y tener control sobre la vida social y política, no ha sido necesario ni democracia, ni justicia social, ni igualdad étnica y racial y ni siquiera Estados eficientes y bien organizados. Otros sectores sociales que se han movido en el ámbito de la política y del Estado tampoco han tenido ese tipo de prioridades porque las suyas han sido mantenerse en el poder a cualquier precio y servirse de los recursos públicos para el enriquecimiento privado.

Algunos podrían acudir a la noción de cultura política para explicar esta inclinación y estas prácticas de los grupos dominantes en lo económico y en el plano político; yo preferiría, en primera instancia, considerar la cuestión desde la mera racionalidad y conveniencia; si institucionalidad, Estado de derecho y redistribución no son necesarios para hacer buenos negocios en el ámbito de la economía y desde el Gobierno, para qué complicarse la vida. En la coyuntura actual la actitud de buena parte de los sectores dominantes nicaragüenses frente a la dictadura actual parece confirmarlo. Aunque es innegable que la repetición en el tiempo de prácticas y comportamientos termina por convertirse en un hábito arraigado, una forma de cultura.

Claro está que inmediatamente se debe agregar que si esos sectores dominantes no quieren hacer eso otros podrían obligarlos. Pero, como ya se señaló, desde que se estableció el sistema de Estados clientes, la relación imperial ha servido casi exclusivamente para anclar a las sociedades centroamericanas en sus estructuras de atraso económico, desigualdades sociales y autoritarismo político. En consecuencia, habría que remitirse a los actores internos para dar cuenta de esta realidad. Existiría la posibilidad de que dichos actores, sea no quieran, sea no puedan aportar cambios sociales y políticos. En fin, en los distintos momentos históricos los actores puedan pasar de una a otra posición y los procesos de crecimiento económico crean nuevos grupos y categorías sociales y hacen desaparecer otros.

Históricamente, lo cierto es que los grupos no dominantes y subordinados de las sociedades centroamericanas han tenido poca capacidad, por la ya señalada falta de derecho a organizarse autónomamente, para hacer prevalecer sus intereses y valores en las coyunturas en donde se han producido desenlaces fundamentales para la historia regional. Las clases medias, que cuentan con mayores recursos intelectuales y materiales para la lucha política que los sectores populares, han sabido convivir con regímenes autoritarios y modelos de acumulación de capital de concentración de la riqueza y reproducción de la desigualdad.

Posiblemente, esto sea consecuencia de un cierto realismo político, de un cierto diagnóstico de debilidad frente a los grupos dominantes y, sin duda, de fuertes prejuicios sociales y raciales frente al conjunto de las masas populares. No hay que olvidar que cuando se habla de estos grupos se está pensando en sectores urbanos. Tal distancia frente a la mayoría de la población rural, indígena, mestiza, mulata y negra también ha repercutido negativamente en proyectos de transformación abanderados por los sectores medios, rechazados o no comprendidos por las clases populares. La excepción parcial ha sido la clase media costarricense que no solo ha sido un factor de estabilización conservadora, sino también de cambio social en algunas coyunturas históricas, como tras la guerra civil de 1948.

Quizás, el factor determinante de estas interacciones sociales ha sido un problema de déficit ciudadano de la masa de la población. La represión y las prioridades de sobrevivencia han condicionado que los diferentes sectores subalternos no hayan podido integrarse en formas de acción y participación política en las que puedan clarificar, enunciar, articular y promover sus intereses y valores. Así, entre la represión estatal, la coacción laboral y la sobrevivencia, distintos componentes de estos grupos se han insertado en redes clientelares de los grupos políticos dominantes y en relaciones de deferencia con sus superiores. La evolución política actual de El Salvador se explica parcialmente por esta razón: las decepciones recientes han abierto el camino a la adhesión a un líder autoritario y clientelista.

Ya se ha dicho que en Centroamérica ha habido coyunturas de cambio social y político global que han abortado al final, por la oposición imperial y por la resistencia de los sectores dominantes. Pero, también los procesos más recientes de transformación social y democratización de las últimas décadas del siglo XX fracasaron, no solo por esos factores, sino también por incompetencia y por inclinación a las formas políticas de antiguo régimen que mostraron los individuos y grupos denominados revolucionarios que los lideraron. Esto es cierto cuando se piensa en cómo han terminado en Nicaragua, El Salvador y Guatemala las transiciones democráticas posteriores a la década de 1990, tras las experiencias revolucionarias (Torres-Rivas, 2011).

En suma, mirada en forma retrospectiva la historia centroamericana se presenta como una trayectoria de sucesivos desenlaces en los cuales lo que se pretendía obtener como avance y progreso se ha traducido en un flujo que arrastra fragmentos básicos del pasado. Es falso decir que no hay nada nuevo bajo el sol en estos últimos doscientos años; pero hay que reconocer que existen fenómenos de larga duración que han navegado sin grandes modificaciones por la historia centroamericana.

Lamentablemente, muchos podrán recordar que algunos componentes fundamentales de la arquitectura de la historia centroamericana se encuentran también en la historia de los otros países de América Latina. No cometería la imprudencia de decir que las razones aquí invocadas son válidas necesariamente para América Latina. Pero como sabemos, en esta parte del mundo siempre se han señalado algunos países que se apartan de esta norma. Uno de ellos es Costa Rica y para terminar voy a decir unas cuantas palabras sobre el “excepcionalismo” costarricense.

La idea de una excepción costarricense apareció justo en la coyuntura de la independencia expresada por algunas personas integrantes de las elites políticas tanto de Cartago como de las otras ciudades del Valle Central. En aquel momento se puso énfasis en el orden y estabilidad con los cuales la provincia estaba haciendo su tránsito de colonia a comunidad política independiente. Durante las tres décadas posteriores se agregaron a esas virtudes políticas, una económica, la circunstancia de que sus habitantes eran propietarios de sus tierras y, al final, que todo eso se debía a que la población en forma mayoritaria era blanca y de origen europeo. Estos atributos de la excepcionalidad fueron repetidos a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y así llegaron hasta fines del siglo XX, cuando han empezado a perder credibilidad progresivamente. Claro está que tales atributos ideales algún fundamento tenían (Acuña, 2002).

Según la feliz expresión de la socióloga Ciska Raventós, Costa Rica es una sociedad estadocéntrica (Raventós, 2018). En efecto, una de las claves del excepcionalismo costarricense tiene que ver con la circunstancia de que tempranamente fue capaz de consolidar un poder central, poder al cual aceptaron someterse, tras una serie de conflictos y negociaciones, los distintos grupos dominantes. También, la masa de la población se sometió a ese Estado cuyo financiamiento sostenía. Así, la matriz inicial de la sociedad costarricense fue un Estado en donde confluyeron los intereses de los grupos dominantes, del cual trataron de sacar provecho económico a partir de la época de Juan Rafael Mora, y cuya obediencia no fue discutida por los grupos subalternos.

Obviamente que sería ilusorio pensar que ese Estado era expresión del interés general, pero es posible que, sabiendo reconocer cuales eran los verdaderos intereses que representaba, ese Estado no fuese totalmente sordo a las demandas del conjunto de las clases populares. Dentro de estas, los indígenas eran un grupo minoritario, de modo que la discriminación étnica no fue razón o justificación para no reconocer derechos. Efectivamente, por lo menos en buena parte del siglo XIX la sociedad costarricense estaba compuesta de propietarios; además, una población escasa permitió que los jornales fuesen más bien altos. La expansión de la frontera agrícola contribuyó a que la exclusión social no fuese la norma, a diferencia de los otros países centroamericanos. Dado que la exclusión étnica solo afectó a una minoría de la población, en la Costa Rica del siglo XIX el conflicto social principal fue predominantemente económico, es decir, luchas de clases de campesinos y jornaleros.

En ese sentido, en el marco de la existencia de una centralización política efectiva y de clases populares con capacidad de resistencia a los sectores dominantes se fue creando un marco institucional que a fines del siglo XIX y a inicios del XX permitió la consolidación de un régimen republicano en el cual los resultados en las urnas empezaron a tener algún significado. Jugó un papel clave la diferenciación que surgió en el seno de las elites entre quienes dominaban económicamente, la llamada “oligarquía”, y quienes se ocupaban de la política, el denominado “Olimpo”. Además, la inserción dentro del sistema de Estados clientes de Estados Unidos se hizo sobre la presunción mutua de respeto y valoración positiva de la citada excepción. Costa Rica nunca ha sido ocupada militarmente por el imperio. El dominio del capital extranjero en la actividad bananera fue compensado por el negocio cafetalero, como bien lo percibió Rodrigo Facio, en 1942 (Facio, 1972). Aquellos fueron los tiempos dorados del liberalismo costarricense.

En la primera mitad del siglo XX, surgieron nuevos actores y nuevas luchas de clases en un contexto de declive irreversible del régimen liberal. Como sabemos, todas esas tendencias se acumularon en la década de 1940 y tuvieron como desenlace una guerra civil que abrió las puertas al estado de bienestar moderno que todos hemos conocido, no a una contrarrevolución como ocurrió en Guatemala, por ejemplo. Hoy la excepción costarricense, por lo menos en lo que se refiere al estado de bienestar y a la capacidad de construir acuerdos sociales y políticos, parece haberse agotado.

Conclusión

Quizás pueda resultar útil recordar las circunstancias en que Centroamérica festejó su centenario, en 1921. En ese año el modelo agroexportador centroamericano muestra signos de agotamiento tanto en relación con la producción cafetalera como en la producción bananera, al menos en el caso de Costa Rica. Sin embargo, quizás el principal indicador es que, a partir de los años 1920, empiezan a surgir fuerzas sociales democratizadoras (grupos de obreros y artesanos, círculos de intelectuales radicales, grupos de mujeres urbanas y estudiantes universitarios y de secundaria), que ponen en la agenda la cuestión social, la subordinación imperial y la demanda de apertura del sistema político. El contexto internacional ha cambiado y la revolución mexicana y la revolución rusa pasan a ser referentes.

Dicha agenda será la promesa de las guerras y revoluciones de fines del siglo XX, promesa que sabemos en qué ha terminado y que hoy culmina en la actual regresión histórica que vive la región en su conjunto. En este sentido, la diferencia entre 1921 y 2021 es la que hay entre la posibilidad de buscar nuevos caminos para la utopía y el presente distópico que hoy vivimos. Formulemos el deseo de que el tricentenario sea un momento de encuentro más con el centenario que con el bicentenario.

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Notas

1 Se podría afirmar que el término recurrente del último Estado de la Región para caracterizar el presente del Istmo es el de “regresiones” (Programa Estado de la Nación, 2021).
2 En esta óptica de los procesos históricos como fenómenos contingentes y no totalmente determinados por “leyes” de la historia o de la sociedad sigo al historiador británico marxista E.P. Thompson en su libro Miseria de la teoría (1981), en particular el “Capítulo XI. ¿Acción humana sin sujeto?”.
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